Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Me ha venido de repente, señor —dijo Detritus—. He pensado: ¿qué hijoputa que vende tocho a niños merece que lo claven a una pared por las orejas, señor? Y… bingo. Esa idea se ha formado en mi cabeza, así.

—Eso me parecía a mí.

Jovial Culopequeño paseó la mirada de una cara impasible a otra. Los dos guardias no dejaban de mirarse a los ojos, pero sus palabras parecían venir de cierta distancia, como si ambos estuvieran leyendo un guión invisible.

Luego Detritus negó lentamente con la cabeza.

—Ha tenido que ser un impostor, señor. Es fácil encontrar cascos como los nuestros. Ningún troll de los míos haría algo así. Sería brutalidad policial, señor.

—Me alegra oírlo. Solamente de cara a la galería, sin embargo, quiero que registre las taquillas de los trolls. La Liga Anti-Difamación del Silicio anda detrás de este asunto.

—Sí, señor. Y si me entero de que ha sido uno de mis trolls caeré encima de él como una tonelada de cosas rectangulares para construir, señor.

—Bien. Bueno, puede marcharse, Culopequeño. Detritus se hará cargo de usted.

Culopequeño vaciló. Aquello era imposible. El tipo no había mencionado ni hachas ni oro. Ni siquiera había dicho cosas del tipo: «Puedes llegar muy alto en la Guardia». Culopequeño sentía realmente extrañeza.

—Esto… le he mencionado mi nombre, ¿verdad, señor?

—Sí. Lo tengo aquí escrito —dijo Vimes—. Jovial Culopequeño. ¿Sí?

—Esto… sí. Eso es. Bueno, gracias, señor.

Vimes se quedó escuchando cómo se alejaban por el pasillo. Luego cerró la puerta con cuidado y se tapó la cabeza con el abrigo para que nadie le oyera reír.

—¡Jovial Culopequeño!

* * *

Jovial salió corriendo detrás del troll llamado Detritus. La Casa de la Guardia se estaba empezando a llenar. Y estaba claro que la Guardia trataba con toda clase de cosas, y que muchas de ellas estaban relacionadas con gritar.

Había dos trolls con uniforme delante del escritorio del sargento Colon, con un troll ligeramente más pequeño entre ellos. Este último lucía una expresión abatida. También lucía un tutu y un par de alitas de gasa pegadas a la espalda.

—… casualidad de que sé que los trolls no tienen ninguna tradición del Hada de los Dientes —estaba diciendo Colon—. Sobre todo ninguna que se llame —bajó la vista— «Cangapanilia». Así pues, ¿qué tal si lo dejamos en allanamiento de morada sin licencia del Gremio de Ladrones?

—No dejar que los trolls tengamos Hada de los Dientes es un prejuicio racista —murmuró Cangapanilla.

Uno de los guardias trolls volcó el contenido de un saco sobre la mesa. Diversos artículos de plata cayeron en cascada sobre los papeles.

—Y esto es lo que ibas encontrando debajo de sus almohadas, ¿no? —dijo Colon.

—Ay, pequeñines míos —dijo Cangapanilla.

En la siguiente mesa, un enano fatigado estaba discutiendo con un vampiro.

—Mire —le dijo—, no es asesinato. Usted ya está muerto, ¿verdad?

—¡Pero me los ha clavado!

—Bueno, acabo de bajar a hablar con el encargado y me ha dicho que ha sido un accidente. Dice que no tiene nada en absoluto en contra de los vampiros. Que simplemente estaba cargando con tres cajas de lápices HB con goma de borrar y se tropezó con el borde de la capa de usted.

—¡No sé por qué no puedo trabajar donde me dé la gana!

—Sí, pero… ¿en una fábrica de lápices?

Detritus bajó la vista hacia Culopequeño y sonrió.

—Bienvenido a la vida en la gran ciudad, Culopequeño —dijo—. Tienes un apellido interesante.

—¿Ah, sí?

—La mayoría de los enanos tienen apellidos como Levanta-rrocas o Fuerteenelbrazo.

Detritus no tenía buen ojo para los matices en las relaciones, pero por fin captó el tono incisivo de la voz de Culopequeño.

—Pero es buen apellido —dijo.

—¿Qué es el tocho? —preguntó Jovial.

—Es cloruro de amonio mezclado con radio. Te da un cosquilleo en la cabeza pero funde el cerebro troll. Es un gran problema en las montañas y algunos cabrones lo están fabricando aquí en la ciudad y estamos intentando descubrir cómo llega allí. El señor Vimes me está dejando dirigir una —Detritus se concentró— cam-pa-ña de con-cien-cia-ción pú-bli-ca para decirle a la gente lo que les pasa a los cabrones que se lo venden a niños… —Hizo un gesto con la mano en dirección a un póster enorme y más bien tosco que había en la pared. Decía:

Tocho: Simplemente di
«AarrghaarrghporfavornononononoUGH».

