Salió por la puerta con la cabeza alta. Boggis la siguió a toda prisa.
Downey se llevó la mano a la nariz.
—¿Qué precio le tiene puesto el Gremio a su cabeza, sir Samuel? —preguntó. —Veinte mil dólares.
—¿En serio? Creo que está claro que tendremos que actualizarlo.
—Encantado. Tendré que comprar un cepo para osos nuevo.
—Le, ejem, acompañaré afuera —dijo Zanahoria.
Cuando regresó a toda prisa se encontró a Vimes asomado a la ventana y palpando por fuera la pared de debajo.
—Ni un ladrillo fuera de sitio —murmuró Vimes—. Ni una baldosa suelta… y ha habido personal todo el día en las oficinas. Qué raro.
Se encogió de hombros y regresó a su mesa, donde recogió la nota.
—Y no creo que podamos sacar ninguna pista de aquí —dijo—. Hay demasiadas marcas grasientas de dedos por todo el papel. —Dejó el papel y miró a Zanahoria con expresión iracunda—. Cuando encontremos al responsable —continuó—, en cabeza de la lista de acusaciones va a estar Obligar al Comandante Vimes a Vaciar una Botella Entera de Whisky de Malta sobre la Alfombra. Un delito que se castiga con la horca. —Se estremeció. Había ciertas cosas que un hombre jamás debería hacer.
—¡Es asqueroso! —dijo Zanahoria—. ¡Que hayan creído que usted envenenaría al patricio!
—A mí me ofende que creyeran que soy lo bastante estúpido como para guardar el veneno en el cajón de mi mesa —dijo Vimes, encendiendo un puro.
—Sí —dijo Zanahoria—. ¿Creen que es usted un tonto de remate que guardaría una evidencia así donde la pudiera encontrar cualquiera?
—Exacto —dijo Vimes, reclinándose hacia atrás—. Es por eso que lo tengo en el bolsillo.
Puso los pies sobre la mesa y expulsó una nube de humo. Tendría que deshacerse de la alfombra. No iba a pasar el resto de su vida trabajando en una sala donde moraba fantasmagóricamente aquel olor espirituoso.
Zanahoria continuaba boquiabierto.
—Oh, por todos los cielos —dijo Vimes—. Mira, es muy simple, hombre. Alguien esperaba que yo dijera: «¡Alcohol, por fin!», y me mamara la botella entera sin pensarlo. Luego unos cuantos pilares respetables de la comunidad —se quitó el puro de la boca y escupió— iban a encontrarme, y además en tu presencia, lo cual era un bonito toque, con las pruebas de mi crimen bien escondidas pero no lo bastante como para que no las pudieran encontrar. —Negó tristemente con la cabeza—. El problema, ¿sabes?, es que en cuanto le coges el gusto ya no lo sueltas.
—Pero si lo ha hecho usted muy bien, señor —dijo Zanahoria—. No le he visto tocar una gota durante…
—Ah, eso ——dijo Vimes—. Yo hablaba de ser policía, no del alcohol. Hay mucha gente que te ayuda con el tema del alcohol, pero no hay nadie que organice reuniones donde uno pueda levantarse y decir: «Me llamo Sam y soy un cabrón que sospecha de todo el mundo».
Se sacó una bolsita de papel del bolsillo.
—Haremos que Culopequeño examine esto —dijo—. Ni en coña iba yo a probarlo. Así que he hecho una escapadita a la cantina y he llenado una bolsa de azúcar del cuenco. No he tardado más que un momento en sacar las colillas de Nobby, tendría que añadir. —Abrió la puerta, asomó la cabeza al pasillo y gritó—: ¡Culopequeño! —Y añadió, dirigiéndose a Zanahoria—: ¿Sabes? Me siento bastante animado. El viejo cerebro por fin me ha empezado a funcionar. ¿Sabes el gólem que mató a esos hombres?
—Sí, señor.
—Ah, ¿pero sabes qué tenía de especial?
—No se me ocurre, señor —dijo Zanahoria—. Excepto que era nuevo. Los gólems lo fabricaron ellos mismos, creo. Pero claro, necesitaban un sacerdote para que escribiera las palabras y tuvieron que coger prestado el horno del señor Hopkinson. Supongo que a los ancianos les debió de parecer interesante. Después de todo, eran historiadores.
Ahora le tocó a Vimes quedarse boquiabierto.
Por fin recobró el control de sí mismo.
—Sí, sí, claro —dijo, con la voz apenas temblando—. Sí, o sea, eso es obvio. Está más claro que el agua. Pero… esto, ¿has averiguado qué más tiene de especial? —añadió, intentando eliminar cualquier asomo de esperanza de su tono de voz.
—¿Se refiere al hecho de que se ha vuelto loco, señor?
—¡Bueno, a mí no me ha parecido que fuera el ganador del premio a Míster Cuerdo de Ankh-Morpork! —dijo Vimes.
—Me refiero a que ellos lo volvieron loco, señor. Los otros gólems. No era su intención, pero lo pusieron en su naturaleza, señor. Querían que hiciera demasiadas cosas. Era como su… hijo, creo. Todas sus esperanzas y sueños. Y cuando descubrieron que había estado matando gente… Bueno, eso es terrible para un gólem. Tienen prohibido matar, y fue su propio barro el que lo hizo…
—Tampoco es una gran idea desde el punto de vista de la gente.
—Pero ellos invirtieron todo su futuro en él…
—¿Me ha llamado, comandante? —dijo Jovial.
—Ah, sí. ¿Esto es arsénico? —dijo Vimes, dándole el paquete.
Jovial lo olió.
—Podría ser ácido arsenioso, señor. Tendré que analizarlo, claro.
—Yo creía que los ácidos burbujeaban en frascos —dijo Vimes—. Ejem… ¿Qué es eso que tiene en las manos?
—Esmalte de uñas, señor.
—¿Esmalte de uñas?
—Sí, señor.
—Esto… bien, bien. Qué cosas, creí que sería verde.
—No quedaría bien en los dedos, señor.
—Me refiero al arsénico, Culopequeño.
—Oh, puede haber arsénico de todos los colores, señor. Los sulfatos, o sea, las menas, señor, pueden ser rojas o marrones o amarillas o grises, señor. Y luego se cuecen con nitro y se obtiene ácido arsenioso, señor. Y un montón de humo asqueroso, horrible de verdad.
—Y peligroso —dijo Vimes.
—Nada bueno, señor. Pero útil, señor —dijo Jovial—. Para los curtidores, los tintoreros, los pintores… El arsénico no lo usan solamente los envenenadores.
—Me sorprende que la gente no caiga muerta todo el tiempo —dijo Vimes.
—Oh, la mayoría usan gólems, señor…
Las palabras se quedaron flotando en el aire aun después de que Jovial dejara de hablar.
Vimes intercambió una mirada con Zanahoria y empezó a silbar toscamente por lo bajo. «Ya está —pensó—. Ahora es cuando nos hemos rodeado de tantas preguntas que están empezando a desbordarse y a convertirse en respuestas.»
Se sintió más vivo de lo que se había sentido durante días. La emoción reciente le seguía tintineando en las venas y reanimándole el cerebro. Sabía que era la chispa que se obtenía con la fatiga. Te pesaban tanto los huesos que una simple descarga de adrenalina te golpeaba como si un troll te cayera encima. Ahora sí que debían de tenerlo todo. Todas las piezas. Los bordes, las esquinas, la imagen entera. Todo estaba allí, esperando a que alguien lo montara…
—Esos gólems que dices —dijo Zanahoria—. Estarían cubiertos de arsénico, ¿verdad?
—Es posible, señor. Yo vi uno en el edificio del Gremio de Alquimistas de Quirm y, ja, hasta tenía las manos enchapadas en arsénico, señor, de tanto remover crisoles con los dedos…
—No notan el calor —dijo Vimes.
—Ni el dolor —dijo Zanahoria.
—Así es —dijo Jovial. Miró indeciso a uno y al otro.
—No se los puede envenenar —dijo Vimes.
—Y obedecen las órdenes —dijo Zanahoria—. Sin hablar.
—Los gólems hacen todos los trabajos realmente sucios —dijo Vimes.
—Podrías haber mencionado esto antes, Jovial —dijo Zanahoria.
—Bueno, señor, ya sabe… Los gólems simplemente están ahí. Nadie se fija en ellos.
—Grasa debajo de las uñas —dijo Vimes, dirigiéndose a la sala en general—. El viejo arañó a su asesino. Grasa debajo de las uñas. Con arsénico en ella.
Observó su cuaderno, que seguía sobre la mesa. «Ahí está —pensó—. Algo que no hemos visto. Pero hemos mirado en todas partes. Así que hemos visto la respuesta pero no hemos visto que era la respuesta. Y si no la vemos ahora, en este momento, ya nunca la veremos…»
—No es por ofender, señor, pero probablemente eso no sea de mucha ayuda —dijo la voz de Jovial, sonando desde lejos—. Muchos de los oficios que usan arsénico requieren también alguna clase de grasa.
«Algo que no vemos —pensó Vimes—. Algo invisible. No, no tiene por qué ser invisible. Algo que no vemos porque siempre está ahí. Algo que golpea en plena noche…»
Y allí estaba.
Parpadeó. Las estrellas resplandecientes de la fatiga estaban haciendo que su mente pensara de forma extraña. Pero en fin, pensar de forma racional no había funcionado.
—Que nadie se mueva —dijo. Levantó una mano pidiendo silencio—. Ahí está. Ahí. En mi mesa. ¿Lo veis?
—¿El qué, señor? —preguntó Zanahoria.
