Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Lo siento, señor. —Detritus se animó enseguida—. Pero si pasa eso siempre podemos decir que eran culpables de algo, señor.

—No, eso… ¿Qué está haciendo ese pollo?

Un gallito de Bantam negro y pequeño apareció corriendo por la calle, pasó a toda velocidad por entre las patas del toro y se detuvo derrapando justo delante de Rogers. Una figura más pequeña desmontó de su espalda, saltó hacia arriba, se balanceó en el anillo que atravesaba la nariz del toro, se lanzó todavía más arriba, hasta colocarse en la masa de rizos que tenía el toro en la frente y por fin agarró firmemente un mechón rizado con cada mano diminuta.

—Parece Pequeño Loco Arthur el gnomo, señor —dijo Detritus—. Está… intentando noquear al toro a cabezazos…

Se oyó un ruido como el de un pájaro carpintero lento trabajando en un árbol particularmente difícil, intercalado con una letanía de improperios procedente de algún lugar entre los ojos del animal.

—Chúpate esa, pedazo de mole de bicho…

El toro se detuvo. Intentó girar la cabeza de manera que uno u otro de los Rogers pudiera ver qué demonios le estaba dando de martillazos en la frente, pero lo mismo le habría dado intentar mirarse dentro de las orejas.

Retrocedió con pasos vacilantes.

—Fred —susurró Vimes—. Salta de su espalda ahora que está ocupado.

Con una mirada de pánico, el sargento Colon pasó una pierna por encima del lomo enorme del toro y se deslizó hasta el suelo. Vimes lo agarró y lo metió a empujones en un portal. Luego lo volvió a sacar a empujones. Un portal era un espacio demasiado reducido para estar cerca de Fred Colon.

—¿Por qué estás todo cubierto de mierda, Fred?

—Bueno, señor, ¿sabe ese arroyo donde uno se puede mantener a flote sin paleta? Pues todo empezó allí y luego empeoró.

—Dioses del cielo. ¿Peor que eso?

—¿Permiso para ir a darme un baño, señor?

—No, pero podrías apartarte otro metro. ¿Qué le ha pasado a tu casco?

—La última vez que lo vi, lo llevaba una oveja, señor. ¡Señor, me han atado y me han encerrado en un sótano y me he liberado heroicamente, señor! ¡Y me ha perseguido un gólem de esos, señor!

—¿Dónde?

Colon había confiado en que no le preguntaran aquello.

—Ha sido en algún lugar de Degolladero —dijo—. Había niebla, así que yo…

Vimes agarró a Colon de las muñecas.

—¿Qué es esto?

—¡Me han atado con cordel, señor! Pero con gran riesgo para mi vida y mi salud yo he…

—Esto a mí no me parece cordel —dijo Vimes.

—¿No, señor?

—No, esto me parece… mecha de vela. Colon lo miró con incomprensión.

—¿Eso es una pista, señor? —preguntó, esperanzado.

Se oyó un ruido chapoteante al darle Vimes una palmada en la espalda.

—Bien hecho, Fred —dijo, limpiándose la mano en los pantalones—. Desde luego es una corroboración.

—¡Eso he pensado yo! —se apresuró a decir Colon—. Esto es una corrobolaración y tengo que llevárselo al comandante Vimes lo antes posible sin importar el que…

—¿Por qué está ese gnomo dándole cabezazos al toro, Fred?

—Es Pequeño Loco Arthur, señor. Le debemos un dólar. Me ha… ayudado un poco, señor.

Rogers el toro estaba de rodillas, aturdido y perplejo. No es que Pequeño Loco Arthur fuera capaz de asestarle un golpe letal, sino simplemente que no paraba de darle. Al cabo de un rato el ruido y los golpes sacaban a la gente de sus casillas.

—¿Lo ayudamos? —preguntó Vimes.

—Parece que él solo ya va tirando, señor —dijo Colon.

Pequeño Loco Arthur levantó la vista y sonrió.

—Un dólar, ¿eh? ¡Y nada de hacerse el longuis o iré a por vosotros! ¡Uno de estos cabrones pisó una vez a mi abuelo!

—¿Y le hizo daño?

—¡Le retorció un cuerno hasta arrancárselo!

Vimes cogió con firmeza al sargento Colon del brazo.

—¡Vamos, Fred, que aquí se va a armar un marrón!

—¡Cierto, señor! ¡Un marrón blando y pegajoso!

—¡Oye, tú! ¡El de ahí! Eres de la Guardia, ¿verdad? ¡Ven para aquí!

Vimes se giró. Un hombre apareció abriéndose paso entre la multitud.

