—Esto… no dejes al agente ahí fuera de pie, Fanley —dijo una voz nerviosa, y el trabajador se apartó a un lado—. Buenas tardes, agente. ¿En qué podemos ayudarlo?
—Comprobamos el arsénico, señor. Parece que hay arsénico que ha estado metiéndose donde no debía.
—Esto… cielos. ¿En serio? Estoy seguro de que aquí no lo usamos, pero entre mientras les pregunto a los capataces. Estoy seguro de que también hay una tetera llena.
Colon miró detrás de sí. La niebla se estaba levantando. El cielo se estaba poniendo gris.
—¡No le diré que no, señor!
La puerta se cerró detrás de él.
Un momento más tarde se oyó el débil chasquido de los cerrojos.
—Bien —dijo Vimes—. Empecemos de nuevo. Cogió un cucharón imaginario.
—Soy el cocinero. He hecho estas nutritivas gachas que saben a pis de perro. Estoy llenando tres cuencos. Todo el mundo me está mirando. Todos los cuencos han sido bien lavados, ¿verdad? Muy bien. Los catadores se quedan con dos, uno para probarlo y últimamente el otro es para que lo compruebe Culopequeño, y luego un sirviente (ese eres tú, Zanahoria) se queda con el tercero y…
—Lo pongo en el montaplatos, señor. Hay uno que sube a cada habitación.
—Yo creía que los subían por la escalera.
—¿Seis pisos? Se enfriaría todo, señor.
—Muy bien… espera. Hemos ido demasiado lejos. Tienes el cuenco. ¿Lo pones en una bandeja?
—Sí, señor.
—Ponlo en la bandeja, pues.
Zanahoria puso obedientemente el cuenco invisible sobre una bandeja invisible.
—¿Algo más? —dijo Vimes.
—Un trozo de pan, señor. Y comprobamosla hogaza.
—¿Cuchara sopera?
—Sí, señor.
—Bueno, pues no te quedes ahí plantado. Ponlas en su sitio… Zanahoria separó una mano de la bandeja invisible para coger un trozo invisible de pan y una cucharada intangible.
—¿Algo más? —dijo Vimes—. ¿Sal y pimienta?
—Creo que recuerdo saleros y pimenteros, señor.
—Pues vamos con ellos.
Vimes escrutó con ojos de halcón el espacio que había entre las manos de Zanahoria.
—No —dijo—. No habremos pasado eso por alto, ¿verdad? O sea… no nos lo habremos dejado, ¿verdad?
Extendió la mano y cogió un tubo invisible.
—Dime que hemos comprobado la sal —dijo.
—Eso es la pimienta, señor —le avisó Zanahoria.
—¡Sal! ¡Mostaza! ¡Vinagre! ¡Pimienta! —dijo Vimes—. No habremos comprobado toda la comida y luego hemos dejado que su señoría se echara veneno para acomodarla a sus gustos, ¿verdad? El arsénico es un metal. ¿No se pueden hacer… sales de metal? Dime que ya nos lo hemos planteado. No somos tan estúpidos, ¿verdad?
—Lo comprobaré ya mismo —dijo Zanahoria. Miró a su alrededor a la desesperada—. Voy a dejar la bandeja aquí…
—Todavía no —dijo Vimes—. Ya he pasado por esto. No hemos de echar a correr gritando «¡Dame una toalla!» solamente porque hayamos tenido una idea. Sigamos mirando, ¿de acuerdo? La cuchara. ¿De qué está hecha?
—Bien pensado. Comprobaré la cubertería, señor.
—¡Ahora es cuando empezamos a cocinar con carbón! ¿Qué ha estado bebiendo?
—Agua hervida, señor. La hemos probado. Y yo he comprobado los vasos.
—Bien. Así pues… tenemos la bandeja y tú pones la bandeja en el montaplatos, ¿y luego qué?
—Los hombres de la cocina tiran de las sogas y la comida sube hasta el sexto piso.
—¿Sin paradas?
Zanahoria puso cara perpleja.
—Sube seis pisos —continuó Vimes—. No es más que un hueco con un cajón grande dentro que se puede subir y bajar, ¿no? Apuesto a que tiene una puerta en cada piso.
—Algunos de los pisos ya apenas se usan hoy en día, señor…
—Mejor aún para nuestro envenenador, ¿eh? Se queda ahí plantado, tan campante, y espera a que venga la bandeja, ¿verdad? Y no tenemos ni idea de si la comida que llega es la que salió, ¿verdad?
—¡Brillante, señor!
—Pasa por la noche, estoy seguro —dijo Vimes—. Vetinari está más animado por las tardes y a la mañana siguiente lo tenemos consumido del todo. ¿A qué hora le suben la cena?
—Ahora que está malo, sobre las seis de la tarde, señor —dijo Zanahoria—. A esa hora ya está oscuro. Y luego continúa escribiendo.
—Bien. Tenemos mucho que hacer. Venga.
