Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Las guardamos en el cuarto de las velas que hay aquí al lado, señor —dijo Mildred.

—Vaya usted delante, por favor.

No era un cuarto grande, pero tenía estanterías abarrotadas de velas hasta el techo. Había desde las de un metro de alto que se usaban en los salones públicos hasta las pequeñas para uso diario que se ponían en los demás sitios, ordenadas en base a su calidad.

—Estas son las que usamos en los aposentos de su señoría, señor. —Le mostró una vela blanca de treinta centímetros.

—Oh, sí… muy buena calidad. Del número cinco. Sebo blanco del bueno —dijo Vimes, tirándola hacia arriba y cazándola al vuelo—. Son las que usamos en casa. Las que usamos en el Yard son casi maldita grasa de cerdo. Ahora las compramos en Carry, en la calle Degolladero. Tienen precios muy razonables. Antes tratábamos con Spadger y Williams, pero últimamente el señor Carry ha copado por completo el mercado, ¿no?

—Sí, señor. Y hace entregas a domicilio, señor.

—¿Y pone usted estas velas en el cuarto de su señoría todos los días?

—Sí, señor.

—¿Y en alguna otra parte?

—Oh, no, señor. ¡Su señoría es muy maniático con eso! Los demás usamos las del número tres.

—¿Y usted se lleva sus, ejem, extras a casa?

—Síseñor. La abuela decía que daban una luz muy bonita, señor.

—Sospecho que ella se quedaba con el hermanito de usted, ¿verdad? Porque supongo que él se puso enfermo primero, así que ella se quedaba con él toda la noche, noche tras noche, y ja, si conozco a la vieja señora Fácil, se dedicaba a coser…

—Síseñor.

Hubo una pausa.

—Use mi pañuelo —dijo Vimes al cabo de un momento.

—¿Voy a perder mi puesto, señor?

—No. Eso está claro. Nadie involucrado merece perder su puesto de trabajo —dijo Vimes. Miró la vela—. Salvo tal vez yo —añadió.

Se detuvo en el umbral y se dio la vuelta.

—Y si alguna vez quiere cabos de vela, siempre nos sobran muchos en la Casa de la Guardia. Nobby tendrá que empezar a comprar manteca para cocinar como todo el mundo.

* * *

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó el sargento Colon.

Pequeño Loco Arthur se volvió a asomar por encima del borde del tejado.

—Está teniendo problemas con los codos —dijo como quien habla del tiempo—. Solo hace que mirarse un codo y probarlo de todas las formas posibles, pero no le funciona.

—Yo tuve ese problema cuando monté los módulos de la cocina para la señora Colon —comentó el sargento—. Las instrucciones para abrir la caja estaban dentro de la caja…

—Oh-oh, lo ha resuelto —dijo el cazador de ratas—. Parece que el problema era que los había mezclado con las rodillas.

Colon oyó un clanc debajo de él.

—Y ahora ha doblado la esquina. —Se oyó un estruendo de madera rota—. Y ahora ha entrado en el edificio. Sospecho que va a subir por la escalera, pero no creo que te vaya a pasar nada.

—¿Por qué?

—Porque lo único que tienes que hacer es soltarte del tejado, ¿no lo ves?

—¡Pero me matará la caída!

—¡Exacto! Una forma rápida y agradable de morir. Nada de todo ese rollo de que te arranquen primero los brazos y las piernas.

—¡Yo quería comprar una granja! —se lamentó Colon.

—Es posible —dijo Arthur. Volvió a asomarse por encima del tejado—. O bien —añadió, como si aquella a duras penas fuera una opción mejor— podrías intentar agarrarte al tubo del desagüe.

Colon miró a un lado. Sí que había un tubo de desagüe a poca distancia. Si balanceaba el cuerpo y hacía un esfuerzo tremendo, tal vez podría quedarse a pocos centímetros y caer hacia su muerte.

—¿Parece seguro? —preguntó.

—¿Comparado con qué, jefe?

Colon intentó balancear las piernas como si fueran un péndulo. Todos los músculos de sus brazos le chillaron. Sabía que tenía sobrepeso. Siempre había tenido la intención de ponerse a hacer ejercicio algún día. Simplemente no había sido consciente de que iba a ser hoy.

—Creo que lo oigo subir la escalera —dijo Pequeño Loco Arthur.

Colon intentó balancearse más deprisa.

—¿Y qué vas a hacer tú? —preguntó.

—Oh, no te preocupes por mí —dijo Pequeño Loco Arthur—. No me pasará nada. Voy a saltar.

—¿A saltar?

—Claro. No me pasará nada porque soy de tamaño normal.

