Colon retrocedió, sin dejar de mirar aquella cosa.
—No… no pasa nada, no se pueden mover deprisa… —murmuró. Y luego su cuerpo sensato decidió dejar por imposible a su estúpido cerebro y disparó las piernas, haciéndole dar la vuelta y propulsándolo en dirección contraria.
Se arriesgó a mirar por encima del hombro. El gólem estaba corriendo detrás de él con zancadas largas y ágiles.
Pequeño Loco Arthur lo alcanzó.
Colon estaba acostumbrado a proceder con tranquilidad. No tenía constitución para las altas velocidades y así lo dijo.
—Y está claro que tú tampoco puedes correr más deprisa que esa cosa —resolló.
—Me vale con correr más deprisa que tú —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡Por aquí!
Por el costado de un almacén subía una vieja escalera de madera. El gnomo trepó por ella como las ratas que cazaba. Colon, jadeando como una máquina de vapor, lo siguió.
En mitad de la escalera se detuvo y miró a su alrededor.
El gólem había alcanzado el primer peldaño. Probó con cautela cuánto aguantaba. La madera crujió y la escalera entera, gris por la antigüedad, se estremeció.
—¡No va a aguantar su peso! —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡El cabrón la va a destrozar! ¡Sí!
El gólem subió otro peldaño. La madera chirrió.
Colon recobró el aplomo y subió por la escalera a toda prisa.
Detrás de él, el gólem pareció haber llegado a la conclusión de que la madera podía soportar su peso y empezó a subir los escalones a saltos. Las barandillas temblaban bajo las manos de Colon y toda la estructura se tambaleaba.
—¡Venga, hombre! —dijo Pequeño Loco Arthur, que ya había llegado arriba del todo—. ¡Te está ganando terreno!
El gólem se abalanzó hacia arriba. La escalera se hundió. Colon lanzó los brazos y se agarró al borde del tejado. Al momento su cuerpo impactó contra la pared del edificio.
Se oyó un ruido lejano de madera golpeando los adoquines.
—Vamos pues —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡Súbete aquí, tonto de las pelotas!
—No puedo —dijo Colon
—¿Por qué no?
—Me tiene agarrado del pie…
* * *
—¿Un puro, milord?
—¿Coñac, milord?
Lord de Nobbes estaba apoltronado en su cómodo sillón. Los pies a duras penas le llegaban al suelo. Coñac y puros, ¿eh? No estaba mal aquella vida. Dio una calada larga al puro.
—Estábamos hablando, milord, del futuro gobierno de la ciudad ahora que el pobre lord Vetinari está tan mal de salud…
Nobby asintió. Aquella era la clase de cosas de las que se hablaban cuando uno era un pijo. Para aquello había nacido él.
El coñac le estaba infundiendo una sensación cálida y agradable.
—Es obvio que desmantelaríamos el actual equilibrio si nos pusiéramos a buscar un nuevo patricio en este momento —dijo otro sillón—. ¿Cuál es su punto de vista, lord de Nobbes?
—Oh, sí. Está claro. Los gremios se pelearían como gatos dentro de un saco —dijo Nobby—. Lo sabe todo el mundo.
—Un resumen brillante, si me permite.
Hubo un murmullo general de acuerdo procedente de los demás sillones.
Nobby sonrió. Oh, sí. Aquello era lo mejor que había y ya estaba todo dicho. Codearse con los otros pijos, hablar en plan serio de cosas importantes en lugar de tener que inventar razones para explicar por qué estaba vacía la hucha del té… oh, sí.
Un sillón dijo:
—Además, ¿hay alguno de los líderes gremiales que esté preparado para la tarea? Sí, pueden organizar a un puñado de comerciantes, pero gobernar una ciudad entera… me temo que no. Caballeros, tal vez sea hora de emprender un nuevo rumbo. Tal vez sea hora de que la sangre pida la palabra.
Una extraña forma de explicarlo, pensó Nobby, pero estaba claro que era así como había que hablar.
—En un momento así —dijo un sillón— está claro que la ciudad mirará a los representantes de sus familias más venerables. Y serviría el interés de todos nosotros el que uno de estos aceptara llevar la carga.
—Tendría que hacerse mirar la cabeza, si queréis mi opinión —dijo Nobby.
Dio otro sorbo de coñac y agitó el puro en gesto amplio.
—De todas formas, no hay que preocuparse —añadió—. Todo el mundo sabe que tenemos a un rey por aquí. No hay problema. Id a buscar al capitán Zanahoria, ese es mi consejo.
* * *
Otro anochecer se desplegó sobre la ciudad en forma de capas de niebla.
Cuando Zanahoria llegó de vuelta a la Casa de la Guardia, la cabo Culopequeño le hizo una mueca y señaló, con un movimiento rápido de los ojos, a las tres personas que había sentadas con gesto sombrío en un banco de la pared.
—¡Quieren ver a un oficial! —dijo entre dientes—. Pero el sargento Colon no ha vuelto y he llamado a la puerta del señor Vimes y creo que no está.
Zanahoria recompuso sus rasgos en forma de sonrisa de bienvenida.
—Señora Palma —dijo—. Y señor Boggis… y doctor Downey. Lo siento mucho. Estamos un poco apurados ahora mismo, con los envenenamientos y este asunto de los gólems…
El jefe del Gremio de Asesinos sonrió, pero solamente con la boca.
—Sobre el envenenamiento es de lo que queremos hablar —dijo—. ¿Hay algún sitio un poco menos público?
—Bueno, está la cantina —dijo Zanahoria—. A esta hora de la noche estará vacía. Si quieren venir por aquí…
—Tengo que decir que no les va mal por aquí —dijo la señora Palma—. Tienen cantina y todo…
Se detuvo tras cruzar el umbral.
—¿De verdad hay gente que come aquí?
—Bueno, sobre todo se refunfuña sobre el café —dijo Zanahoria—. Y la gente escribe sus informes. Al comandante Vimes le gustan los informes.
—Capitán Zanahoria —dijo el doctor Downey, en tono firme—. Tenemos que hablar con usted sobre una cuestión grave relacionada con… ¿Dónde me he sentado?
Zanahoria limpió a toda prisa una silla con la mano.
—Lo siento, señor, nunca tenemos demasiado tiempo para limpiar…
—Déjelo estar, déjelo estar.
El líder del Gremio de Asesinos se inclinó hacia delante con las manos juntas.
—Capitán Zanahoria, hemos venido para discutir este terrible asunto del envenenamiento de lord Vetinari.
—De verdad tendrían que hablar con el comandante Vimes…
—Creo que en bastantes ocasiones el comandante Vimes ha hecho comentarios despectivos delante de usted acerca de lord Vetinari —dijo el doctor Downey.
—¿Quiere decir del tipo: «Habría que colgarlo pero nadie encuentra una soga lo bastante retorcida»? —dijo Zanahoria—. Oh, sí. Pero todo el mundo los hace.
—¿Los hace usted?
—Bueno, no —admitió Zanahoria.
—Y creo que el comandante se ha hecho cargo personalmente de la investigación del envenenamiento, ¿no?
—Bueno, sí. Pero…
—¿Y eso a usted no le ha resultado raro?
—No, señor. No cuando pienso un poco en ello. Creo que a su manera el comandante tiene una especie de debilidad por el patricio. Una vez dijo que si alguien tenía que matar a Vetinari le gustaría ser él.
—¿En serio?
—Pero estaba sonriendo cuando lo dijo. Bueno, más o menos sonriendo.
—Él, esto, visita casi todos los días a su señoría, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Y tengo entendido que sus esfuerzos por descubrir al envenenador no han llegado a ninguna conclusión, ¿verdad?
—No estrictamente, señor —dijo Zanahoria—. Pero hemos descubierto muchas formas en que no está siendo envenenado.
Downey asintió en dirección a los otros dos.
—Nos gustaría examinar el despacho del comandante Vimes —dijo.
—No sé si eso es… —empezó a decir Zanahoria.
—Por favor, piense con mucho cuidado —dijo el doctor Downey—. Nosotros tres representamos a la mayoría de los gremios de la ciudad. Creemos que tenemos buenas razones para examinar el despacho del comandante. Por supuesto, usted nos acompañará para asegurarse de que no hacemos nada ilegal.
Zanahoria pareció incómodo.
—Supongo… que si yo los acompaño… —dijo.
—Exacto —dijo Downey—. Eso lo hace oficial.
Zanahoria encabezó la marcha.
—Ni siquiera sé si ha vuelto —dijo, abriendo la puerta—. Tal como he dicho, hemos estado… oh.
Downey miró a su alrededor y luego a la figura desplomada sobre la mesa.
—Parece que sir Samuel sí que está —dijo—. Aunque bastante fuera de combate.
—Se huele el alcohol desde aquí —dijo la señora Palma—. Es terrible lo que la bebida le puede hacer a uno.
—Una botella entera de lo mejorcito de Abrazodeoso —dijo el señor Boggis—. No está nada mal, ¿eh?
—¡Pero si no ha tocado una gota en todo el año! —dijo Zanahoria, zarandeando al Vimes yacente—. ¡Si va a reuniones por el tema y todo!
—Vamos a ver… —dijo Downey.
Abrió uno de los cajones del escritorio.
—¿Capitán Zanahoria? —dijo—. ¿Puede atestiguar usted que aquí parece haber una bolsa de polvo gris? Ahora voy a…
La mano de Vimes salió disparada y cerró de golpe el cajón pillando los dedos del hombre. Su codo retrocedió para hundirse como un ariete en el estómago del asesino y, cuando la barbilla de Downey bajaba bruscamente, el antebrazo de Vimes salió proyectado hacia arriba y le dio en toda la nariz. Entonces Vimes abrió los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó, levantando la cabeza—. ¿Doctor Downey? ¿Señor Boggis? ¿Zanahoria? ¿Hmmm?
—¿Gue gué basa? —gritó Downey—. ¡Be ha arreado!
—Vaya, lo siento muchísimo —dijo Vimes, irradiando preocupación por todos sus rasgos mientras hacía retroceder la silla hasta la entrepierna de Downey y se incorporaba—. Me temo que me debo de haber quedado dormido y, por supuesto, cuando me he despertado y he visto a alguien robando en mi…
—¡Está usted como una cuba, hombre! —dijo el señor Boggis.
Los rasgos de Vimes se helaron.
—¿En serio? El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará? —gruñó, clavándole el dedo al hombre en el pecho—. El jodido desenladrillador que lo desenladrille de una maldita vez buen desenladrillador será. ¿Quiere que continúe? —dijo, dándole con el dedo hasta que su espalda estuvo contra la pared—. ¡No es que mejore demasiado!
—¿Gué pasa gon esa bolsita? —gritó Downey, agarrándose la nariz chorreante con una mano y haciendo señales hacia el escritorio con la otra.
Vimes seguía luciendo una sonrisa nada jovial y de mirada descabellada.
—Ah, bueno, sí —dijo—. Ahí me han pillado. Una sustancia tremendamente peligrosa.
—¡Ah, lo admite!
—Sí, claro. Supongo que no tengo más opción que deshacerme de las pruebas… —Vimes cogió la bolsita, la rasgó para abrirla y volcó la mayor parte de los polvos en su boca.
—Mmm mmm -dijo, soltando polvos en todas direcciones mientras masticaba—. ¡Qué cosquilleo en la lengua!
—Pero si es arsénico —dijo Boggis.
—Por los dioses, ¿lo es? —dijo Vimes, tragando—. ¡Asombroso! ¡Tengo a un enano ahí abajo, ya saben, un cabroncete listo, que se pasa todo el tiempo con tubos y sustancias químicas y cosas por el estilo para descubrir qué es arsénico y qué no lo es, y resulta que durante todo este tiempo usted era capaz de distinguirlo solo con mirarlo! ¡Mi enhorabuena!
Dejó caer la bolsita rasgada en la mano de Boggis, pero el ladrón se apartó de un salto y la bolsita cayó al suelo, vertiendo su contenido.
—Perdón —dijo Zanahoria. Se arrodilló y escrutó los polvos.
Es creencia tradicional entre los policías, que pueden adivinar la naturaleza de una sustancia oliéndola y luego probándola con cuidado, pero en la Guardia esta práctica se abandonó después de que el agente Pedernal metiera el dedo en una remesa confiscada de cloruro de amonio cortado con radio, dijera «Sí, está claro que es tocho wurble wurble sclup» y tuviera que pasar tres días atado a su cama hasta que se marcharon las arañas.
Con todo, Zanahoria dijo:
—Estoy seguro de que esto no es venenoso. —Se lamió el dedo y probó un poco—. Es azúcar —dijo.
Downey, con su compostura en un grave compromiso, agitó un dedo en dirección a Vimes.
—¡Usted ha admitido que era peligroso! —gritó.
—¡Y así es! ¡Tome usted mucho y ya verá lo que le pasa a sus dientes! —vociferó Vimes—. ¿Qué es lo que creía usted que era?
—Teníamos información… —empezó a decir Boggis.
—Ah, con que tenían información, ¿verdad? —dijo Vimes—. ¿Oye eso, capitán? Tenían información. ¡Entonces no pasa nada!
—Actuábamos de buena fe —dijo Boggis.
—A ver si lo entiendo —dijo Vimes—. ¿Su información era algo así como: Vimes está como una cuba en la Casa de la Guardia y tiene una bolsa de arsénico en su escritorio? Y apuesto a que ustedes querían actuar de buena fe, ¿eh?
La señora Palma carraspeó.
—Esto ya ha ido demasiado lejos. Tiene usted razón, sir Samuel —dijo—. Nos enviaron a todos una nota. —Le dio un papel a Vimes. Estaba escrito en mayúsculas—. Y ya veo que nos han informado mal —añadió, fulminando con la mirada a Boggis y a Downey—. Acepte mis disculpas. Vengan, caballeros.