* * *
El patricio estaba sentado en la cama leyendo cuando entró Vimes.
—Ah, Vimes —dijo.
—Su cena estará lista en breve, milord —dijo Vimes—. ¿Y puedo mencionarle otra vez que nuestro trabajo sería mucho más fácil si nos dejara sacarlo del palacio?
—Estoy seguro de que lo sería —dijo lord Vetinari.
Se oyó un traqueteo procedente del montaplatos. Vimes cruzó la sala y abrió las puertas.
Había un enano dentro del cajón. Llevaba un cuchillo entre los dientes y un hacha en cada mano y tenía el ceño fruncido por la feroz concentración.
—Cielos —dijo Vetinari con voz débil—. Confío en que por lo menos hayan traído también algo de mostaza.
—¿Algún problema, agente? —dijo Vimes.
—No, feñó —dijo el enano, irguiéndose y quitándose el cuchillo de la boca—. Muy aburrido todo el rato, señor. Había otras puertas y todas parecían estar sin usar, pero yo las he ido clavando de todas formas tal como me dijo el capitán Zanahoria, señor.
—Bien hecho. Ya puede bajar.
Vimes cerró las puertas. Se oyó más traqueteo mientras el enano iniciaba su descenso.
—Todos los detalles cubiertos, ¿eh, Vimes?
—Eso espero, señor.
El cajón volvió a subir, con una bandeja dentro. Vimes la sacó.
—¿Qué es esto?
—Una de guindilla klatchiana sin anchoas —dijo Vimes, levantando la tapa—. La hemos traído del Tugurio de la Pizza de Ron que hay a la vuelta de la esquina. Tal como yo lo veo, nadie puede envenenar toda la comida de la ciudad. Y los cubiertos son de mi casa.
—Tiene usted la mente de un verdadero policía, Vimes.
—Gracias, señor.
—¿De veras? ¿Era un cumplido?
El patricio pinchó el plato con el tenedor con todo el aire de un explorador en un país extraño.
—¿Acaso alguien se ha comido esto ya, Vimes?
—No, señor. Es que cortan la comida así, señor.
—Ah, ya veo. Creí que tal vez los catadores se estaban volviendo demasiado entusiastas —dijo el patricio—. Caramba. Menuda exquisitez me espera.
—Veo que ya se encuentra mejor, señor —dijo Vimes, incómodo.
—Gracias, Vimes.
Después de que Vimes se fuera, lord Vetinari se comió la pizza, o por lo menos las partes de ella que pensó que podía reconocer. Luego apartó a un lado la bandeja y apagó la vela que tenía junto a la cama. Se quedó un momento sentado a oscuras y luego palpó debajo de su almohada hasta que su dedo encontró un pequeño cuchillo afilado y una caja de cerillas.
Gracias a los dioses por Vimes. Había algo simpático en su eficacia desesperada, ardiente y por encima de todo equivocada. Si el pobre hombre tardaba un poco más habría que empezar a darle pistas.
* * *
En la oficina central Zanahoria estaba sentado a solas, mirando a Dorfl.
El gólem estaba allí donde lo habían dejado. Alguien le había colgado un trapo del brazo. La parte superior de su cabeza seguía abierta.
Zanahoria se pasó un rato con la barbilla apoyada en la mano, simplemente mirando. Luego abrió un cajón del escritorio y sacó el chem de Dorfl. Lo examinó. Se puso de pie. Caminó hasta el gólem. Y le puso las palabras en la cabeza.
Una luz naranja fue ganando intensidad en los ojos de Dorfl. Lo que antes era arcilla cocida adoptó esa levísima aura que señalaba el cambio entre lo vivo y lo muerto.
Zanahoria encontró la pizarra y el lápiz del gólem y se los puso en la mano a Dorfl. Entonces dio un paso atrás.
La mirada ardiente lo siguió mientras se quitaba el cinturón de la espada, se desabrochaba la coraza, se sacaba el jubón y por fin la camisa de lana sin mangas por la cabeza.
El resplandor se reflejó en sus músculos. Estos brillaban a la luz de las velas.
—Desarmado —dijo Zanahoria—. No llevo coraza. ¿Lo ves? Ahora escúchame…
Dorfl se abalanzó hacia delante y levantó un puño.
Zanahoria no se movió.
El puño se detuvo a un pelo de los ojos impávidos de Zanahoria.
—Ya me parecía que no podrías —dijo, mientras el gólem volvía a balancear el brazo y su puño se detenía abruptamente a una fracción de centímetro del estómago de Zanahoria—. Pero tarde o temprano tendrás que hablar conmigo. Escribir, quiero decir.
Dorfl hizo una pausa. Cogió el lápiz de la pizarra.
¡SÁCAME LAS PALABRAS!
—Háblame del gólem que ha matado gente. El lápiz no se movió.
—Los demás se han matado a sí mismos —dijo Zanahoria.
