Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—¿Impactar en posaderas, señor? —se apresuró a decir Zanahoria.

—Muy cerca —dijo Vimes, dando una calada larga y expulsando un anillo de humo—, pero no hay premio.

* * *

La visión del mundo del sargento Colon estaba ciertamente cambiando. Justo cuando algo estaba a punto de fijarse con firmeza en su mente como el peor momento de su vida entera, era reemplazado a toda prisa por algo peor.

En primer lugar, el tubo de desagüe al que estaba agarrado golpeó la pared del edificio de enfrente. En un mundo bien organizado podría haber aterrizado en una salida de incendios, pero en Ankh-Morpork no se conocían las salidas de incendios y las llamas generalmente tenían que salir por los tejados.

Con la tubería así apoyada en la pared, se vio a sí mismo deslizándose hacia abajo por la diagonal. Incluso aquello podría haber sido un desarrollo feliz de los acontecimientos de no ser por el hecho de que Colon era un hombre grueso y, a medida que su peso se deslizaba hacia la parte media de una tubería sin soportes, esta se combó, y el hierro forjado solamente puede doblarse hasta cierto punto antes de partirse, cosa que hizo en aquel instante.

Colon cayó al vacío y aterrizó sobre algo blando —o por lo menos más blando que la calle— y aquel algo dijo «¡mur-r-r-r-r-m!». Colon rebotó y aterrizó sobre algo más bajo y más blando que dijo: «¡baaaaarp!», y desde aquello bajó rodando a algo más bajo todavía y en apariencia hecho de plumas, que se volvió loco. Y le picoteó.

La calle estaba llena de animales que daban vueltas, indecisos. Cuando los animales se encuentran en estado de indecisión se ponen nerviosos, y la calle ya estaba, por así decirlo, pavimentada de ansiedad. El único beneficio para el sargento Colon era que aquello la hacía un poco más blanda de lo que habría sido de otra forma.

Los cascos le pisaban las manos. Los enormes hocicos babeantes le estornudaban encima.

Hasta aquel momento el sargento Colon no había tenido mucha experiencia con los animales, salvo en tamaño de ración. De niño había tenido un cerdito rosa de peluche que se llamaba señor Temible, y había llegado al capítulo seis de Cría de animales. El libro venía con grabados. No había mención alguna a los alientos pestilentes ni a las patas enormes que lo apisonaban todo y tenían el tamaño de platos soperos al final de un palo. Las vacas, según el libro del sargento Colon, tenían que decir «mú». Aquello lo sabían todos los niños. No deberían hacer «¡mur-r-r-r-rm!» como una especie de monstruos de las profundidades y rociarte de saliva.

Intentó ponerse de pie, resbaló sobre algún momento de crisis de una vaca y quedó sentado sobre una oveja. Que hizo: «¡blaaart!». ¿Qué clase de ruido era ese para una oveja?

Se volvió a levantar y trató de llegar hasta la acera.

—¡Sooo! ¡Salid de en medio, ovejas del demonio! ¡Venga! Un ganso le bufó y estiró lo que a todas luces era demasiado cuello.

Colon huyó hacia atrás y se detuvo cuando algo le golpeó en la espalda. Era un cerdo.

No era el señor Temible. Aquel no era el cerdito que se fue al mercado, ni tampoco el cerdito que se quedó en casa. Costaría un poco imaginar qué clase de pies tendría cerditos como aquel, pero sería probablemente uno de esos pies que también tienen pelo y callos y uñas como castañas.

Aquel cerdito era del tamaño de un pony. Aquel cerdito tenía colmillos. Y no era de color rosa. Era de un color negro azulado y estaba cubierto de pelos afilados como púas, aunque sí que tenía —«seamos justos», pensó Colon— ojillos rojos de cerdito.

Aquel pequeño cerdito tenía el aspecto del pequeño cerdito que mató a los perros de caza, destripó al caballo y se comió al cazador de jabalíes.

Colon se dio la vuelta y se encontró cara a cara con un toro que parecía un cubo de carne de vacuno con patas. El toro giró su enorme cabeza de lado a lado para que ambos ojos pudieran echar un vistazo al sargento, pero estaba claro que a ninguno de los dos le gustó mucho lo que vio.

Bajó la cabeza. No tenía sitio para embestir, pero desde luego sí podía empujar.

Mientras los animales se agolpaban a su alrededor, Colon tomó la única vía posible de escape.

* * *

Había hombres desplomados por todo el callejón.

—Hola, hola, hola, ¿pero qué ha pasado aquí? —dijo Zanahoria.

Un hombre que se estaba sujetando el brazo y gimiendo levantó la vista hacia él.