En conjunto, reflexionó Colon, era posible que el peor momento de su vida todavía no hubiera llegado. Vimes solía reaccionar de forma explosiva a expresiones como «¡oye, tú!, ¡el de ahí!» cuando se pronunciaban con cierto retintín parecido a un relincho.

El hombre que acababa de hablar tenía aspecto aristocrático y el aire enfadado de quien no está acostumbrado a los rigores de la vida y acaba de descubrir uno de ellos sucediéndole.

Vimes hizo un saludo marcial de libro.

—¡Síseñor! ¡Soy de la Guardia, señor!

—Bueno, pues ven conmigo y arresta a esa cosa. Está trastornando a los trabajadores.

—¿A qué cosa, señor?

—¡A un gólem, hombre! ¡Ha entrado en la fábrica tan ancho y ha empezado a pintarrajear las malditas paredes!

—¿Qué fábrica, señor?

—Tú ven conmigo, hombre. Resulta que soy muy buen amigo de tu comandante y no puedo decir que me guste tu actitud.

—Lo siento mucho, señor —dijo Vimes, con una jovialidad que el sargento Colon había aprendido a temer.

Al otro lado de la calle había una fábrica de aspecto anodino. El hombre entró con pasos decididos.

—Esto… ha dicho «gólem», señor —murmuró Colon.

Vimes conocía a Fred Colon desde hacía mucho tiempo.

—Sí, Fred, o sea que es de importancia vital que te quedes montando guardia aquí fuera —dijo.

El alivio empezó a emanar de Colon como si fuera vapor.

—¡Muy bien, señor! —dijo.

La fábrica estaba llena de máquinas de coser. Frente a ellas había gente sentada dócilmente. Era la clase de método que los gremios odiaban, pero como el Gremio de Costureras no se tomaba demasiado interés por la costura no había nadie ante quien protestar. Unas cintas transportadoras iban de cada una de las máquinas hasta las poleas que había en un largo huso situado cerca del techo, que a su vez era accionado por… —la mirada de Vimes recorrió el taller de un lado a otro-… un molino, ahora detenido y al parecer roto. Al lado del mismo había dos gólems de pie, con aspecto perdido y desamparado.

Muy cerca del molino había un agujero en la pared y, por encima de este, alguien había escrito con pintura roja:

¡TRABAJADORES! ¡NO HAY MÁS DUEÑOS QUE VOSOTROS!

Vimes sonrió.

—¡Ha entrado rompiendo la pared, ha roto el molino, ha sacado a mis gólems, ha pintado ese estúpido mensaje en la pared y ha vuelto a salir en estampida! —dijo el hombre, que ahora estaba detrás de él.

—Hum, sí, ya veo. Mucha gente usa bueyes en sus molinos —dijo Vimes con gentileza.

—¿Y eso qué tiene que ver? En todo caso, el ganado no puede trabajar las veinticuatro horas del día.

La mirada de Vimes recorrió las hileras de trabajadores. Sus caras tenían aquella mirada afligida estilo calle Cockbill que uno adquiría cuando además de la maldición de la pobreza sufría la del orgullo.

—No, claro —dijo—. La mayoría de los talleres textiles están en la Colina de la Siesta, pero aquí los salarios son más bajos, ¿verdad?

—¡La gente se alegra mucho de tener este trabajo!

—Sí —dijo Vimes, mirando otra vez las caras—. Se alegran. —Al fondo del todo de la fábrica, vio que los gólems estaban intentando reconstruir su molino.

—Ahora escúchame, lo que quiero que hagas es… —empezó a decir el dueño de la fábrica.

La mano de Vimes lo agarró del cuello de la camisa y tiró de él hasta ponerle la cara a centímetros escasos de la suya.

—No, escúcheme usted a mí —dijo Vimes entre dientes—. Me paso el día tratando con maleantes y ladrones y matones y eso no me preocupa en absoluto, pero después de dos minutos con usted necesito un baño. Y si encuentro a ese maldito gólem le estrecharé la maldita mano, ¿me oye?

Para sorpresa de la parte de Vimes que no estaba bullendo de cólera, el hombre consiguió reunir el valor para decir:

—¡Cómo se atreve! ¡Se supone que es usted la ley!

El dedo furioso de Vimes subió casi hasta la nariz del hombre.

—¿Por dónde quiere que empiece? —gritó. Miró a los dos gólems—. Y vosotros, ¿por qué estáis reparando el molino, payasos? —gritó—. Por los dioses, ¿es que sois idiotas de nac… es que sois idiotas?

Salió del edificio hecho una furia. El sargento Colon dejó de intentar frotarse la porquería que lo cubría y echó a correr detrás de él.