—¿Quiere decir que no lo ha averiguado ya? —dijo Vimes.
—¿El qué, señor?
—Lo que está envenenando a su señoría. Ahí está… sobre la mesa. ¿Lo ves?
—¿Su cuaderno?
—¡No!
—¿El culpable bebe whisky Abrazodeoso? —apuntó Jovial.
—Lo dudo —dijo Vimes.
—¿El secante? —dijo Zanahoria—. ¿Plumas envenenadas? ¿Una cajetilla de Tizneabrojo?
—¿Dónde están? —dijo Vimes, palpándose los bolsillos.
—Se ve la punta por debajo de las cartas de la Bandeja de Entrada, señor —dijo Zanahoria. Y añadió en tono de reproche—: Ya sabe, señor, esas que nunca responde.
Vimes cogió la cajetilla y sacó otro puro.
—Gracias —dijo—. ¡Ja! ¡No le pregunté a Mildred Fácil qué más se llevó! ¡Pero por supuesto, también son un pequeño bono para los criados! ¡Y la vieja señora Fácil era costurera, una costurera de verdadl ¡Y estamos en otoño! ¡Fueron los anocheceres los que la mataron! ¿No lo veis?
Zanahoria se inclinó y examinó la superficie de la mesa.
—Pues yo no lo veo, señor —admitió.
—Claro que no —dijo Vimes—. Porque no hay nada que ver. No se puede ver. Así es como se sabe que está. ¡Si no estuviera lo vería usted enseguida! —Esbozó una sonrisa enorme y enloquecida—. ¡Sólo que no lo vería! ¿Lo entiende?
—¿Se encuentra bien, señor? —dijo Zanahoria—. Ya sé que ha estado usted trabajando un poco demasiado estos últimos días…
—¡He estado trabajando demasiado poco! —dijo Vimes—. ¡He estado corriendo de un lado para otro en busca de las pistas de las narices en lugar de pararme cinco minutos a pensar! ¿Qué es lo que siempre te estoy diciendo?
—Esto… ejem… ¿que no confíe en nadie, señor?
—No, eso no.
—Esto… ¿que todo el mundo es culpable de algo?
—No, eso tampoco.
—Esto… ¿que solamente porque alguien sea miembro de una minoría étnica no quiere decir que no sea un pequeño capullo integral estrecho de miras, señor?
—N… ¿Cuándo he dicho yo eso?
—La semana pasada, señor. Después de que recibiéramos aquella visita de la Campaña de estaturas igualitarias, señor.
—Bueno, no me refería a eso. O sea… Estoy bastante seguro de que siempre estoy diciendo otra cosa que sería bastante relevante ahora. Algo conciso y profundo sobre el trabajo policial.
—Pues ahora no me viene nada a la cabeza, señor.
—Bueno, pues me inventaré algo y empezaré a decirlo mucho a partir de ahora, coño.
—Muy bien, señor. —Zanahoria sonrió ampliamente—. Me alegro de ver que vuelve a ser usted mismo, señor. Le han vuelto las ganas de patear cul… de impactar en posaderas, señor. Esto… ¿qué hemos descubierto, señor?
—¡Ya lo verás! Nos vamos a palacio. Busca a Angua. Podemos necesitarla. Y trae la orden de registro.
—¿Se refiere al mazo, señor?
—Sí. Y también al sargento Colon.
—Todavía no ha vuelto a fichar, señor —dijo Jovial—. Tendría que haber acabado su turno hace una hora.
—Probablemente esté rondando por ahí, escondiéndose de los líos —dijo Vimes.
* * *
Pequeño Loco Arthur asomó la cabeza por encima del borde de la pared. Por debajo de donde estaba Colon, dos ojos rojos miraron hacia él.
—Pesa mucho, ¿no?
—¡Jjí!
—¡Dale una patada con el otro pie!
Hubo un ruido de succión. Colon hizo una mueca. Luego se oyó un plop, hubo un momento de silencio y por fin un estruendo de cerámica rota abajo en la calle.
—Se me ha salido la bota que me tenía agarrada —gimió Colon.
—¿Cómo es posible?
—Se ha… lubricado…
Pequeño Loco Arthur tiró de un dedo.
—Pues para arriba, venga.
—No puedo.
—¿Por qué no? Ya no te está agarrando nadie.
—Brazos cansados. Otros diez segundos y seré un contorno de tiza…
—Naa, nadie tiene tanta tiza. —Pequeño Loco Arthur se arrodilló para que su cabeza quedara a la altura de los ojos de Colon—. Si vas a morir, ¿te importaría firmar una nota diciendo que me prometiste un dólar?
Abajo en la calle, se oyó un tintineo de trozos de cerámica.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Colon—. Pensaba que esa cosa del infierno se había hecho pedazos…
Pequeño Loco Arthur miró hacia abajo.
—¿Cree usted en esos rollos de la reencarnación, señor Colon? —preguntó.