—¿Crees que eres de tamaño normal?

Pequeño Loco Arthur miró las manos de Colon.

—¿Estos dedos que tengo al lado de las botas son tuyos? —preguntó.

—Vale, vale, eres de tamaño normal. No es culpa tuya haberte mudado a una ciudad llena de gigantes.

—Eso es. Cuanto más pequeño eres, más ligero caes. Eso se sabe. Una araña ni siquiera notaría una caída como esta, un raton se iría caminando, un caballo se rompería todos los huesos del cuerpo y un elefante salpic…

—Oh, dioses —murmuró Colon. Ya podía tocar el tubo del desagüe con la bota. Pero agarrarse al mismo implicaba que habría un momento largo y sin fondo en el que no estaría exactamente agarrado al tejado ni exactamente agarrado al tubo y corriendo un peligro muy grave de quedarse agarrado en el suelo.

Se oyó otro estruendo en algún lugar del tejado.

—Vale pues —dijo Pequeño Loco Arthur—. Te veo abajo.

—Oh, dioses…

El gnomo se dejó caer del tejado.

—Todo bien por ahora —gritó al pasar junto a Colon.

—Oh, dioses…

El sargento Colon levantó la vista y vio dos chispas rojas.

—Todo de perlas por ahora —dijo el efecto doppler de una voz desde más abajo.

—Oh, dioses…

Colon proyectó las piernas, quedó suspendido en el aire fresco durante un momento, se agarró a la parte superior del tubo, agachó la cabeza para esquivar un puño de porcelana, oyó el ruido desagradable que hacían los tornillos oxidados del tubo de desagüe al decir adiós a la pared y, todavía agarrado a un trozo inclinado de tubería de hierro forjado como si aquello le fuera a ayudar, desapareció de espaldas en la niebla.

* * *

El señor Calcetín levantó la vista al oír que se abría la puerta y se encogió de terror contra la máquina de hacer salchichas.

—¿Tú? —susurró—. ¡Eh, no puedes volver aquí! ¡Te he vendido!

Dorfl lo contempló fijamente durante unos segundos y después pasó a su lado y cogió el cuchillo de carnicero más grande que había en el soporte manchado de sangre de la pared.

Calcetín se echó a temblar.

—S-s-siempre fui b-b-bueno contigo —dijo—. S-s-siempre te dejé irte en tus días s-s-sagrados…

Dorfl se lo quedó mirando otra vez. «No es más que luz roja», farfulló Calcetín para sí mismo.

Pero ahora el gólem parecía más centrado. Sintió que le estaba entrando en la cabeza por los ojos y le estaba examinando el alma.

Dorfl lo apartó a un lado y salió del matadero en dirección a los corrales del ganado.

Calcetín salió de su parálisis. Nunca se defendían, ¿verdad? No podían hacerlo. Así era como estaban hechas aquellas malditas cosas.

Miró en dirección al resto de los trabajadores, humanos y trolls por igual.

—¡No os quedéis ahí parados! ¡Cogedlo!

Uno o dos de ellos vacilaron. El cuchillo que tenía el gólem en la mano era extremadamente grande. Y cuando Dorfl se detuvo para mirar al resto de los presentes también se vio que había algo distinto en su postura. No tenía el aspecto de algo que no fuera a defenderse.

Pero Calcetín no contrataba a la gente por los músculos de sus cabezas. Además, a nadie le había gustado nunca del todo tener un gólem por allí.

Un troll le lanzó un hacha. Dorfl la cogió con una sola mano sin girar la cabeza y partió el mango de nogal con un chasquear de dedos. Un hombre que blandía un martillo vio cómo el gólem se lo arrancaba de la mano y lo mandaba hacia la pared con tanta fuerza que dejó un agujero.

Después de eso se mantuvieron a una distancia prudente. Dorfl dejó de prestarles atención.

El vapor que se levantaba por encima de los corrales se mezclaba con la niebla. Centenares de ojos oscuros miraron a Dorfl con curiosidad mientras caminaba por entre las verjas. Siempre permanecían en silencio en presencia del gólem.

Se detuvo junto a uno de los corrales más grandes. Se oyeron voces desde detrás.

—¡No me digas que los va a sacrificar a todos! ¡No vamos a poder descuartizar a tantos en un solo turno!

—Me han contado que había uno en una carpintería que perdió la chaveta y construyó cinco mil mesas en una noche. Perdió la cuenta o algo así.