Abrió una puerta.

—Este es el viejo retrete que ya no usamos nunca, lo puedes usar tú para mezclar cosas, es el único sitio que tenemos ahora mismo, lo tienes que limpiar primero porque aquí huele como a váter.

Abrió otra puerta.

—Y este el vestuario —dijo—. Te toca una percha para ti solo y tal, y hay estos paneles para cambiarse detrás porque sabemos que los enanos sois modestos. Aquí se vive bien si no te ablandas. El señor Vimes es buen tío pero tiene sus cosas raras, no para de decir cosas como que esta ciudad es un crisol y toda la escoria flota hacia la parte de arriba y cosas así. Te daré tu casco y tu placa en un minuto, pero primero —abrió una taquilla más bien grande que había al otro lado de la sala y en la que había pintada la palabra «DTRiTUS»— tengo que ir a esconder este martillo.

* * *

Dos figuras salieron corriendo de la Panadería de Enanos Cortezadehierro («No Hay Pan Más Afilado»), se abalanzaron sobre el carruaje y le gritaron al cochero que arrancara a toda prisa.

El cochero volvió una cara pálida hacia ellos y señaló la calle que tenían delante.

Allí había un lobo.

No un lobo común y corriente. Tenía el pelaje rubio y lo bastante largo alrededor de las orejas como para ser una melena. Y por lo general los lobos no se sentaban tranquilamente sobre las patas traseras en medio de la calle.

Este lobo estaba gruñendo. Un gruñido muy, muy largo. Era el equivalente auditivo de una mecha consumiéndose.

El caballo estaba paralizado, demasiado asustado para quedarse donde estaba pero demasiado más aterrado para moverse.

Uno de los hombres extendió con cautela un brazo para coger una ballesta. El gruñido se intensificó un poco. El hombre apartó la mano todavía con más cautela. El gruñido empezó a remitir.

—¿Qué es?

—¡Es un lobo!

—¿En una ciudad? ¿Y qué come?

—Oh, ¿por qué has tenido que preguntar eso?

—¡Buenos días, caballeros! —dijo Zanahoria, despegando la espalda de la pared—. Parece que la niebla se está levantando otra vez. ¿Licencias del Gremio de Ladrones, por favor?

Ellos se volvieron. Zanahoria les dedicó una sonrisa jovial y asintió alentadoramente.

Uno de los hombres se dio varias palmadas en el abrigo a modo de exhibición teatral de despiste.

—Ah. Bueno. Esto… Esta mañana he salido de casa con un poco de prisa, me la debo haber dejado…

—La Sección Dos, Norma Uno de los Estatutos del Gremio de Ladrones dice que los miembros tienen que llevar sus carnets en todas sus incursiones profesionales —dijo Zanahoria.

—¡Ni siquiera ha desenvainado la espada! —dijo entre dientes el más estúpido de la banda de tres.

—No le hace falta. Tiene un lobo cargado.

* * *

Alguien estaba escribiendo a oscuras y el rasgueo de la pluma era el único ruido que se oía.

Hasta que se abrió una puerta con un chirrido. El que escribía se giró tan deprisa como un pájaro.

—¿Tú? ¡Te dije que no volvieras nunca aquí!

—¡Lo sé, lo sé, pero es esa cosa de las narices! ¡La línea de producción se detuvo y la cosa salió y mató a ese sacerdote!

—¿Lo vio alguien?

—¿Con la niebla que había anoche? No lo creo. Pero…

—Entonces no es, a-já, nada que deba importarnos.

—¿No? Se supone que no pueden matar a gente. Bueno, por lo menos —tuvo que admitir el que hablaba— no aplastándoles la cabeza.

—Lo harán si así se les ordena.

—¡Yo nunca se lo ordené! En todo caso, ¿y si se vuelve contra mí?

—¿Contra su amo? No puede desobedecer las palabras de su cabeza, hombre.

El visitante se sentó y negó con la cabeza.

—Sí, pero ¿qué palabras? No sé, no sé, esto está pasando de la raya, esa maldita cosa merodeando todo el tiempo…

—Generando unos beneficios enormes para ti…

—Muy bien, muy bien, pero este otro asunto, el veneno, yo nunca…

—¡Cállate! Te vuelvo a ver esta noche. Puedes decirles a los demás que ciertamente tengo un candidato. Y como te atrevas a volver aquí…

* * *

El Real Colegio de Heraldos de Ankh-Morpork resultó ser una puerta verde en un muro de la calle Mollymog. Vimes tiró del cordel de la campanilla. Algo hizo un ruido metálico al otro lado del muro y de inmediato el lugar estalló en una cacofonía de ululatos, gruñidos, silbidos y bramidos. Una voz gritó:

—¡Abajo, chico! ¡Mornado! ¡He dicho mornado! ¡No! ¡Rampante «o! Y os daré un terrón de azúcar como al niño bueno que sois. ¡William! ¡Parad de hacer eso! ¡Dejadlo en el suelo! ¡Mildred, soltad a Graham!