—He oído a la gente decir que han visto salir a un gólem por la otra puerta, señor —dijo—. Era un rojo. Ya sabe, de arcilla roja. Pero el que me persiguió a mí era blanco, señor. ¿Estás enfadado, Sam?

—¿Quién es el dueño de esa fábrica?

—Es el señor Catterail, señor. Ya sabe, el que siempre le escribe cartas quejándose de que en la Guardia hay demasiados miembros de lo que llama «razas inferiores». Ya sabe… trolls y enanos…

El sargento tuvo que trotar para seguirle el paso.

—Consigue algunos zombis —dijo Vimes.

—Pero si usted siempre ha odiado a muerte a los zombis, perdón por el chiste —dijo el sargento Colon.

—Pero hay aspirantes, ¿verdad?

—Oh, síseñor. Un par de buenos chicos, señor, y si no fuera por la piel gris que les cuelga uno juraría que no llevan ni cinco minutos enterrados, señor.

—Tómales juramento mañana.

—Sí, señor. Buena idea. Y por supuesto, nos ahorramos un pellizco al no tener que incluirlos en el plan de pensiones.

—Pueden patrullar por la calle Reyes. Después de todo, son humanos.

—Sí, señor. —Cuando Sam estaba de aquel humor, pensó Colon, había que estar de acuerdo con él en todo—. Le estamos cogiendo el tranquillo a esto de la discriminación positiva, ¿eh, señor?

—¡Ahora mismo le tomaría juramento hasta a una gorgona!

—Siempre está el señor Bleakley, señor, que se está hartando de trabajar en la carnicería kosher y…

—Pero nada de vampiros. Ni un solo vampiro nunca. Ahora vamos para allá, Fred.

* * *

Nobby Nobbs se lo tendría que haber imaginado. Eso se iba diciendo a sí mismo mientras se escabullía por las calles. Todo aquel rollo de los reyes y demás… Lo que querían que él hiciese…

Era una idea terrible…

Era presentarse voluntario.

Nobby se había pasado la vida entera llevando alguna clase de uniforme. Y una de las lecciones básicas que había aprendido era que los hombres de cara roja y voces pastosas nunca jamás les conseguían chollos a la gente como Nobby. Pedían voluntarios para hacer algo «grande y limpio» y uno terminaba de rodillas fregando un maldito puente levadizo enorme. Decían: «¿Hay alguien por aquí a quien le guste la buena comida?», y te pasabas la semana entera pelando patatas. Jamás había que prestarse voluntario. Ni aunque viniera un sargento y te dijera: «Necesitamos a alguien que beba alcohol, botellas de, y que haga el amor, con pasión, a mujeres, al servicio de». Siempre había truco. Si un coro de ángeles pidiera que dieran un paso adelante quienes quisieran ir voluntarios al paraíso, Nobby era lo bastante listo como para saber que tenía que dar un paso atrás.

Cuando al cabo Nobbs le llegara la llamada, no lo encontraría poco preparado. No lo encontraría en absoluto.

Nobby eludió a un rebaño de cerdos que iba por el medio de la calle.

Ni siquiera el señor Vimes esperaba de él que se presentara voluntario. Respetaba el orgullo de Nobby.

A Nobby le dolía la cabeza. Debían de haber sido los huevos de codorniz, estaba seguro. Unos pájaros que pusieran unos huevos así de enanos no podían estar sanos del todo.

Pasó con sigilo al lado de una vaca que tenía la cabeza atascada en la ventana de alguien.

¿Nobby de rey? Oh, sí. A Nobby nadie le regalaba nada más que tal vez una enfermedad de la piel o sesenta azotes. El mundo era una selva para los Nobbs, estaba claro. Si hubiera una competición mundial de perdedores, cualquier Nobbs quedaría prime… último.

Dejó de correr y tocó tierra en un portal. Al abrigo de sus hospitalarias sombras se sacó una colilla muy corta de cigarrillo de detrás de la oreja y la encendió.

Ahora que se sentía lo bastante a salvo como para pensar en algo que no fuera huir, se preguntó por todos esos animales que estaban por las calles. A diferencia del árbol genealógico que había dado como fruto a Fred Colon, la enredadera retorcida de los Nobbs solamente había florecido intramuros de la ciudad. Nobby tenía una noción vaga de que los animales eran comida en alguna fase primaria y con eso ya le bastaba. Pero estaba bastante seguro de que no deberían estar deambulando descuidadamente como en aquellos momentos.

Había cuadrillas de hombres que intentaban rodear a los animales. Pero como estaban cansados y trabajando en varias cosas a la vez, y como los animales estaban hambrientos y confusos, lo único que pasaba era que las calles se estaban enfangando mucho más.

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