—¡Hemos sido salvajemente atacados!

—No tenemos tiempo para esto —dijo Vimes.

—Puede que sí —dijo Angua. Le dio unos golpecitos en el hombro y señaló la pared de delante, en la que alguien había escrito en una caligrafía familiar:

SIN DUEÑO…

Zanahoria se agachó y habló con la víctima.

—¿Le ha atacado un gólem, verdad?

—¡Eso es! ¡Menudo cabrón salvaje! ¡Ha salido de la niebla como si nada y ha ido a por nosotros, ya sabe cómo son!

Zanahoria le dedicó una sonrisa jovial. Luego su mirada recorrió el cuerpo del hombre hasta el enorme martillo que estaba tirado en el cieno, y se desplazó de allí al resto de herramientas que había desperdigadas por el escenario de la pelea. Varias de ellas tenían los mangos rotos. Había una larga palanca que estaba doblada hasta casi formar un círculo.

—Es una suerte que fueran todos tan bien armados —dijo.

—Se ha vuelto contra nosotros —dijo el hombre. Intentó chasquear los dedos—. Así sin más… ¡aaargh!

—Parece que se ha hecho usted daño en los dedos…

—¡Pues sí!

—Pero no entiendo cómo puede haberse vuelto contra ustedes y al mismo tiempo haber salido de la niebla como si nada.

—¡Todo el mundo sabe que no tienen permitido defenderse!

—«Defenderse» —repitió Zanahoria.

—No está bien que vayan sueltos por la calle —murmuró el hombre, apartando la mirada.

Les llegó el sonido de unos pasos que se acercaban a la carrera y un par de hombres con delantales manchados de sangre aparecieron tras ellos.

—¡Se ha ido por ahí! —gritó uno—. ¡Todavía lo pueden coger si se dan prisa!

—¡Vamos, no se queden encantados! ¿Para qué pagamos nuestros impuestos? —dijo el otro.

—Ha ido por los corrales y ha soltado a todo el ganado. ¡A todo! ¡No se puede mover uno por la Colina de la Pocilga!

—¿Un gólem ha soltado al ganado? —dijo Vimes—. ¿Para qué?

—¿Cómo lo voy a saber? ¡Ha sacado a la cabrajudas del matadero de Calcetín y ahora la mitad de esos malditos bichos la están siguiendo por ahí! Y luego ha ido y ha metido al viejo Fosdyke en su máquina de hacer salchichas…

—¿Qué?

—Oh, no le ha dado a la manivela. ¡Pero le ha llenado la boca de perejil, le ha metido una cebolla en los pantalones, lo ha rebozado de harina de avena y lo ha tirado en la tolva!

A Angua empezaron a temblarle los hombros. Hasta Vimes sonrió.

—Y luego ha ido al mercado de aves, ha agarrado al señor Terwillie y… —el hombre se detuvo, consciente de que había una dama presente, aunque estuviera soltando bufidos e intentando contener la risa, y continuó en un murmullo-… ha hecho uso de algo de salvia y cebolla. Ya saben a qué me refiero…

—¿Quiere decir que…? —empezó a decir Vimes.

—¡Sí!

Su compañero asintió.

—No creo que el pobre Terwillie pueda volver a mirar a la cara a la salvia ni a la cebolla.

—Da la impresión de que sería lo último que hiciera —dijo Vimes.

Angua tuvo que darse la vuelta.

—Cuéntale lo que ha pasado en el matadero de cerdos —dijo el compañero del hombre.

—No creo que haga falta —dijo Vimes—. Ya veo la mecánica general.

—¡Eso es! ¡Y el pobrecillo Sid no es más que un aprendiz y no se merece lo que le ha hecho!

—Oh, cielos —dijo Zanahoria—. Esto… creo que tengo un ungüento que le podría venir bi…

—¿Servirá con la manzana? —preguntó el hombre.

—¿Le ha metido una manzana en la boca?

—¡Pues no!

Vimes hizo una mueca.

—Au…

—¿Qué se va a hacer al respecto, eh? —dijo el carnicero, con la cara a pocos centímetros de la de Vimes.

—Bueno, si se pudiera agarrar el tallo…

—¡Hablo en serio! ¿Qué van a hacer ustedes? ¡Yo pago mis impuestos y conozco mis derechos!

Dio unos golpecitos a Vimes con el dedo en la coraza. La expresión de Vimes se convirtió en una máscara de madera. Bajó la mirada hacia el dedo y luego volvió a subirla hasta la nariz grande y roja del hombre.

—En ese caso —dijo Vimes— le sugiero que coja otra manzana y…

—Ejem, disculpe —dijo Zanahoria alzando la voz—. Usted es el señor Maxilotte, ¿verdad? ¿El que tiene una tienda en la calle Degolladero?

—Pues sí. ¿Qué pasa?

—Es solamente que no recuerdo haber visto su nombre en el registro de contribuyentes, lo cual es muy raro porque usted ha dicho que sí que es un contribuyente, pero por supuesto no nos mentiría sobre algo así, y en cualquier caso, cuando pagó sus impuestos debieron de darle un recibo porque así lo dice la ley, y estoy seguro de que podría usted encontrarlo si lo buscara…

El carnicero bajó el dedo.

—Esto, sí…

—Yo podría venir a ayudarle si quiere —dijo Zanahoria. El carnicero miró a Vimes con cara desesperada.

—El se lee esas cosas, de verdad —dijo Vimes—. Por placer. Zanahoria, ¿por qué no se…? Por los dioses, ¿qué demonios es eso?

Se oyó un berrido calle arriba.

Algo enorme y sucio de barro se estaba acercando con una especie de trote amenazador. En la penumbra daba la vaga impresión de ser un centauro muy gordo, medio hombre y medio… de hecho, tal como notó Vimes cuando la cosa estuvo más cerca, era medio Colon y medio toro.

El sargento Colon había perdido su casco y su aspecto general sugería que había estado cerca de la Madre Naturaleza.

Mientras el toro enorme pasaba al medio galope, el sargento puso en blanco sus ojos frenéticos y dijo:

—¡No me atrevo a bajarme! ¡No me atrevo a bajarme!

—¿Y cómo te subiste? —gritó Vimes.

—¡No ha sido fácil, señor! ¡Lo agarré por los cuernos, señor, y un momento después ya estaba en su espalda!

—¡Bueno, aguanta!

—¡Sí, señor! ¡Aguantando, señor!

* * *

Rogers los toros estaban furiosos y perplejos, lo cual viene a ser el estado de ánimo básico de los toros adultos[16].

Pero tenían una razón particular para ello. El ganado vacuno tiene una religión. Son animales profundamente espirituales. Creen que el ganado bueno y obediente va a un lugar mejor cuando muere, después de atravesar una puerta mágica. No saben qué pasa después, pero han oído decir que hay de por medio comida realmente buena y, por alguna razón, pimienta.

Los Rogers tenían bastantes ganas de comprobarlo. Ultimamente estaban un poquillo cascados, y las vacas parecían correr más deprisa que cuando ellos eran chavales. Ya casi podían notar el sabor de aquella pimienta celestial…

Y sin embargo los habían metido en un corral abarrotado durante un día entero y luego alguien había abierto el portón y los animales se habían desperdigado por todas partes y aquello no parecía en absoluto la Especia prometida.

Y tenían a alguien montado encima. Habían intentado sacudírselo varias veces. En los años mozos de los Rogers, aquel hombre insolente ya no sería más que unas pocas manchas rojas y fibrosas en el suelo, pero ahora los toros artríticos habían terminado por renunciar hasta que encontraran un árbol a mano contra el que restregarse para que se les despegara.

Solamente querían que el muy desgraciado dejara de gritar.

* * *

Vimes dio unos cuantos pasos detrás del toro y luego se dio la vuelta.

—Zanahoria, Angua: id los dos a la fábrica de sebo de Carry. Mantenedla vigilada hasta que lleguemos, ¿entendido? Espiad el lugar pero no entréis, ¿vale? ¿De acuerdo? No entréis bajo ninguna circunstancia. ¿Hablo con claridad? Simplemente permaneced en la zona, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —dijo Zanahoria.

—Detritus, saquemos a Fred de encima de ese bicho.

La multitud se iba disgregando por delante del toro. Una tonelada de toro con pedigrí nunca experimenta congestiones de tráfico, por lo menos no de forma prolongada.

—¿Puedes saltar, Fred? —gritó Vimes, mientras corría detrás.

—¡Preferiría no intentarlo, señor!

—Bueno, ¿puedes dirigirlo?

—¿Cómo, señor?

—¡Coge al toro por los cuernos, hombre!

Colon extendió los brazos sin mucho aplomo y cogió un cuerno con cada mano. Rogers los toros giró la cabeza y estuvo a punto de sacudírselo de encima.

—¡Es un poco más fuerte que yo, señor! ¡Bastante más fuerte, en realidad, señor!

—Podría dispararle a la cabeza con mi ballesta, señor Vimes —dijo Detritus, haciendo una floritura con su arma de asedio adaptada.

—Esta calle está abarrotada, sargento. Podría darle a una persona inocente, incluso en Ankh-Morpork.

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