Los ruidos de animales remitieron un poco y unos pasos se acercaron. Una escotilla de mimbre que había en la puerta se abrió un poco.

Vimes vio un segmento de dos centímetros de anchura de un hombre muy bajito.

—¿Sí? ¿Sois vos el hombre de la carne?

—Comandante Vimes —dijo Vimes—. Tengo una cita.

Los ruidos de animales volvieron a empezar.

—¿Eh?

—¡¡Comandante Vimes!! —gritó Vimes.

—Oh, supongo que será mejor que entréis.

La puerta se abrió. Vimes cruzó el umbral.

Se hizo el silencio. Varias docenas de pares de ojos contemplaron a Vimes con intenso recelo. Algunos de los ojos eran pequeños y rojos. Otros eran grandes y asomaban apenas sobre la superficie del estanque inmundo que ocupaba bastante espacio en el patio. Otros estaban en perchas.

El patio estaba lleno de animales, pero hasta ellos se veían desplazados por el olor a patio lleno de animales. Y la mayoría de ellos eran obviamente muy viejos, lo cual no ayudaba a mejorar el olor.

Un león sin dientes bostezó en dirección a Vimes. Un león corriendo, o por lo menos paseando suelto, era algo que resultaba asombroso en sí mismo, pero no tan asombroso como el hecho de que estaba siendo usado como cojín por un grifo anciano, que dormía con las cuatro garras en el aire.

Había erizos y un leopardo canoso y pelícanos pelones. Hubo una ola de agua verdosa en el estanque y un par de hipopótamos salieron a la superficie y bostezaron. No había nada que estuviera enjaulado y nada que intentara comerse al resto.

—Ah, así es como se queda siempre la gente en su primera vez —dijo el anciano. Tenía una pata de palo—. Somos una familia muy feliz.

Vimes se giró y se sorprendió a sí mismo mirando a un buho de pequeño tamaño.

—Por los dioses —dijo—. Es un morpork, ¿verdad?

La cara del anciano dibujó una sonrisa encantada.

—Ah, puedo ver que entendéis de heráldica —rió—. Los antepasados de Dafne vinieron de unas islas situadas al otro lado del Eje, al parecer.

Vimes sacó su placa de la Guardia de la Ciudad y se quedó mirando el escudo de armas que había grabado.

El anciano miró por encima de su hombro.

—No es ella, por supuesto —dijo, indicando el buho que había posado sobre el ankh—. Era su bisabuela, Olive. Un morpork sobre un ankh, ¿lo ve? Se trata de un retruécano o juego de palabras. ¿No os reís? Yo estuve a punto. Pues es el tipo de humor que tenemos por aquí. No nos iría mal un macho para aparearlo con ella, esa es la verdad. Ni un hipopótamo hembra. O sea, su señoría dice que ya tenemos dos hipopótamos, lo cual es cierto, yo solamente digo que no es natural para Roderick y Keith, no lo estoy juzgando, simplemente digo que no está bien. ¿Cómo decíais que os llamabais?

—Vimes. Sir Samuel Vimes. Es mi mujer quien ha hecho la cita.

El anciano soltó otra risita.

—Ah, es lo más normal.

Moviéndose bastante deprisa a pesar de su pata de palo, el anciano lo guió por entre los montículos humeantes de bostas multiespecie hasta el edificio que había al otro lado del patio.

—Supongo que deben de ir bien para las plantas —dijo, intentando entablar conversación.

—Lo probé con mi ruibarbo —dijo el anciano, abriendo la puerta—. Pero creció hasta los seis metros y medio, señor, y luego se incendió espontáneamente. Cuidado con donde haya estado la serpiente alada, señor, ha estado enferma. Oh, qué lástima. No os preocupéis, cuando se seca se puede quitar sin problema. Tirad vos para adentro, señor.

El vestíbulo del interior estaba tan oscuro y silencioso como el patio había estado lleno de luz y ruido. Se notaba ese olor seco, como de tumba, de los libros viejos y las torres de iglesia. Por encima de él, cuando se le acostumbró la vista a la oscuridad, Vimes distinguió banderas y estandartes colgados. Había unas pocas ventanas, pero las telarañas y las moscas muertas significaban que la luz que dejaban entrar nunca pasaba del gris.

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