Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Buenas tardes, Ron —dijo Vimes, sin molestarse siquiera en mirar a la figura.

Viejo Apestoso Ron echó a caminar detrás de él.

—Quesejodan me han quitado de en medio ya lo creo…

—Sí, Ron —dijo Vimes.

—… Y gamba… quesejodan, digo yo, pon el pan en el lado de la mantequilla… Dice la Reina Moíly que vigile sus espaldas, caballero.

—¿Cómo dices?

—¡Y a freído! —dijo Viejo Apestoso Ron en tono inocente—. ¡Que les pongan a todos pantalones, me han dejado fuera, ellos y su enorme comadreja!

El mendigo dio la vuelta con movimientos bamboleantes y, arrastrando el borde del abrigo inmundo por el suelo, se adentró cojeando en la niebla. Su perrillo iba trotando delante de él.

La sala del servicio era un pandemónium.

—¿Más Winkles Old Peculiar? —ofreció el mayordomo.

—¡Otras ciento cuatro pintas! —dijo el lacayo.

El mayordomo se encogió de hombros.

—Harry, Sid, Rob y Jeffrey… ¡coged dos bandejas cada uno y bajad otra vez a La Cabeza del Rey ahora mismo! ¿Qué más está haciendo?

—Bueno, se supone que tenían una lectura de poesía, pero él se está dedicando a contarles chistes.

—¿Anécdotas?

—No exactamente.

* * *

Era asombroso que pudiera lloviznar y haber niebla a la vez. El viento se dedicaba a meter ambas cosas por la ventana abierta, y Vimes se vio obligado a cerrarla. Encendió las velas que tenía junto a la mesa y abrió su cuaderno.

Probablemente debería usar el organizador demoníaco, pero le gustaba ver las cosas escritas bien claras y llanas. Pensaba mejor cuando apuntaba las cosas.

Escribió «Arsénico» y rodeó la palabra con un círculo. Alrededor del círculo escribió: «Uñas del padre Tubelcek» y «Ratas» y «Vetinari» y «Señora Fácil». Más abajo escribió: «Gólems» y trazó un segundo círculo. Alrededor de este escribió: «¿Padre Tubelcek?» y «¿Señor Hopkinson?». Después de pensarlo un poco añadió: «Arcilla robada» y «Grog».

Y luego: «¿Por qué un gólem confesaría algo que no hizo?».

Miró un momento la luz de la vela y luego escribió: «Las ratas comen cosas».

Pasó más tiempo.

«¿Qué tiene el sacerdote que todo el mundo quiere?» Del piso de abajo vino un ruido de armaduras cuando entró una patrulla. Un cabo gritó.

«Palabras —escribió Vimes—. ¿Qué tenía el señor Hopkinson? ¿Pan de los enanos? —* No robado. ¿Qué más tenía?»

Vimes también se quedó mirando aquello y luego escribió: «Panadería». Miró un rato la palabra, la borró y la reemplazó por «¿Horno?». Trazó un círculo alrededor de «¿Horno?» y un círculo alrededor de «Arcilla robada» y unió ambos.

Había habido arsénico debajo de las uñas del viejo sacerdote. ¿Tal vez había echado veneno para las ratas? El arsénico se usaba para muchas cosas. Era algo que se podía comprar a peso en cualquier alquimista.

Escribió «Monstruo de Arsénico» y fijó allí la mirada. Debajo de las uñas se encontraba suciedad. Si alguien había ofrecido resistencia se podía encontrar sangre o piel. No se encontraban grasa y arsénico.

Volvió a mirar la página y, después de pensar todavía más, escribió: «Los gólems no están vivos. Pero creen que sí. ¿Qué hacen las cosas que están vivas? —» Resp.: Respiran, comen, cagan». Hizo una pausa, contemplando la niebla, y luego escribió con mucha cautela: «Y crean más cosas».

Algo le produjo un cosquilleo en la nuca.

Trazó un círculo alrededor del nombre del difunto Hopkin-son y luego una línea que bajaba por la página hasta otro círculo, en el que escribió: «Tenía un horno grande».

Hum. Jovial había dicho que no se podía cocer bien la arcilla en un horno para el pan. Pero tal vez se podía cocer mal.

Volvió a mirar la luz de la vela.

No podían hacer algo así, ¿verdad? Oh, dioses… No, seguro que no…

Pero al fin y al cabo, lo único que hacía falta era barro. Y un religioso que supiera escribir las palabras. Y alguien que esculpiera el cuerpo, supuso Vimes, pero los gólems habían tenido cientos y cientos de años para aprender a usar bien las manos…

Aquellas manos enormes. Las que tenían tanto aspecto de puños.

