Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—¿Enana? ¿Él te ha dicho que es una enana?

—Ella-lo corrigió Angua—. Esto es Ankh-Morpork, ¿sabes? Tenemos pronombres extra por aquí.

Angua pudo oler su desconcierto. Por supuesto, todo el mundo sabía que, en algún lugar bajo todas aquellas capas de cuero y cota de malla, los enanos venían en suficientes formas distintas como para asegurar la producción futura de más enanos, pero no era una cuestión que los enanos discutieran más que en aquellos momentos esenciales del cortejo donde de otra forma podían darse situaciones vergonzosas.

—Bueno, en mi opinión podría haber tenido la decencia de callárselo para ella —dijo Zanahoria por fin—. O sea, no tengo nada contra las hembras. Estoy bastante seguro de que mi madrastra lo es. Pero no me parece muy inteligente, ¿sabes?, ir por ahí llamando la atención sobre el hecho.

—Zanahoria, creo que te pasa algo en la cabeza —dijo Angua.

—¿Cómo?

—Creo que la debes de tener metida en el culo. O sea, ¡por los dioses! Un poco de maquillaje y un vestido y ya actúas como si se hubiera convertido en la señorita Va Va Voom y estuviera bailando sobre las mesas en el club La Mofeta.

Hubo unos segundos de silencio escandalizado mientras los dos se planteaban la imagen de una bailarina de striptease enana. Las dos mentes se rebelaron.

—De todas formas —dijo Angua—, si la gente no puede ser ella misma en Ankh-Morpork, ¿dónde lo va a ser?

—Habrá problemas cuando se den cuenta los demás enanos —dijo Zanahoria—. Casi le he visto las rodillas al tipo. A la tipa.

—Todo el mundo tiene rodillas.

—Tal vez, pero ir alardeando de ellas es buscarse problemas. O sea, yo mismo estoy acostumbrado a las rodillas. Yo puedo mirar unas rodillas y pensar: «Oh, sí, rodillas, no son más que bisagras de las piernas», pero algunos de los muchachos…

Angua olisqueó el aire.

—Ha girado a la izquierda por aquí. ¿Algunos de los muchachos qué?

—Bueno… no sé cómo reaccionarán, eso es todo. No tendrías que haberla alentado. Es decir, por supuesto que existen enanas, pero… me refiero a que tienen la decencia de esconderlo.

Oyó tragar saliva a Angua. Su voz sonó bastante lejana cuando dijo:

—Zanahoria, sabes que siempre he respetado tu actitud hacia los ciudadanos de Ankh-Morpork.

—¿Sí?

—Y me ha impresionado la forma en que realmente pareces ser ciego a cuestiones como la forma y el color.

—¿Sí?

—Y siempre parece que te importa la gente.

—¿Sí?

—Y sabes que siento un afecto considerable por ti.

—¿Sí?

—Es solamente que, a veces…

—¿Sí?

—De verdad, de verdad, de verdad que me pregunto por qué.

* * *

Los carruajes aparcados se apretujaban delante de la mansión de lady Selachii cuando el cabo Nobbs llegó paseando por la entrada para coches. Llamó a la puerta. Un lacayo abrió.

—Por la entrada del servicio —dijo el lacayo, e intentó volver a cerrar la puerta.

Pero el pie extendido hacia delante de Nobby estaba preparado para aquello.

—Lee esto —dijo, enseñándole dos trozos de papel.

El primero decía:

Yo, después de escuchar el juicio de numerosos expertos, incluyendo a la señora Slipdry la comadrona, certifico que el balance de las probabilidades indica que el portador de este documento, C.W. St. John Nobbs, es un ser humano.

Firmado,

Lord Vetinari

El otro era la carta de Dragón Rey de Armas.

Los ojos del lacayo se abrieron como platos.

—Oh, lo siento muchísimo, milord —dijo. Volvió a mirar al cabo Nobbs. Nobby estaba recién afeitado (o por lo menos, lo había estado la última vez que se afeitó), pero su cara estaba tan llena de pequeños accidentes topológicos que parecía un ejemplo muy malo de agricultura de tala y quema—. Oh, cielos —añadió el lacayo. Recobró la compostura—. Por lo general los demás visitantes se limitan a presentar sus cartas.

Nobby sacó una baraja gastada.

—Probablemente esté ocupado codeándome durante un rato —dijo—. Pero después no me importaría jugar unas partidas de Mutilar a Doña Cebolla, si quieres.

El lacayo lo miró de arriba abajo. No sacó mucho en claro. Había oído rumores —¿y quién no?— de que el legítimo heredero de la corona de Ankh-Morpork estaba trabajando en la guardia. Y tuvo que admitir que, si uno quisiera esconder a un heredero secreto a la corona, no se lo podía esconder con mayor meticulosidad que bajo la cara de C.W. St. J. Nobbs.

Por otro lado… el lacayo tenía alma de historiador, y sabía que durante su larga historia el mismísimo trono había estado ocupado por criaturas que habían sido jorobadas, tuertas, que habían arrastrado los nudillos por el suelo y que eran feas como un demonio. Partiendo de aquella base, Nobby era tan regio como el que más. Si técnicamente hablando no era jorobado, se debía a que también tenía jorobas por delante y por los lados. Podía llegar el momento, pensó el lacayo, en que valiera la pena subirse al carro de una estrella, aunque dicha estrella fuera una enana roja.

—¿Nunca ha asistido a uno de estos eventos, milord? —dijo.

—Es la primera vez —dijo Nobby.

—Estoy seguro de que la sangre de su señoría estará a la altura de las circunstancias —dijo el lacayo sin mucha convicción.

* * *

«Voy a tener que irme —pensó Angua mientras caminaban deprisa entre la niebla—. No puedo seguir viviendo de un mes para el siguiente.»

«No es que él no sea agradable. Es imposible conocer a un hombre más atento.»

«Es eso precisamente. Se preocupa por todo el mundo. Se preocupa por todo. Se preocupa indiscriminadamente. Lo sabe todo de todo el mundo porque le interesa todo el mundo, y su preocupación siempre es general y nunca personal. El no piensa que personal sea lo mismo que importante.»

«Ojalá tuviera alguna cualidad humana decente, como el egoísmo.»

«Estoy segura de que él no lo ve así, pero salta a la vista que lo de que yo sea una mujer loba le angustia por dentro. Le preocupan las cosas que la gente dice a mis espaldas, y no sabe cómo enfrentarse a ellas.»

«¿Qué fue lo que dijeron aquellos enanos el otro día? Uno dijo algo del estilo: «Se la ve apurada», y el otro dijo: «Sí, apurada por comer». Y vi la expresión de él. Yo puedo aguantar esa clase de cosas… bueno, casi todo el tiempo… pero él no. Ojalá le diera una tunda a alguien. No serviría de nada pero por lo menos se sentiría mejor.»

«La cosa irá a peor. En el mejor de los casos me pillarán en algún corral, y entonces sí que se armará una buena. O me pillarán en la habitación de alguien…»

Intentó bloquear aquella idea pero no pudo. Al licántropo se lo podía controlar, pero no se lo podía domesticar.

«Es la ciudad. Demasiada gente, demasiados olores…»

«Tal vez funcionaría si estuviéramos a solas en alguna parte, pero si yo le dijera «o yo o la ciudad», él ni siquiera pensaría que hubiera elección.»

«Tarde o temprano me tengo que ir a casa. Es lo mejor para él.»

* * *

Vimes regresó caminando por la húmeda noche. Sabía que estaba demasiado furioso para pensar como era debido.

No había llegado a ninguna parte, y eso que el viaje había sido largo. Tenía datos a punta pala y había dado todos los pasos lógicos y correctos, y delante de alguien, en alguna parte, estaba quedando como un tonto.

Probablemente ya estuviera quedando como un tonto delante de Zanahoria. Se había dedicado a tener ideas brillantes —ideas genuinas de policía— y todas habían acabado siendo chorradas. Había intimidado y gritado y hecho todo lo que había que hacer y nada había funcionado. No habían descubierto nada. Solamente habían aumentado su volumen de ignorancia.

El fantasma de la vieja señora Fácil se incorporó en su imaginación. No recordaba gran cosa de ella. Él no había sido más que otro niño mocoso en medio de una multitud de niños mocosos, y ella no había sido más que otra cara preocupada por encima de un delantal. Una de las habitantes de la calle Cockbill. Que cogía trabajos de costura para llegar a fin de mes y mantenía las apariencias y, como el resto de la gente de la calle, se había arrastrado por la vida sin pedir nunca nada y recibiendo todavía menos.

¿Qué otra cosa podía haber hecho? Si casi habían arrancado el maldito papel de las par…

Se detuvo.

Las dos habitaciones tenían el mismo papel de pared. Y todas las habitaciones de la misma planta. Aquel papel verde espantoso.

Pero… no, no podía ser. Vetinari llevaba años durmiendo en aquella habitación, si es que dormía alguna vez. No se podía entrar en secreto y redecorar el lugar sin que alguien se enterase.

Delante de él, la cortina de la niebla se apartó. Pudo vislumbrar un cuarto iluminado por las velas de un edificio cercano antes de que la nube regresara.

La niebla. Sí. Humedad. Infiltrándose, frotándose contra el papel de pared. Aquel papel de pared viejo, polvoriento y mohoso…

¿Habría analizado Jovial aquel papel de pared? Al fin y al cabo, en cierta forma era invisible. No estaba en la habitación porque definía lo que la habitación era. ¿De verdad podían envenenar a alguien las paredes?

Apenas se atrevía a pensar en aquello. Si dejaba que su mente se asentara sobre aquella sospecha, esta se retorcería y se alejaría volando, como todas las demás.

Pero… esta era la buena, le dijo su alma secreta. Todo el tejemaneje de siempre con los sospechosos y las pistas… servía únicamente para mantener al cuerpo entretenido mientras la parte de atrás del cerebro trabajaba por su cuenta. Todos los polis de verdad sabían que no se iban por ahí buscando pistas para poder averiguar quién lo había hecho. No, en realidad se empezaba con una idea bastante clara de quién lo había hecho. De esta forma se sabía qué pistas buscar.

No iba a tener otro día de desconcierto intercalado con ideas desesperadamente brillantes, ¿verdad? Ya era bastante malo mirar la expresión del cabo Culopequeño, que parecía estar volviéndose un poco más colorida cada vez que la miraba.

El le había dicho:

—Ah, el arsénico es un metal, ¿verdad? Así que tal vez la cubertería esté hecha de arsénico.

Y no se le olvidaría la cara que había puesto el enano mientras intentaba explicarle que sí, que tal vez sería posible hacer aquello, siempre y cuando se estuviera seguro de que nadie se iba a dar cuenta de que la cuchara se disolvía en la sopa casi al instante.

Esta vez iba a pensar primero.

* * *

—¡El conde de Ankh, el honorable lord cabo C.W. St. J. Nobbs!

El bisbiseo de las conversaciones se detuvo. Las cabezas se giraron. En medio de la concurrencia alguien se echó a reír y sus vecinos le chistaron de inmediato para que se callara.

Lady Selachii se adelantó. Era una mujer alta y angulosa, con los rasgos afilados y la nariz aguileña que constituían el sello distintivo de la familia. Daba la impresión de que alguien te estaba lanzando un hacha.

Y entonces la dama hizo una reverencia.

A su alrededor hubo gritos ahogados de sorpresa, pero ella fulminó con la mirada a los invitados y se produjeron algunas reverencias e inclinaciones más. En alguna parte al fondo de la sala alguien empezó a decir:

—Pero si ese hombre es un palurdo total… —Y lo hicieron callar.

—¿A alguien se le ha caído algo? —preguntó Nobby, nervioso—. Yo os ayudo a buscar, si queréis.

El lacayo apareció a su lado, con una bandeja en la mano.

—¿Quiere beber algo, milord? —solicitó.

—Sí, vale, una pinta de Winkles —dijo Nobby.

Hubo caras de pasmo. Pero lady Selachii salvó la situación.

—¿Winkles? —dijo.

—Es un tipo de cerveza, milady —aclaró el lacayo.

La dama solamente vaciló un momento.

—Creo que el mayordomo bebe cerveza —dijo—. Encárgate de ello, hombre. Y yo también tomaré una pinta de Winkles. Qué idea tan original.

Aquello tuvo cierto efecto entre aquellos invitados que sabían en qué lado de la galletita salada se extendía su paté.

—¡Por supuesto! ¡Una sugerencia excelente! ¡Una pinta de Winkles para mí también!

—¡Jojó! ¡Genial! ¡Winkles para mí!

—¡Winkles para todos!

—Pero si ese hombre es un cepo…

—¡Que te calles!

* * *

Vimes cruzó el Puente de Latón con cuidado, contando los hipopótamos. Había una novena silueta, pero estaba apoyada en el parapeto y murmurando para sí misma de forma familiar y, al menos para Vimes, nada amenazadora. Los vagos movimientos del aire proyectaban hacia él un olor todavía más fuerte que el del río. Un olor que proclamaba que delante de Vimes había alguien que estaba como una regadera.

—… Quesejoda quesejoda se lo dije, ¿ponlo de pie y quita la punta? ¡Mano de milenio y gamba! Se lo dije, anda que no, ¿y acaso me pinchan…?

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