—¡Me van a matar, Arthur! ¡Y tú ahí meándote de risa!
—¡Aja, ese es bueno!
Varias células desesperadas centellearon en la mente de Colon.
—He estado siguiendo el rastro a esos tipos que te envenenaron las ratas —dijo.
—¡El Gremio de Cazadores de Ratas! —gruñó Arthur, a punto de dejar caer un remo—. Ya sabía yo que eran ellos, ¿verdad? ¡Aquí es donde cazo las ratas! ¡Y esto está lleno hasta arriba de ellas, más muertas que un fiambre!
—¡Exacto! ¡Y tengo que darle sus nombres al comandante Vimes! ¡En persona! ¡Con todos mis brazos y piernas! ¡Es muy quisquilloso con esas cosas!
—¿Sabes que estás encima de una trampilla? —preguntó Arthur—. Espera justo ahí.
Arthur se alejó remando. Colon rodó por el suelo. Al cabo de un rato se oyó un ruido de algo que rascaba en las paredes y entonces alguien le dio una patada en la oreja.
—¡Au!
—¿Habrá algo de dinero en esto? —dijo Pequeño Loco Arthur, sosteniendo en alto su cabo de vela. Era muy pequeña, como las que se ponen en el pastel de cumpleaños de los niños.
—¿Qué pasa con tu deber ciudadano?
—Vale, o sea que no hay pasta en esto.
—¡Mucha! ¡Lo prometo! ¡Ahora desátame!
—Pero si han usado cordel —dijo Arthur, desde algún lugar cerca de las manos de Colon—. Nada de soga como es debido.
Colon notó las manos libres, aunque seguía sintiendo presión alrededor de las muñecas.
—¿Dónde está la trampilla? —preguntó.
—Estás encima. Va bien para tirar cosas. No parece que la hayan usado en años, desde abajo. ¡Eh, últimamente estoy encontrando ratas muertas ahí abajo a punta pala! ¡Tan gordas como tu cabeza y el doble de muertas! ¡Y yo que creía que las que cogí para TaPAdr eran un poquillo lentas!
Se oyó el sonido de una cuerda tensa al soltarse y las piernas de Colon quedaron libres. Se incorporó con cautela e intentó reanimárselas dándose un masaje.
—¿Hay alguna otra salida? —preguntó.
—Para mí muchas, pero ninguna para un estúpido grandullón como tú —dijo Pequeño Loco Arthur—. Vas a tener que salir nadando.
—¿Quieres que me tire ahí dentro?
—No te preocupes, no te puedes ahogar.
—¿Estás seguro?
—Sí. Pero te puedes asfixiar. ¿Sabes ese arroyo del que hablan? ¿Ese en el que te puedes aguantar a flote sin paleta?
—No será este, ¿verdad? —dijo Colon.
—Es por los corrales —dijo Pequeño Loco Arthur—. El ganado en corrales siempre está un poco nervioso.
—Sé cómo se sienten.
Se oyó un crujido al otro lado de la puerta. Colon consiguió ponerse de pie.
Se abrió la puerta.
Una figura llenó la entrada. Solo se distinguía su contorno porque la luz estaba detrás de ella, pero Colon levantó la mirada y vio dos ojos triangulares y relucientes.
El cuerpo de Colon, que en muchos sentidos era más inteligente que la mente que tenía que llevar a cuestas, tomó el mando. Hizo uso del impulso alimentado por la adrenalina que el cerebro le había proporcionado y dio un salto de un metro por lo menos, poniendo los pies de punta al comenzar el descenso de forma que las punteras de hierro de las botas de Colon golpearan juntas la trampilla.
La suciedad acumulada de años y el óxido del hierro cedieron.
Colon atravesó el suelo. Por suerte su cuerpo tuvo la previsión de agarrarse su propia nariz cuando cayó sobre el tan vilipendiado arroyo, que hizo:
Gluup.
Mucha gente, cuando se precipita en el agua, lucha por respirar. El sargento Colon luchó por no hacerlo. La alternativa era demasiado horrible para planteársela.
Se volvió a elevar, sostenido en parte por los diversos gases que emitía el lodo. A pocos pies de allí, la vela que había en la balsa balanceante de Pequeño Loco Arthur empezó a arder con una llama azul.
Alguien aterrizó sobre su casco y le propinó un taconazo igual que un hombre espolea a su caballo.
—¡Gira a la derecha! ¡Adelante!
Medio caminando y medio nadando, Colon bajó penosamente por el fétido desagüe. El terror le prestaba las fuerzas. Le pasaría factura con intereses más adelante, pero por ahora Colon dejaba una estela. Que tardaba varios segundos en cerrarse detrás de él.
No se detuvo hasta que una repentina falta de presión encima de él le indicó que se encontraba al aire libre. Extendió las manos hacia la oscuridad, encontró los pilares grasientos de un embarcadero y se agarró a ellos, resollando.
—¿Qué era esa cosa? —preguntó Pequeño Loco Arthur.
—Gólem —jadeó Colon.
Consiguió poner una mano sobre los tablones del embarcadero, intentó auparse, flaqueó y se volvió a hundir en las aguas.
—Eh, ¿tú no oyes nada? —dijo Pequeño Loco Arthur.
El sargento Colon se alzó como un misil lanzado desde un submarino y aterrizó sobre el muelle, donde se encogió.
—Ná, debía de ser un pájaro o algo —dijo Pequeño Loco Arthur.
—¿Cómo te llaman tus amigos, Pequeño Loco Arthur? —murmuró Colon.
—Nosé. No tengo ninguno.
—Caray, qué sorpresa.
* * *
Lord de Nobbes tenía un montón de amigos ahora.
—¡Por la trampilla! ¡Te estoy mirando el trasero! —dijo.
Hubo carcajadas estridentes.
Nobby sonrió feliz en medio de la multitud. No se acordaba de la última vez que se había divertido tanto con toda la ropa puesta.
En la otra punta del salón de lady Selachii se cerró una puerta con discreción, y en la cómoda sala de fumar que había al otro lado varias personas anónimas se sentaron en sillones de cuero y se miraron entre ellas con caras expectantes.
Por fin uno dijo:
—Es asombroso. Francamente asombroso. El tipo es nompático de verdad.
—¿Y eso significa…?
—Significa que es tan asqueroso que fascina a la gente. Como esas historias que estaba contando… ¿Os habéis dado cuenta de que la gente no paraba de animarlo porque no se acababan de creer que alguien pudiera contar chistes como esos en presencia de señoras?
—Pues la verdad es que a mí me ha gustado el del hombre muy pequeñito que tocaba el piano…
—¡Y sus modales a la mesa! ¿Os habéis fijado?
—No.
—¡Exactamente!
—Y el olor, no os olvidéis del olor.
—No era tanto un mal olor como un olor… raro.
—En realidad, he observado que al cabo de unos pocos minutos la nariz se cierra y después ya…
– Quiero decir que, de alguna forma extraña, atrae a la gente.
—Como una ejecución pública.
Hubo un momento de silencio reflexivo.
—Es un tipejo gracioso, sin embargo, a su manera.
—Aunque no muy listo.
—Dale su pinta de cerveza y un plato de lo que fueran esas cosas con uñas y es más feliz que un cerdo revolcándose en el barro.
—Eso me parece un poco insultante.
—Lo siento.
—He conocido a algunos cerdos espléndidos.
—Por supuesto.
—Pero lo cierto es que me lo imagino bebiendo cerveza y comiendo pies mientras firma las proclamas reales.
—Sí, es verdad. Ejem. ¿Creéis que sabe leer?
—¿Acaso importa?
Hubo un poco más de silencio, ocupado por el ajetreo de las mentes en plena aceleración. Luego alguien dijo:
—Otra cosa… es que no tendremos que preocuparnos por que se establezca una sucesión real que nos pueda ser inconveniente.
—¿Qué te hace pensar eso?
—¿Te imaginas a alguna princesa casándose con él?
—Bueeeno… Se conocen casos de princesas que besaron a ranas…
—A ranas, sí.
—… Y por supuesto, el poder y la realeza son afrodisíacos muy fuertes…
—¿Cómo de fuertes, dirías?
Más silencio. Y luego:
—Probablemente no tan fuertes.
—Tendría que servirnos.
—Espléndido.
—Dragón lo ha hecho bien. Supongo que el pequeño desgraciado no es un conde de verdad, a todo esto…
—No seas tonto.
* * *
Jovielle Culopequeño estaba sentada incómodamente en el taburete alto de detrás del mostrador. Lo único que tenía que hacer, según le habían dicho, era llevar el registro de las patrullas que entraban y salían con el cambio de turno.
Unos cuantos hombres la miraron raro pero no dijeron nada, y ya empezaba a relajarse cuando entraron los cuatro enanos de la ronda del Camino de los Reyes.
Se la quedaron mirando fijamente. Y a sus orejas.
Sus miradas viajaron hacia abajo. En Ankh-Morpork los mostradores no tenían panel delantero. Lo único que solía verse debajo de la mesa era la mitad inferior del sargento Colon. Entre el gran número de buenas razones que existían para esconder la mitad inferior del Sargento Colon, su potencial para generar lujuria no se contaba entre las diez primeras.
—Eso es… ropa de chica, ¿no? —preguntó uno de los enanos.
Jovielle tragó saliva. ¿Por qué ahora? Había supuesto que Angua estaría presente cuando pasara. La gente siempre se tranquilizaba cuando ella les sonreía, era realmente asombroso.
—¿Y qué? —dijo ella con voz temblorosa—. ¿Qué pasa? Puedo llevarla si quiero, ¿no?
—Y… en tu oreja…
—¿Qué?
—Eso es… mi madre nunca ni siquiera… argh… ¡es asqueroso! ¡Y en público! ¿Qué pasa si entran niños?
—¡Te veo los tobillos! —dijo otro enano.
—¡Voy a hablar de esto con el capitán Zanahoria! —dijo el tercero—. ¡Nunca creí que viviría para ver este día!
Dos de los enanos echaron a andar furiosos hacia la sala de las consignas. El tercero se apresuró tras ellos, pero vaciló cuando llegó a la altura del mostrador. Miró a Jovielle con expresión frenética.
—Esto… eh… bonitos tobillos, eso sí —dijo, y echó a correr. El cuarto enano esperó a que los demás se fueran y se acercó con sigilo.
Jovielle estaba temblando de nervios.
—¡No se te ocurra decir nada de mis piernas! —dijo, levantando un dedo.
—Esto… —El enano miró apresuradamente a su alrededor y se inclinó hacia delante—. Esto… ¿eso es… pintalabios?
—¡Sí! ¿Qué pasa?
—Esto… —El enano se inclinó hacia delante todavía más, volvió a mirar a su alrededor, esta vez con gesto conspiratorio, y bajó la voz—. Esto… ¿me lo puedo probar?
* * *
Angua y Zanahoria caminaban a través de la niebla en silencio, solamente roto por la ocasional indicación breve y seca de Angua.
Luego ella se detuvo. Hasta aquel momento el olor de Dorfl, o por lo menos el rastro fresco a carne vieja y boñiga de vaca, estaba dirigiéndose de forma bastante directa hacia el distrito de los mataderos.
—Ha ido por este callejón —dijo—. Eso es casi volver sobre sus pasos. Y… estaba acelerando el paso… y… hay montones de humanos y… ¿salchichas?
Zanahoria echó a correr. Montones de gente y olor a salchichas significaba que había función en aquel teatro callejero que era la vida de Ankh-Morpork.
Al fondo del callejón había una multitud. Era obvio que llevaba cierto tiempo allí, porque al fondo había una figura familiar con una bandeja, estirando el cuello para ver por encima de las cabezas de la gente.
—¿Qué está pasando, señor Escurridizo? —dijo Zanahoria.
—Ah, hola, capi. Tienen a un gólem.
—¿Quién lo tiene?
—Ah, unos tipos. Acaban de traer los martillos.
Zanahoria tenía delante un embotellamiento de cuerpos. Juntó las dos manos, las embutió entre dos personas y luego las separó. Gruñendo y forcejeando, la multitud se abrió como una corriente de agua ante un profeta de primera clase.
Dorfl estaba acorralado al final del callejón. Tres hombres armados con martillos se estaban acercando al gólem con cautela, al estilo de las turbas, todos ellos reacios a asestar el primer golpe en caso de que el segundo golpe les cayera encima a uno de ellos.
El gólem retrocedió, protegiéndose con su pizarra, en la que tenía escrito:
VALGO 530 DÓLARES.
—¿Dinero? —dijo uno de los hombres—. ¡Es lo único en lo que pensáis, cacharros!
Un martillazo hizo añicos la pizarra.
Luego el hombre intentó volver a levantar el martillo. Cuando notó que este no se movía, a punto estuvo de dar un salto mortal hacia atrás.
—El dinero es lo único en que se puede pensar cuando todo lo que se tiene es un precio —dijo Zanahoria en tono tranquilo, retorciendo el martillo hasta quedárselo—. ¿Qué cree que está haciendo, amigo?
—¡No puede impedírnoslo! —balbuceó el hombre—. ¡Todo el mundo sabe que no están vivos!
—Pero sí puedo arrestarlo por daños intencionados a la propiedad privada —dijo Zanahoria.
—¡Uno de estos mató al viejo sacerdote!
—¿Perdón? —dijo Zanahoria—. Si solamente es una cosa, ¿cómo puede cometer asesinato? Una espada es una cosa. —Desenvainó su espada con un sonido casi sedoso—. Y por supuesto, no puede usted echar la culpa a una espada si alguien la blande contra usted, señor.
El hombre se puso bizco mientras intentaba fijar la vista en la espada.
Y nuevamente, Angua sintió aquel toque de perplejidad. Zanahoria no estaba amenazando al hombre. No estaba amenazando al hombre. Simplemente se estaba valiendo de la espada para demostrar un… bueno, una idea. Y aquello era todo. Se quedaría bastante asombrado si se enterara de que no todo el mundo lo vería así.