Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Nobby fue consciente de que no estaba solo en el portal. Bajó la vista.

En las sombras también acechaba una cabra. Estaba descuidada y olía mal, pero giró la cabeza y le dirigió a Nobby la mirada más sabia que hubiera visto nunca en la cara de un animal. Inesperadamente, y de forma nada característica, a Nobby lo acometió una oleada de compañerismo.

Apagó la colilla de un pellizco y se la pasó a la cabra, que se la comió.

—Tú y yo somos iguales —dijo Nobby.

* * *

Un rebaño variopinto se iba dispersando frenéticamente a medida que Zanahoria, Angua y Jovielle bajaban por la calle Degolladero. Sobre todo intentaban mantenerse lejos de Angua. A Jovielle le daba la impresión de que una barrera invisible avanzaba por delante de ellos. Algunos animales intentaban trepar por las paredes o echaban a correr frenéticamente por callejuelas laterales.

—¿Por qué tienen tanto miedo? —preguntó Jovielle.

—Ni idea —dijo Angua.

Unas pocas ovejas enloquecidas huyeron de ellos mientras daban un rodeo a la fábrica de velas. La luz de sus altas ventanas indicaba que la producción de velas se prolongaba toda la noche.

—Fabrican casi medio millón de velas cada veinticuatro horas —dijo Zanahoria—. He oído decir que tienen maquinaria muy avanzada. Suena muy interesante. Me encantaría verlo.

En la parte de atrás de la fábrica la niebla estaba iluminada. Había gente cargando cajas llenas de velas en una sucesión de carros.

—Todo parece bastante normal —dijo Zanahoria, mientras se acomodaban en un portal convenientemente oscuro—. Aunque ajetreado.

—No veo de qué va a servir esto —dijo Angua—. Tan pronto como nos vean pueden destruir las pruebas. Y aunque encontremos arsénico, ¿qué? Poseer arsénico no es un crimen, ¿verdad?

—Esto… ¿Y es un crimen poseer eso de ahí? —susurró Jovielle.

Un gólem subía caminando lentamente por el callejón. No se parecía a ningún otro gólem que hubieran visto. Los demás eran antiguos y se habían reparado a sí mismos tantas veces que ya eran tan amorfos como muñecos de nieve, pero aquel tenía aspecto humano, o por lo menos el aspecto que les gustaría tener a los humanos. Se parecía a una estatua hecha de arcilla blanca. Sobre la cabeza, e incorporada al mismo diseño, llevaba una corona.

—Yo tenía razón —murmuró Zanahoria—. Sí que fabricaron un gólem entre ellos. Los pobres diablos. Creyeron que un rey les daría la libertad.

—Mírale las piernas —dijo Angua.

Mientras el gólem caminaba unas líneas de luz roja aparecían y desaparecían por sus piernas, y también por el torso y los brazos.

—Se está resquebrajando —añadió.

—¡Ya sabía yo que no se podía cocer cerámica en un viejo horno de pan! —dijo Jovielle—. ¡No tiene la forma adecuada!

El gólem abrió una puerta de un empujón y desapareció dentro de la fábrica.

—Vamos allá —dijo Zanahoria.

—El comandante Vimes nos ha dicho que lo esperemos —dijo Angua.

—Sí, pero no tenemos ni idea de qué puede estar pasando ahí dentro —dijo Zanahoria—. Además, a él le gusta que tomemos la iniciativa. Ahora no podemos quedarnos esperando.

Cruzó el callejón a toda prisa y abrió la puerta.

El interior estaba lleno de cajas enormes amontonadas, con un pasillo estrecho entre ellas. Procedentes de todas partes, aunque ligeramente amortiguados por las cajas, se oían los cliqueteos y los traqueteos de la fábrica. El aire olía a cera caliente.

Jovielle fue consciente de una conversación en voz baja que estaba teniendo lugar a un metro por encima de su casco pequeño y redondo.

– Ojalá el señor Vimes no nos hubiera hecho traerla con nosotros. Imagínate que le pasa algo.

– ¿De qué estás hablando?

– Bueno… ya sabes… es una chica.

– ¿ Y qué? Ya había por lo menos tres enanas en la Guardia y nunca te han preocupado.

– Oh, vamos, dime una.

– Lars Bebecráneos, para empezar.

– ¡No! ¿En serio?

– ¿Estás llamando mentirosa a esta nariz?

– ¡Pero si la semana pasada paró una pelea él solo en Los Brazos Del Minero!

– ¿ Y bien? ¿Por qué das por sentado que las hembras son más débiles? ¡No te importaría que yo me ocupara de una pelea salvaje en un bar!

– Prestaría mi ayuda cuando fuera necesario.

– ¿A mí o a ellos?

– ¡Eso es injusto!

– ¿Ah, sí?

– No los ayudaría a menos que te pusieras realmente bestia.

– Ah, mira. Y dicen que la caballerosidad ha muerto…

– Además, Jovielle es… un poco distinta. Estoy seguro de que a él… de que a ella se le da bien la alquimia, pero en una pelea deberíamos protegerla. Espera…

Salieron de entre las cajas a la fábrica.

Por encima de sus cabezas giraban las velas —cientos de ellas, miles de ellas—, colgando de las mechas por una cinta transportadora formada por complejos eslabones de madera que serpenteaba a un lado y a otro del largo recinto.

—He oído hablar de esto —dijo Zanahoria—. Se llama línea de producción. Sirve para fabricar miles de cosas iguales. ¡Pero mirad qué rapidez! No me puedo creer que el molino pueda…

Angua señaló con el dedo. Había un molino chirriando a su lado, pero no tenía nada dentro.

—Algo tiene que estar haciendo funcionar todo esto —dijo Angua.

Zanahoria señaló con el dedo. Por delante de donde ellos estaban todas las curvas cerradas de la línea de producción convergían en un complejo nudo. En algún lugar del centro había una figura, moviendo tan deprisa los brazos que parecía un borrón.

Justo al lado de Zanahoria la línea terminaba en una tolva enorme de madera. En ella caía una catarata de velas. Nadie se había dedicado a vaciarla, de forma que las velas rebotaban sobre el montón y se alejaban rodando por el suelo.

—Jovielle —dijo Zanahoria—. ¿Sabes usar armas de alguna clase?

—Esto… No, capitán Zanahoria.

—Bien. Pues espera en el callejón. No quiero que nadie te haga daño.

La enana se alejó correteando, con aspecto aliviado.

Angua olisqueó el aire.

—Aquí ha habido un vampiro —dijo.

—Creo que deberíamos… —empezó a decir Zanahoria.

—¡Sabía que lo descubriríais! ¡Ojalá no hubiera comprado nunca esa maldita cosa! ¡Tengo un arma! ¡Os lo advierto, tengo una ballesta!

Ellos se giraron.

—Ah, señor Carry —dijo Zanahoria alegremente. Sacó su placa—. Capitán Zanahoria, Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork…

—¡Sé quiénes sois! ¡Sé quiénes sois! ¡Y también sé lo que sois! ¡Sabía que vendríais! ¡Tengo una ballesta y no me da miedo usarla! —La punta de su ballesta se movió de forma vacilante, demostrando que mentía.

—¿De veras? —dijo Angua—. ¿Y qué somos?

—¡Yo no quería tener nada que ver con esto! —dijo Carry—. Esa cosa mató a los ancianos, ¿verdad?

—Sí —dijo Zanahoria.

—¿Por qué? ¡Yo no le dije que lo hiciera!

—Creo que porque ayudaron a construirlo —dijo Zanahoria—. Sabía a quién echar la culpa.

—¡Los gólems me lo vendieron! —dijo Carry—. Yo creía que ayudaría a levantar el negocio, pero esa cosa del demonio no para nunca…

Levantó la vista hasta la línea de velas que giraba por encima de ellos, pero estaba otra vez vigilándolos antes de que Angua pudiera moverse.

—Trabaja duro, ¿verdad?

—¡Ja! —Pero Carry no tenía pinta de estar disfrutando de la broma. Tenía pinta de estar pasando por un tormento privado—. He dado vacaciones a todo el mundo menos a las chicas del departamento de empaquetado, ¡que ya están haciendo tres turnos y horas extras! Tengo a cuatro hombres ahí fuera buscando sebo, a dos negociando la compra de mecha y a tres intentando comprar más espacio de almacén.

—Pues haga que pare de hacer velas —dijo Zanahoria.

—¡Cuando se nos acaba el sebo sale a la calle! ¿Es que quieres que se dedique a deambular por ahí buscando algo que hacer? ¡Eh, vosotros dos quedaos juntos! —añadió Carry en tono apremiante, haciendo un gesto con la ballesta.

—Mire, lo único que tiene que hacer es cambiarle las palabras de la cabeza —dijo Zanahoria.

—¡No me deja! ¿Crees que no lo he intentado?

—No puede no dejarle —dijo Zanahoria—. Los gólems tienen que permitir…

—¡He dicho que no me deja!

—¿Qué hay de las velas envenenadas? —preguntó Zanahoria.

—¡No fue idea mía!

—¿De quién fue idea?

La ballesta de Carry se movió hacia un lado y hacia el otro. Se lamió los labios.

—Todo esto ha ido demasiado lejos —dijo—. Yo me largo.

—¿De quién fue idea, señor Carry?

—¡No pienso terminar tirado en un callejón con menos sangre que un plátano!

—Bueno, hombre, nosotros no le haríamos nada de eso —dijo Zanahoria.

El señor Carry estaba exportando terror. Angua olía cómo manaba de él a raudales. Era capaz de apretar el gatillo de puro pánico.

Y también había otro olor.

—¿Quién es el vampiro? —preguntó.

Por un momento le pareció que el hombre iba a disparar de verdad.

—Lleva usted ajo en el bolsillo —dijo Angua—. Y el lugar apesta a vampiro.

—Él dijo que podíamos poner al gólem a hacer lo que fuera —murmuró Carry.

—¿Como fabricar velas envenenadas? —dijo Zanahoria.

—Sí, pero dijo que simplemente dejaríamos fuera de combate a Vetinari —dijo Carry. Parecía tener un control muy precario sobre sus propias acciones—. Y el patricio no está muerto, porque me habría enterado —dijo—. No creo que hacerlo enfermar sea un crimen, así que no podéis…

—Las velas han matado a otras dos personas —dijo Zanahoria.

Carry volvió a ser presa del pánico.

—¿A quién?

—A una anciana y a un bebé en la calle Cockbill.

—¿Eran importantes? —dijo Carry.

Zanahoria asintió para sí mismo.

—Casi me estaba empezando a dar lástima, señor —dijo—. Justo hasta este momento. Tiene usted suerte, señor Carry.

—¿Ah, sí?

—Oh, sí. Lo hemos pillado antes que el comandante Vimes. Ahora baje usted la ballesta y podremos hablar de…

Hubo un ruido. O más bien el cese repentino de un ruido que había sido penetrante hasta tal punto que ya no se percibía conscientemente.

Acababa de detenerse el traqueteo de la línea. Hubo un coro de pequeños golpes cerosos mientras las velas colgantes se balanceaban y chocaban entre ellas, y por fin se hizo el silencio. La última vela se descolgó de la línea, cayó por una ladera del montón de la tolva y rebotó en el suelo.

Y en medio del silencio, un ruido de pasos.

Carry empezó a retroceder.

—¡Demasiado tarde! —gimió.

Tanto Zanahoria como Angua vieron cómo se movía su dedo.

Angua apartó a Zanahoria de en medio mientras la nuez liberaba la cuerda, pero él había anticipado el movimiento y su mano ya estaba extendiéndose hacia arriba y de lado. Ella oyó el escalofriante ruido de desgarro mientras la mano de Zanahoria giraba delante de la cara de ella, y su gruñido cuando la fuerza de la flecha le hizo dar toda la vuelta.

Zanahoria aterrizó pesadamente en el suelo, agarrándose la mano izquierda. El dardo de ballesta le sobresalía de la palma de la mano.

Angua se agachó.

—No parece una flecha dentada, déjame sacárt…

Zanahoria le agarró la muñeca.

—¡La punta es de plata! ¡No la toques!

Los dos levantaron la vista cuando una sombra cruzó la luz.

El rey gólem la estaba mirando.

Angua notó que se le empezaban a alargar los dientes y las uñas.

Entonces vio que la cara pequeña y redonda de Jovielle asomaba nerviosamente desde detrás de un montón de cajas. Angua luchó para contener sus instintos de mujer lobo, gritó: «¡Quédate donde estás!» a la enana y a todos los folículos capilares que se le estaban hinchando, y vaciló entre perseguir a Carry en su huida y arrastrar a Zanahoria a un lugar seguro.

Volvió a decirle a su cuerpo que no, ni hablar de adoptar forma de loba. Había demasiados olores extraños, demasiados fuegos…

El gólem tenía un brillo de sebo y de cera. Ella retrocedió.

Detrás del gólem vio que Jovielle miraba a Zanahoria, que estaba gimiendo de dolor, y que después miraba un hacha contra incendios que había en un gancho de la pared. La enana la descolgó y la sopesó vagamente con las manos.

—No intentes… —empezó a decir Angua.

– ¡T’dr’duzk b’hazg t’t!

—¡Oh, no! —gimió Zanahoria—. ¡Eso no!

Jovielle apareció a la carrera detrás del gólem y le dio un hachazo en la cintura. El hacha rebotó pero ella hizo una pirueta con el arma y le dio a la estatua en el muslo, arrancando un trozo de arcilla.

Angua vaciló. El hacha de Jovielle trazaba órbitas borrosas alrededor del gólem mientras su dueña seguía lanzando terribles gritos de guerra. Angua no podía entender ni una palabra, pero es que muchos gritos de los enanos no perdían el tiempo con palabras. Iban directos a las emociones en forma sónica. Con cada golpe que daba en su objetivo rebotaban esquirlas de arcilla en las cajas.

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