Y luego lo primero que querrían hacer sería destruir las pruebas, ¿verdad? Probablemente ellos no lo considerarían matar, sino algo más parecido a apagar.

Trazó otro círculo más bien deforme sobre sus apuntes.

Grog. Arcilla vieja cocida, machacada bien fina.

Habían añadido un poco de su propia arcilla. Dorfl tenía un pie nuevo, ¿verdad? No se lo había fabricado bien del todo. Habían puesto partes de sí mismos para hacer un gólem nuevo.

Todo aquello sonaba… bueno, Nobby diría que era una ascosidad. Vimes no sabía qué decir. Le sonaba como el estilo de cosa que haría una sociedad secreta. «Barro de mi barro.» Mi propia carne y sangre…

Malditos gigantones. ¡Imitando a sus dueños!

Vimes bostezó. Sueño. Mejor que se fuera a dormir un poco. O algo.

Se quedó mirando la página. Su mano descendió con gesto automático al último cajón de su mesa, como siempre que estaba preocupado y trataba de pensar. No es que últimamente hubiera jamás una botella allí, pero las viejas costumbres costaban de…

Se oyó un suave ching de cristal y el ruidito seductor del líquido al agitarse.

La mano de Vimes reapareció con una gruesa botella. La etiqueta decía: «Destilerías Abrazodeoso: El MacAbro, hecho con la mejor malta».

El líquido de dentro casi trepaba de emoción por las paredes de cristal.

Vimes la miró fijamente. Había metido la mano en el cajón para coger la botella de whisky y allí estaba.

Pero no tendría que estar. Sabía que Zanahoria y Fred Colon mantenían un ojo puesto en él, pero no había comprado ni una botella desde que se casó porque se lo había prometido a Sybil, ¿verdad…?

Pero aquel no era un matarratas cualquiera. Aquello era El MacAbro…

Lo había probado una vez. Ahora no se acordaba de cómo, ya que en aquella época todo el licor que bebía solía tener la sutileza de un mazazo en el oído interno. Debió de conseguir el dinero de alguna manera. Solamente olerlo había sido como la Noche de la vigilia de los cerdos. Solamente olerlo…

* * *

—Y entonces ella dijo: «¡Qué raro… anoche no hizo lo mismo!» —dijo el cabo Nobbs.

Se quedó mirando a los presentes con una sonrisa.

Hubo silencio. Luego alguien en la multitud se echó a reír, con una de esas risas inseguras con que se ríe alguien que no está seguro de que no lo vayan a hacer callar los que están a su alrededor. Otro hombre se rió. Luego lo captaron dos más. Por fin el grupo entero estalló en carcajadas.

Nobby se regodeó.

—Luego me sé el del klatchiano que entra en un bar con un piano diminuto… —empezó a decir.

—Creo —dijo lady Selachii en tono firme— que el bufet está listo.

—¿Tiene manitas de cerdo? —dijo Nobby en tono jovial—. Siempre queda bien con la Winkles, un plato de manitas de cerdo.

—No acostumbro a comer extremidades —dijo lady Selachii.

—Un bocadillo de manitas de cerdo… ¿Nunca ha probado las manitas? Es lo mejor que hay —aseguró Nobby.

—¿Tal vez… no sea… la comida más delicada? —dijo lady Selachii.

—Oh, se le pueden cortas las duricias —dijo Nobby—. Hasta las uñas, si uno tiene el día pijo.

* * *

El sargento Colon abrió los ojos y gimió. Le dolía la cabeza. Le habían golpeado con algo. Debía de haber sido una pared.

También lo habían atado. Estaba amarrado de manos y pies.

Parecía estar tumbado a oscuras en un suelo de madera. El aire olía a grasa, lo cual resultaba familiar y al mismo tiempo molestamente irreconocible.

Mientras se le acostumbraban los ojos a la oscuridad pudo distinguir unas líneas muy tenues de luz, como las que podían perfilar una puerta. También oyó voces.

Intentó ponerse de rodillas y gimió mientras le crepitaba más dolor en la cabeza.

Cuando la gente te ataba era mala señal. Por supuesto, era mucho mejor señal que cuando te mataban, pero también podía significar que te estaban guardando para matarte más tarde.

Antes aquellas cosas no pasaban nunca, se dijo. En los viejos tiempos, si pillabas a alguien robando, prácticamente le dejabas la puerta abierta para que se escapara. Así era como volvías a casa de una pieza.

Ayudándose del ángulo que quedaba entre una pared y una caja enorme consiguió ponerse de pie. No era una gran mejora respecto a su posición inicial, pero tras esperar a que se desvaneciese el trueno de su cabeza pudo ir dando saltitos torpes hacia la puerta. Seguía habiendo voces al otro lado.

El sargento Colon no era el único que tenía problemas.

—¡… payaso! ¿Para esto me traes aquí? ¡En la Guardia hay una mujer loba! A-já. No una de esas abominaciones. ¡Una bimórfica completa! ¡Si tiraras una moneda, podría oler de qué lado cae!

—¿Y si lo matamos y nos llevamos su cuerpo?

—¿Crees que ella no podría oler la diferencia entre un cadáver y un cuerpo vivo?

El sargento Colon dejó escapar un débil gemido.

—Esto, podríamos llevarlo a otra parte aprovechando la niebla…

—Y también pueden oler el miedo, idiota. A-já. ¿Por qué no podías dejarle que echara un vistazo? ¿Qué iba a encontrar? Conozco a ese poli. Es un cobarde viejo y gordo con el cerebro de, a-já, un cerdo. Apesta a miedo todo el tiempo.

El sargento Colon confió en no empezar a apestar a otra cosa en cualquier momento.

—Manda a Meshugah a por él, a-já.

—¿Está seguro? Se está poniendo muy raro. Se va a dar vueltas por ahí y grita en medio de la noche, y se supone que no tendrían que hacer eso. Y se está resquebrajando todo. No me extraña que los memos de los gólems no hagan las cosas bie…

—Todo el mundo sabe que no se puede confiar en los gólems. A-já. ¡Hazlo!

—He oído que Vimes está…

—¡Ya me he encargado yo de Vimes!

Colon se apartó de la puerta lo más silenciosamente que pudo. No tenía ni la más remota idea de qué era aquella cosa llamada Meshugah que habían hecho los gólems, aunque daba la impresión de que era buena idea estar donde la cosa no estuviera.

Bien, si fuera un tipo lleno de recursos como Sam Vimes o el capitán Zanahoria, encontraría… un clavo o algo para cortar aquellas cuerdas, ¿no? Estaban prietas de verdad, y se le clavaban en las muñecas de tan fina que era la cuerda: poco más que un cordel enrollado y anudado muchas veces. Si pudiera encontrar algo donde frotarlo…

Pero por desgracia, y en contra de todo sentido común, a veces la gente arrojaba de forma desconsiderada a sus enemigos maniatados dentro de cuartos completamente desprovistos de clavos, útiles puntas afiladas de piedra, trozos de cristal roto o ni siquiera, en casos extremos, suficientes piezas de chatarra vieja o herramientas como para construir un coche blindado totalmente funcional.

Logró ponerse otra vez de rodillas y avanzó por los tablones. Hasta una astilla le serviría. Un pedazo de metal. Una puerta abierta de par en par con un letrero que dijera LIBERTAD. Se conformaba con cualquier cosa.

Lo que encontró fue un pequeño círculo de luz en el suelo.

Un nudo de la madera se había desprendido hacía tiempo y la luz, una luz anaranjada y débil, se colaba a través de él.

Colon se inclinó y pegó el ojo al agujero. Por desgracia aquello también acercó su nariz a una distancia similar.

El hedor era atroz.

Tenía un matiz acuoso, o por lo menos líquido. Debía de encontrarse encima de uno de los numerosos arroyos que cruzaban la ciudad, aunque por supuesto hacía siglos que se había construido sobre ellos y ahora se usaban —si es que alguien se acordaba siquiera de su existencia— para aquellos fines que la humanidad siempre había dado al agua limpia y fresca, p.e., volverla tan turbia e imbebible como fuera posible. Y aquella fluía por debajo de los mercados de ganado. El olor a amoníaco se clavó en los senos nasales de Colon como un taladro.

Y aun así, allí abajo había luz.

Contuvo la respiración y echó otro vistazo.

A un par de pies por debajo de él había una pequeña balsa. Sobre la misma había media docena de ratas pulcramente colocadas y también ardía un cabo diminuto de vela.

Un bote de remos minúsculos penetró en su campo de visión. Cargaba una rata en el fondo, y sentado a los remos en el centro de la embarcación pudo ver a…

—¿Pequeño Loco Arthur?

El gnomo levantó la vista.

—¿Quién hay ahí?

—¡Soy yo, tu gran amigo Fred Colon! ¿Puedes echarme una mano?

—¿Qué estás haciendo ahí arriba?

—¡Estoy todo atado y me van a matar! ¿Por qué huele tan mal?

—Es el viejo arroyo Cockbill. Todos los corrales del ganado fluyen en él. —Pequeño Loco Arthur sonrió—. ¿No notas cómo le sienta de maravilla a tus conductos? Puedes llamarme el Rey del Río de Oro, ¿eh?

Autore(a)s: