Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Yo a esas cosas extranjeras ni me acerco —dijo Colon.

—Bueno, pues esa cosa se está rehaciendo. Como uno de esos puzzles rompe cabezas.

—Bien pensado, Pequeño Loco Arthur —dijo Colon—. Pero sé que solamente lo dices para que haga el esfuerzo de auparme ahí arriba, ¿verdad? Las estatuas no van por ahí volviendo a juntarse después de hacerse pedazos.

—Lo que tú digas. Ya casi se ha hecho una pierna entera.

Colon se las apañó para mirar hacia abajo por el espacio pequeño y maloliente que quedaba entre la pared y su sobaco. Todo lo que pudo ver fueron jirones de niebla y un destello débil.

—¿Estás seguro? —dijo.

—Cuando uno anda por agujeros de ratas, aprende a ver bien en la oscuridad —dijo Pequeño Loco Arthur—. Si no, estás muerto.

Algo siseó en algún lugar por debajo de los pies de Colon.

Con la única bota que le quedaba y con los dedos del otro pie, el sargento rascó en el enladrillado.

—Está teniendo algún problemilla —dijo Pequeño Loco Arthur en tono tranquilo—. Parece que se ha puesto las rodillas del revés.

* * *

Dorfl estaba sentado con la espalda encorvada en el sótano abandonado donde se habían reunido los gólems. De vez en cuando levantaba la cabeza y siseaba. De sus ojos se derramaba luz roja. Si algo remontara la corriente del resplandor y se lanzara a través de las cuencas de sus ojos hacia el cielo rojo que había más allá, se encontraría…

Dorfl se encogió bajo el fulgor del universo. Su zumbido se encontraba muy lejos de allí, amortiguado, sin nada que ver con Dorfl.

Las palabras se erguían en el horizonte, llenando todo el espacio hasta el cielo.

Y una voz dijo en tono bajo:

«Eres dueño de ti mismo». Dorfl vio la escena una y otra vez, vio la cara preocupada, la mano que se levantaba, llenando su campo de visión, sintió el repentino y gélido conocimiento…

«… Dueño de ti mismo.»

La voz arrancó ecos de las palabras, después rebotó y por fin rodó de un lado para otro, aumentando de volumen hasta que el pequeño mundo que había entre las palabras quedó atrapado por el sonido.

Los gólems deben tener dueño. Las letras se recortaban contra el mundo, pero los ecos las envolvieron, azotándolas como una tormenta de arena. Brotaron grietas y se extendieron, avanzando en zigzag sobre la piedra, y luego…

Las Palabras explotaron. Pedazos enormes de las mismas, del tamaño de montañas, estallaron provocando diluvios de arena roja.

El universo se virtió en el interior. Dorfl sintió que el universo lo recogía y luego lo tumbaba y luego lo cogía por los pies y lo alzaba…

… Y ahora el gólem estaba dentro del universo. Lo notaba a su alrededor, con su ronroneo, su bullicio, su complejidad giratoria, su rugido…

Ya no había Palabras entre tú y Él.

Ahora pertenecías a Él y Él te pertenecía a ti.

No podías darle la espalda porque allí estaba, delante de ti.

Dorfl era responsable de cada uno de sus chasquidos y sus virajes.

Ya no podía decir: «Estaba obedeciendo órdenes». Ya no podía decir: «No es justo». No había nadie escuchando. No había Palabras. Era dueño de sí mismo.

Nada de «No Harás». Ahora se decía «No Voy a Hacer».

Dorfl se estaba cayendo por el cielo rojo y entonces vio un agujero oscuro delante. El gólem sintió que estaba tirando de él y se dejó arrastrar por el resplandor y el agujero se hizo más y más grande y atravesó a toda velocidad los bordes del campo de visión de Dorfl.

El gólem abrió los ojos.

¡SIN DUEÑO!

Dorfl se desplegó con un solo movimiento y se irguió del todo. Estiró un brazo y extendió un dedo.

El gólem hundió el dedo con facilidad en la pared donde había tenido lugar la discusión y luego lo arrastró meticulosamente sobre los ladrillos descascarillados. Le costó un par de minutos pero era algo que Dorfl tenía la sensación de que necesitaba decir.

Dorfl completó la última letra y marcó tres puntos suspensivos a continuación. Luego se alejó, dejando atrás:

SIN DUEÑO…

* * *

Una capa nubosa de humo de puros escondía el techo de la sala de fumar.

—Ah, sí. El capitán Zanahoria —dijo un sillón—. Sí… claro… pero… ¿es el hombre indicado?

—Tiene una marca de nacimiento en forma de corona. Yo la he visto —dijo Nobby en tono solícito.

—Pero sus antecedentes…

—Lo criaron los enanos —dijo Nobby. Hizo un gesto con su vaso de coñac en dirección al camarero—. Otra de lo mismo, jefe.

—No creo que los enanos puedan criar a nadie de muy alta cuna —dijo otro sillón. Se oyeron algunas risitas.

—Rumores y folklore —murmuró alguien.

—Esta es una ciudad grande y bulliciosa y sobre todo compleja. Me temo que tener una espada y una marca de nacimiento no cuenta mucho en lo que a cualificación se refiere. Necesitamos un rey que venga de un linaje acostumbrado al mando.

—Como el vuestro, milord.

Se produjo un sonido de absorción y drenaje cuando Nobby atacó la nueva copa de coñac.

—Oh, yo estoy acostumbrado al mando, eso sí —dijo, bajando la copa—. Me dan órdenes todo el tiempo.

—Necesitaríamos un rey que tuviera el apoyo de las grandes familias y los principales gremios de la ciudad.

—A la gente le cae bien Zanahoria —dijo Nobby.

—Oh, la gente…

—En cualquier caso, a quien le tocara ese trabajo estaría de curro hasta las cejas —dijo Nobby—. El viejo Vetinari siempre anda con papeleo. ¿Qué diversión es esa? No es vida pasarse el día sentado, preocupado, sin un momento para uno mismo. —Sostuvo la copa vacía en alto—. Lo mismo otra vez, viejo amigo. Y esta vez llénelo hasta arriba, ¿eh? No tiene sentido tener una copa tan grande y echar solamente un chorrito al fondo, ¿verdad?

—Mucha gente prefiere saborear el bouquet —dijo un sillón con voz baja y horrorizada—. Disfrutar de su aroma.

Nobby miró su copa con los ojos inyectados en sangre de quien ha oído rumores sobre a qué extremos ha llegado la clase alta.

—Naa —dijo—. Si no les importa yo me lo seguiré metiendo en la boca.

—Si podemos volver al tema —dijo otro sillón—. Un rey no tendría que pasar todo el tiempo gobernando la ciudad. Por supuesto, tendría gente que lo hiciera por él. Asesores. Consejeros. Gente con experiencia.

—¿Y entonces qué tendría que hacer? —preguntó Nobby.

—Tendría que reinar —dijo un sillón.

—Saludar con la mano.

—Presidir banquetes.

—Firmar cosas.

—Deglutir coñac del bueno como un cerdo.

Reinar.

—A mí me parece un buen trabajo —dijo Nobby—. Quién lo pillara, ¿eh?

—Por supuesto, un rey tendría que ser alguien capaz de pillar una indirecta si se la dejaran caer sobre la cabeza desde una gran altura —dijo alguien en tono cortante, pero los demás sillones le chistaron para que se callara.

Nobby consiguió encontrarse la boca después de varios intentos y dio otra larga calada a su puro.

—A mí me parece —dijo—. A mime, parece que lo que tenéis que hacer es encontrar a un pijo con mucho tiempo libre y decirle: «Eh, colega, es tu día de suerte. A ver cómo saludas con esa mano».

—¡Ah! ¡Qué buena idea! ¿Hay algún nombre que os venga a la mente, milord? Bebed un sorbito más de coñac.

—Vaya, gracias, es usted un señor. Aunque claro, yo también lo soy, ¿eh? Así se hace, chavalote, hasta arriba del todo. No, no se me ocurre nadie que encaje en el perfil.

—De hecho, milord, la verdad es que estábamos pensando en ofreceros la corona a vos…

A Nobby se le salieron los ojos de las órbitas. Y entonces se le salieron las mejillas de las órbitas.

No es buena idea rociar la sala entera de coñac del bueno, sobre todo cuando tu puro encendido queda en medio de la trayectoria. La llama alcanzó la pared del fondo, donde dejó un crisantemo perfecto de madera quemada, mientras que, de acuerdo con una ley fundamental de la física, el sillón de Nobby salió despedido hacia atrás chirriando sobre sus ruedecillas y se estampó contra la puerta.

—¿Rey? —Nobby tosió y tuvieron que darle palmadas en la espalda hasta que consiguió respirar otra vez—. ¿Rey? —resolló—. ¿Y que el señor Vimes me corte la cabeza?

—Todo el coñac que pueda beber, milord —dijo una voz engatusadora.

—¡No me sirve de nada si no tengo garganta para que me baje!

—¿De qué estáis hablando?

—¡El señor Vimes se cabrearía! ¡Vaya si se cabrearía!

—Por los dioses, hombre…

—Milord —lo corrigió alguien.

—Milord, quiero decir. Cuando seáis rey podréis darle órdenes a ese condenado sir Samuel. Seréis, como vos mismo diríais, «el jefe». Podríais…

—¿Darle órdenes al viejo Carapiedra? —dijo Nobby.

—¡Eso mismo!

—¿Sería rey y le daría órdenes al viejo Carapiedra? —dijo Nobby.

—¡Sí!

Nobby se quedó mirando la penumbra llena de humo.

—¡Se cabrearía?.

—Escucha, hombrecillo estúpido…

Milord…

—¡Milordcillo estúpido, podríais hacerlo ejecutar si quisierais!

—¡No podría hacer eso!

—¿Por qué no?

—¡Porque se cabrearía!

—Ese hombre se hace llamar agente de la ley, ¿y a qué ley obedece, eh? ¿De dónde viene su ley?

—¡No lo sé! —gimió Nobby—. ¡Él dice que le sube por las botas! —Miró a su alrededor. Las sombras envueltas en humo parecían estar cada vez más cerca—. ¡No puedo ser rey! ¡El viejo Vimes se cabrearía!

¡Quieres dejar de decir eso!

Nobby se estiró del cuello de la camisa.

—Hace un poco de calor aquí dentro, y hay un poco de humo —murmuró—. ¿Por dónde está la ventana?

—Por ahí…

Su sillón se sacudió. Nobby atravesó el cristal con el casco por delante, aterrizó encima de un carruaje que esperaba, salió rebotado y huyó hacia la noche, intentando escapar del destino en general y de las hachas en concreto.

* * *

Jovielle Culopequeño entró dando zancadas en las cocinas de palacio y disparó al techo con su ballesta.

—¡Que no se mueva nadie! —gritó.

El personal doméstico del patricio levantó la vista de su cena.

—Cuando dice usted que nadie no se mueva —dijo Drumknott con cautela, sacando quisquillosamente un trozo de yeso de su plato—, ¿quiere decir en realidad…?

—Muy bien, cabo, yo me encargo a partir de aquí —dijo Vimes, dando una palmadita a Jovielle en el hombro—. ¿Está aquí Mildred Fácil?

Todas las cabezas se giraron.

A Mildred se le cayó la cuchara en la sopa.

—No pasa nada —dijo Vimes—. Solamente necesito hacerle unas cuantas preguntas más…

—Lo… s-s-siento, señor…

—No ha hecho usted nada malo —dijo Vimes, dando un rodeo a la mesa—. Pero no solamente se llevó comida a casa para su familia, ¿verdad?

—¿S-señor?

—¿Qué más se llevó?

Mildred miró las expresiones repentinamente vacías de las caras de los demás sirvientes.

—También las sábanas viejas, pero la señora Dipplock d-dijo que me las podía…

—No, no es eso —dijo Vimes.

Mildred se lamió los labios resecos.

—Esto, bueno, también… un poco de betún para las botas…

—Mire —dijo Vimes, tan amablemente como pudo—. Todo el mundo se lleva cositas del sitio donde trabaja. Cosas pequeñas en las que no se fija nadie. Nadie lo considera robar. Es como… es como tener derecho a ellas. Cosas sin importancia, al fin y al cabo. Al cabo, señora Fácil. Estoy pensando en la palabra «cabo».

—¿Esto… se refiere… a los cabos de vela, señor?

Vimes respiró hondo. Tener razón resultaba un alivio enorme, aunque supiera que solamente había llegado hasta allí probando todas las formas posibles de estar equivocado.

Ah -dijo.

—P-pero eso no es robar, señor. ¡Yo nunca he robado nada, s-señor!

—Pero ¿se lleva a casa los cabos de vela? A los que todavía les queda media hora de luz, sospecho, si los hace arder sobre un platillo, ¿no? —dijo Vimes en tono amable.

—¡Pero eso no es robar, señor! ¡Eso son extras!

Sam Vimes se dio una palmada en la frente.

—¡Extras! ¡Claro! Esa es la palabra que yo andaba buscando. ¡Extras! Todo el mundo debe tener sus extras, ¿no es verdad? Bueno, pues no pasa nada —dijo—. Sospecho que coge usted los de los dormitorios, ¿no?

A pesar de su nerviosismo, Mildred Fácil fue capaz de esbozar la sonrisa de alguien a quien le corresponde un privilegio que no tienen los seres inferiores.

—Sí, señor. Tengo permiso, señor. Son mucho mejores que los cabos viejos y rancios que hay en los salones, señor.

—Y usted cambia las velas cuando hace falta, ¿verdad?

—Síseñor.

«Probablemente un poco más a menudo de lo necesario —pensó Vimes—. No tiene sentido dejar que ardan demasiado.»

—¿Tal vez pueda enseñarme dónde se guardan, señorita?

La doncella recorrió la mesa con la mirada hasta llegar al ama de llaves, que echó un vistazo al comandante Vimes y asintió. Era lo bastante lista como para saber cuándo algo que sonaba como una pregunta no lo era en realidad.

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