—No hace nada, solamente los está mirando…

—O sea, ¡cinco mil mesas! Una tenía veintisiete patas. Se quedaba atascado con las patas…

Dorfl asestó un golpe fuerte con el cuchillo y arrancó la cerradura de la portilla. El ganado se quedó mirando al gólem, con esa expresión reservada del ganado que significa que están esperando a que aparezca el siguiente pensamiento.

Siguió andando hacia los corrales de las ovejas y también los abrió. Después les tocó a los cerdos y por fin a los pollos.

—¿A todos? —dijo el señor Calcetín.

El gólem regresó caminando tranquilamente por entre los corrales, sin hacer caso a los espectadores, y volvió a entrar en el edificio del matadero. Enseguida salió llevando al viejo y peludo macho cabrío atado con un cordel. Pasó junto a los animales expectantes hasta llegar a los portones que daban a la calle principal y los abrió. A continuación soltó a la cabra.

El animal olisqueó el aire y puso en blanco sus ojos como rendijas. Luego, decidiendo que el aroma lejano de los campos de repollos que había más allá de la muralla de la ciudad era muy preferible a los olores inmediatamente circundantes, se alejó trotando por la calle.

Los animales lo siguieron con paso ligero, pero sin hacer apenas más ruido que el susurro del movimiento y el sonido de sus cascos. Fluyeron alrededor de la figura inmóvil de Dorfl, que se quedó allí viéndoles marchar.

Un pollo, perplejo por la estampida, aterrizó sobre la cabeza del gólem y empezó a cloquear.

Por fin la furia se impuso al terror de Calcetín.

– ¿Qué demonios estás haciendo? —gritó, intentando interceptar unas cuantas ovejas descarriadas que abandonaban los corrales—. Eso que está saliendo por la puerta es dinero, pedazo de…

De pronto la mano de Dorfl le agarraba la garganta. El gólem lo levantó del suelo y lo sostuvo con el brazo extendido mientras el hombre forcejeaba, girando la cabeza de un lado a otro como si estuviera considerando su siguiente movimiento.

Por fin tiró el cuchillo de carnicero, metió la mano debajo del pollo que se había mudado a su cabeza y sacó un huevo pequeño y moreno. Con aparente ceremoniosidad, el gólem lo aplastó con cuidado en el pelo de Calcetín y liberó su presa.

Los antiguos compañeros de trabajo del gólem se apartaron corriendo de su camino mientras Dorfl atravesaba de vuelta el matadero.

Junto a la entrada había un tablón para las cuentas. Dorfl se detuvo para observarlo y a continuación cogió la tiza y escribió:

SIN DUEÑO…

La tiza se le deshizo en los dedos. Dorfl se alejó por entre la niebla.

* * *

Jovielle levantó la vista de su mesa de trabajo.

—La mecha está hasta los topes de ácido arsénico —dijo—. ¡Bien hecho, señor! ¡Esta vela hasta pesa un poco más que las otras!

—Qué forma tan malvada de matar a alguien —dijo Angua.

—Muy astuta, ciertamente —dijo Vimes—. Vetinari se pasa media noche levantado y escribiendo, y por la mañana la vela se ha consumido. Envenenado por la luz. La luz es algo que no vemos. ¿Quién mira la luz? Desde luego no un poli viejo y patoso.

—Oh, no es tan viejo, señor —dijo Zanahoria en tono jovial.

—¿Y patoso?

—Ni tampoco tan patoso —añadió Zanahoria rápidamente—. Siempre le he dicho a la gente que tiene usted unos andares muy resueltos y profundos.

Vimes le dirigió una mirada penetrante y no vio nada más que una expresión amable, inocente y solícita.

—No miramos la luz porque la luz es justo lo que usamos para mirar —dijo Vimes—. Muy bien. Y ahora creo que tenemos que ir a echar un vistazo a la fábrica de velas, ¿no os parece? Usted se viene, Culopequeño, y traiga el… ¿Ha crecido usted, Culopequeño?

—Botas de tacón alto, señor —dijo Jovielle.

—Yo pensaba que los enanos siempre llevaban botas de hierro.

—Sí, señor. Pero yo les he puesto tacones altos a las mías, señor. Los he soldado.

—Ah. Vale. Bien. —Vimes recuperó la compostura—. Bueno, si todavía puede mantener el equilibrio, traiga sus cosas de alquimia. Detritus ya tendría que haber acabado su turno en palacio. Cuando se trata de puertas cerradas con llave, nadie supera a Detritus. Es una palanca andante. Lo recogeremos de camino.

Cargó su ballesta y encendió una cerilla.

—Bien —dijo—. Hasta ahora lo hemos hecho todo en plan moderno, ahora probemos a hacer de polis como lo hacía el abuelo. Es hora de…

Autore(a)s: