Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Una parte de ella dijo: «Hay que ser alguien complejo de verdad para ser tan simple como Zanahoria».

El hombre tragó saliva.

—Me ha convencido —dijo.

—Sí, pero… no se puede confiar en ellos —dijo otro de los portadores de martillos—. Andan con sigilo y nunca dicen nada. ¿Qué están tramando, eh?

Le dio una patada a Dorfl. El gólem se balanceó un poquito.

—Pues bueno —dijo Zanahoria—. Eso es lo que estoy intentando descubrir. Entretanto, tengo que pedirles que vuelvan a sus asuntos…

El tercer operario de derribos había llegado hacía muy poco a la ciudad y solamente se había apuntado a la idea porque hay gente que es así.

Levantó su martillo en gesto desafiante y abrió la boca para decir: «¿Ah, sí?», pero se detuvo al oír un gruñido junto a la oreja. Era bastante suave y débil, pero tenía una diminuta y compleja forma de onda que fue directa a una pequeña parte nudosa de su columna vertebral, donde pulsó un antiquísimo botón llamado Terror primordial.

Se giró. Una atractiva guardia de la ciudad que estaba detrás de él le dedicó una sonrisa amigable. O lo que es lo mismo, su boca se dobló por las comisuras y todos sus dientes quedaron al descubierto.

El hombre se dejó caer el martillo en el pie.

—Buen trabajo —dijo Zanahoria—. Siempre he dicho que no hay nada más útil que una palabra amable y una sonrisa.

La multitud lo miró con esa expresión que ponía siempre la gente cuando miraba a Zanahoria. Era el descubrimiento pasmoso de que realmente se creía lo que estaba diciendo. La pura enormidad de aquello solía dejar a la gente sin aliento.

Todos retrocedieron y se alejaron a toda prisa por el callejón.

Zanahoria se volvió hacia el gólem, que se había dejado caer de rodillas al suelo y estaba intentando recomponer su pizarra.

—Vamos, señor Dorfl —dijo—. Lo acompañaremos el resto del camino.

* * *

—¿Está loco? —dijo Calcetín, intentando cerrar la puerta—. ¿Cree que quiero que me devuelva esa cosa?

—Es de su propiedad —dijo Zanahoria—. La gente estaba intentando romperlo en pedazos.

—Tendría que haberlos dejado —dijo el carnicero—. ¿No ha oído lo que se cuenta? ¡No pienso tener a uno de esos bajo mi techo!

Intentó volver a cerrar la puerta por la fuerza, pero el pie de Zanahoria estaba en medio.

—Entonces me temo que está cometiendo usted un delito —dijo Zanahoria—, a saber, tirar desperdicios.

—¡Venga, seamos serios!

—Yo siempre lo soy —dijo Zanahoria.

—Él siempre lo es —dijo Angua.

Calcetín gesticuló con las manos, frenético.

—Puede marcharse. ¡Fuera! ¡No quiero a un asesino trabajando en mi matadero! ¡Quédeselo usted, si tanto le gusta!

Zanahoria agarró la puerta y la abrió del todo por la fuerza. Calcetín dio un paso atrás.

—¿Está intentando sobornar a un agente de la ley, señor Calcetín?

—¿Está usted loco?

—Yo nunca pierdo el juicio —dijo Zanahoria.

—Nunca lo pierde —suspiró Angua.

—A los miembros de la Guardia no se les permite aceptar regalos —dijo Zanahoria. Miró en dirección a Dorfl, que estaba de pie tristemente en medio de la calle—. Pero se lo voy a comprar. Por un precio justo.

Calcetín miró primero a Zanahoria, luego a Dorfl y por fin de vuelta a Zanahoria.

—¿Me lo compra? ¿Por dinero?

—Sí.

El carnicero se encogió de hombros. Cuando la gente te ofrecía dinero no era el momento de poner en tela de juicio su cordura.

—Bueno, eso es distinto —admitió—. Valía quinientos treinta dólares cuando yo lo compré, pero claro, ahora ha aprendido habilidades adicionales…

Angua gruñó. Había sido una tarde dura y el olor a carne fresca estaba haciendo que le rechinaran los sentidos.

—¡Hace un momento estaba dispuesto a regalarlo!

—Bueno, regalarlo es una cosa, pero el negocio es el neg…

—Le pagaré un dólar —dijo Zanahoria.

—¿Un dólar? Eso es un atraco a plena luz d…

La mano de Angua salió disparada y le agarró el cuello. Notaba las venas, olía su sangre y su miedo… Intentó pensar en coles.

—Es de noche —gruñó.

Igual que el hombre del callejón, Calcetín escuchó la llamada de la naturaleza en estado salvaje.

—Un dólar —graznó—. Vale. Un precio justo. Un dólar.

Zanahoria sacó uno. Y ofreció a Calcetín su cuaderno.

—Es muy importante que haya un recibo —dijo—. Una correcta transferencia legal de la propiedad.

—Vale. Vale. Vale. Con mucho gusto.

Calcetín miró desesperado a Angua. Había algo raro en la sonrisa de aquella mujer. Garabateó unas líneas apresuradas.

Zanahoria miró por encima del hombro.

Yo Gerhardt Calcetín le torgo al porteador total y completa posesión del gólem Dorfl a camvio de Un Dólar, y cualquiera cosa que aga aora es responsabilidad de él y yo no tengo nada que ber.

Firmado,

Gerhardt Calcetín

—Tiene algunas palabras interesantes, pero sí que parece legal, ¿verdad? —dijo Zanahoria, cogiendo el papel—. Muchas gracias, señor Calcetín. Creo que es una solución feliz para todos.

—¿Ya está todo? ¿Ya me puedo ir?

—Por supuesto, y…

La puerta se cerró de golpe.

—Oh, bien hecho —dijo Angua—. Así que ahora tienes un gólem. ¿Sabes que todo lo que haga es desde ahora responsabilidad tuya?

—Si eso fuera verdad, ¿por qué la gente los está destrozando a ellos?

—¿Pero para qué lo vas a usar?

Zanahoria observó con expresión pensativa a Dorfl, que estaba mirando fijamente el suelo.

—¿Dorfl?

El gólem levantó la vista.

—Aquí tienes tu recibo. Ya no te hace falta tener amo. El gólem cogió el trozo de papel entre dos gruesos dedos. —Esto quiere decir que eres tu propio dueño —dijo Zanahoria en tono alentador—. Eres dueño de ti mismo. Dorfl se encogió de hombros.

—¿Qué esperabas? —dijo Angua—. ¿Creías que iba a agitar una banderita?

—Creo que no lo entiende —dijo Zanahoria—. Cuesta bastante meterle ciertas ideas en la cabeza a la gente… —Se detuvo de golpe.

Zanahoria sacó el papel de los dedos de Dorfl, que no se resistieron.

—Supongo que podría funcionar —dijo—. Parece un poco… invasivo. Pero al fin y al cabo, lo que entienden son las palabras…

Levantó la mano, abrió la tapa de la cabeza de Dorfl y dejó caer el papel adentro.

El gólem parpadeó. Es decir, los ojos se le apagaron y luego se volvieron a iluminar. Levantó una mano muy despacio y se dio un golpecito en la coronilla. Luego levantó la otra mano y la hizo girar a un lado y a otro, como si no hubiera visto una mano nunca. Bajó la mirada hacia sus pies y la desvió hacia los edificios amortajados de niebla. Miró a Zanahoria. Levantó la mirada hacia las nubes que había por encima de la calle. Volvió a mirar a Zanahoria.

Luego, muy despacio, y sin doblarse de ninguna forma, se cayó de espaldas y dio en los adoquines con un golpe sordo. Se le desvaneció la luz de los ojos.

—Hale —dijo Angua—. Ahora está roto. ¿Podemos irnos?

—Sigue teniendo un poco de luz —dijo Zanahoria—. Debe de haber sido demasiado para él. No lo podemos dejar aquí. Tal vez si le saco el recibo…

Se arrodilló junto al gólem y extendió la mano hacia la abertura que tenía en la cabeza.

La mano de Dorfl se movió tan deprisa que ni siquiera pareció que se moviera. Simplemente estaba allí, agarrando la muñeca de Zanahoria.

—Ah —dijo Zanahoria, retirando suavemente el brazo—. Es obvio… que se encuentra mejor.

—Tsssssss —dijo Dorfl. La voz del gólem tembló en medio de la niebla.

Los gólems tenían boca. Era parte de su diseño. Pero aquella estaba abierta y dejaba ver una fina línea de luz roja.

—Oh, por todos los dioses —dijo Angua, retrocediendo—. ¡Pero si no pueden hablar!

—¡Tssss! —No era tanto una sílaba como un ruido de vapor al escaparse.

—Te buscaré tu trozo de pizarra… —empezó a decir Zanahoria, mirando apresuradamente a su alrededor.

—¡Tssss!

Dorfl se puso de pie con dificultad, lo apartó de su camino con gentileza y se alejó dando zancadas.

—¿Ya estás contento? —dijo Angua—. ¡No pienso seguir a esa condenada cosa! ¡Tal vez vaya a tirarse al río!

Zanahoria corrió un momento detrás de la figura, después se detuvo y regresó.

—¿Por qué los odias tanto? —preguntó.

—No lo entenderías. De veras creo que no lo entenderías —dijo Angua—. Es una cosa… de no-muertos. Ellos… es como si te tiraran a la cara el hecho de que no eres un ser humano.

—¡Pero tú eres humana!

—Tres semanas de cada cuatro. ¿No entiendes que, cuando una tiene que andarse con cuidado todo el tiempo, es espantoso ver que la gente acepta a cosas como esa? Ni siquiera están vivos. Pero pueden andar por ahí y los transeúntes nunca les hacen comentarios sobre plata o sobre ajo… por lo menos hasta ahora. ¡No son más que máquinas para hacer el trabajo!

—Así es como la gente los trata, ciertamente —dijo Zanahoria.

—¡Ya estás volviendo a ser razonable! —le espetó Angua—. ¡Estás viendo las cosas desde el punto de vista de todos a propósito! ¿No podrías al menos intentar ser injusto por una vez en la vida?

* * *

A Nobby lo habían dejado un momento a solas mientras la fiesta bullía a su alrededor, así que había apartado a codazos a unos cuantos camareros del bufet y ahora se estaba dedicando a raspar un cuenco con su cuchillo.

—Ah, lord de Nobbes —dijo una voz detrás de él.

El se giró.

—Hey, qué pasa —dijo, lamiendo el cuchillo y limpiándolo en el mantel.

—¿Está ocupado, milord?

—Solamente me estaba haciendo un bocata de esta pasta de carne —dijo Nobby.

—Eso es paté de foie gras, milord.

—¿Así se llama? No está tan rico como el Engrudo de ternera de Clammer, eso está claro. ¿Quiere un huevo de codorniz? Son un poco pequeños.

—No, gracias…

—Los hay a patadas —dijo Nobby, generosamente— Y son gratis. No hay que pagar.

—Aun así…

—Me puedo meter hasta seis en la boca. Mire…

—Asombroso, milord. Me estaba preguntando, sin embargo, si le apetecería unirse a unos cuantos de nosotros en la sala de fumar.

—¿Fghmf? ¿Mfgmf fgmf mgghjf?

—Por supuesto. —Un brazo amistoso apareció sobre los hombros de Nobby y procedió a pilotarlo diestramente lejos del bufet, pero no antes de que agarrara un plato lleno de muslos de pollo—. Hay mucha gente que quiere hablar con usted…

—¿Mgffmph?

* * *

El sargento Colon intentó lavarse, pero intentar lavarse con agua del Ankh era una maniobra difícil. Lo máximo a lo que se podía aspirar era un tono gris de cuerpo entero.

Fred Colon no había alcanzado un grado de desesperación tan sofisticado como el de Vimes. Vimes era de la opinión de que la vida estaba tan llena de cosas sucediendo erráticamente en todas direcciones que las posibilidades de que alguna de ellas pudiera tener alguna clase de sentido relevante eran extremadamente remotas. Colon, que tenía una naturaleza más optimista y un intelecto mucho más lento, seguía en la fase de las pistas son importantes.

¿Por qué lo habían atado con cordel? Seguía teniendo varios trozos enrollados en los brazos y las piernas.

—¿Estás seguro de que no sabes dónde me tenían? —dijo.

—Tú entraste allí —dijo Pequeño Loco Arthur, trotando a su lado—. ¿Cómo es que no lo sabes?

—Porque estaba oscuro y había niebla y yo no estaba prestando atención, por eso. Iba sumergido en mis pensamientos.

—Ja, esa sí que es buena.

—No me fastidies. ¿Dónde me tenían?

—A mí no me preguntes —dijo Pequeño Loco Arthur—. Yo solamente cazo por debajo de la zona del mercado de ganado. Me da igual lo que haya encima. Como he dicho, los túneles van a todas partes.

—¿Alguien de por allí fabrica cordeles?

—Son todo cosas de animales, te lo digo. Salchichas y jabón y cosas de esas. ¿Ahora viene cuando me das el dinero?

Colon se palmeó los bolsillos. Los bolsillos chapotearon.

—Vas a tener que venir a la Casa de la Guardia, Pequeño Loco Arthur.

—¡Yo llevo un negocio aquí!

—Te tomo juramento como Miembro Especial de la Guardia por una noche —dijo Colon.

—¿Cuánto se paga?

—Un dólar por noche.

A Pequeño Loco Arthur le brillaron los ojitos. Con un brillo rojo.

—Por los dioses, tienes un aspecto terrible —dijo Colon—. ¿Por qué me estás mirando la oreja?

Pequeño Loco Arthur no dijo nada. Colon se giró.

Detrás de él había un gólem. Era el más alto que había visto nunca y el mejor proporcionado: no tenía esa forma tosca de la mayoría de los gólems, sino que era una verdadera estatua humana, incluso atractiva, al estilo frío de las estatuas. Y los ojos le brillaban como dos reflectores rojos.

Levantó un puño por encima de la cabeza y abrió la boca. Salió otro chorro de luz roja.

El gólem bramó como un toro.

Pequeño Loco Arthur le dio una patada a Colon en el tobillo.

—¿Vamos a echar a correr o qué? —dijo.

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