LO SÉ.
—¿Y cómo lo sabes?
El gólem se lo quedó mirando. Luego escribió:
BARRO DE MI BARRO.
—¿Sientes lo que sienten los demás gólems? —dijo Zanahoria. Dorfl asintió.
—Y la gente está matando gólems —dijo Zanahoria—. No sé si puedo detener eso. Pero lo puedo intentar. Creo que sé lo que está pasando, Dorfl. En parte. Creo que sé a quién estabais siguiendo. Barro de vuestro barro. Que os avergonzaba a todos. Algo salió mal. Intentasteis arreglarlo. Creo… que todos estabais llenos de esperanzas. Pero las palabras de vuestras cabezas os derrotan todo el tiempo.
El gólem permaneció inmóvil.
—Le vendisteis, ¿verdad? —dijo Zanahoria en voz baja—. ¿Por qué?
Las palabras fueron escritas apresuradamente.
LOS GÓLEMS DEBEN TENER AMO.
—¿Por qué? ¿Porque lo digan las palabras?
¡LOS GÓLEMS DEBEN TENER AMO!
Zanahoria suspiró. Los hombres debían respirar, los peces debían nadar, los gólems debían tener amo.
—No sé si puedo solucionar esto, pero nadie más lo va a intentar, créeme —dijo. Dorfl no se movió.
Zanahoria regresó a donde estaba antes.
—Me pregunto si el viejo sacerdote y el señor Hopkinson hicieron algo… o si ayudaron a hacer algo —dijo, observando la cara del gólem—. Me pregunto si… después… algo se volvió en contra de ellos, si encontró que el mundo era un poco demasiado…
Dorfl permaneció impasible.
Zanahoria asintió.
—En todo caso, eres libre de irte. Lo que pase ahora depende de ti. Yo te ayudaré si puedo. Si un gólem es solo una cosa entonces no puede cometer asesinatos, y yo seguiré intentando descubrir por qué está pasando todo esto. Si los gólems podéis cometer asesinatos, entonces sois personas, y lo que se os está haciendo es terrible y hay que detenerlo. En cualquier caso tú ganas, Dorfl. —Le dio la espalda y removió los papeles de su mesa—. El gran problema —añadió— es que todo el mundo quiere que haya alguien que le lea la mente y luego haga que el mundo funcione como debería. Hasta los gólems, quizá.
Se giró para dar la cara al gólem.
—Sé que tenéis un secreto. Pero tal como van las cosas, no quedará ninguno de vosotros para contarlo. Miró esperanzado a Dorfl.
NO. BARRO DE MI BARRO. NO TRAICIONARÉ .
Zanahoria suspiró.
—Bueno, no te obligaré. —Sonrió—. Aunque, ¿sabes?, podría hacerlo. Podría añadir unas cuantas palabras a tu chem. Decirte que fueras locuaz.
Las llamas se elevaron en los ojos de Dorfl.
—Pero no lo haré. Porque eso sería inhumano. Tú no has asesinado a nadie. No puedo despojarte de tu libertad porque no tienes ninguna. Así que vete. Puedes irte. No es que yo no sepa dónde vives.
TRABAJAR ES VIVIR.
—¿Qué es lo que quieren los gólems, Dorfl? Os he visto caminar por las calles y trabajar todo el tiempo, ¿pero qué es lo que realmente deseáis conseguir?
El lápiz escribió en la pizarra.
DESCANSO.
Entonces Dorfl dio media vuelta y salió del edificio.
—¡Mierda! —dijo Zanahoria, una difícil hazaña lingüística. Tamborileó con los dedos sobre el escritorio, luego se levantó de golpe, se volvió a poner la ropa y recorrió con paso airado el pasillo en busca de Angua.
La encontró apoyada en la pared del despacho de la cabo Culopequeño, hablando con la enana.
—He mandado a Dorfl a su casa —dijo Zanahoria.
—¿Tiene casa? —preguntó Angua.
—Bueno, de vuelta al matadero. Pero probablemente no sea un buen momento para que un gólem vaya solo por ahí, así que voy a caminar un rato detrás de él y echarle un… ¿Se encuentra bien, cabo Culopequeño?
—Sí, señor —dijo Jovielle.
—Lleva puesto un… un… un… —La mente de Zanahoria se rebeló al pensar en lo que llevaba puesto la enana y finalmente se decidió por: —¿Un kilt?
—Sí, señor. Una falda, señor. De cuero, señor.
Zanahoria intentó encontrar una respuesta adecuada y tuvo que recurrir a:
—Oh.
—Yo voy contigo —dijo Angua—. Jovielle puede estar al tanto de la mesa.
—Un… kilt —dijo Zanahoria—. Oh. Bueno, ejem… tenga un ojo puesto en las cosas. No tardaremos. Y… esto… quédese detrás de la mesa, ¿de acuerdo?
—Vamos -dijo Angua.
Cuando salieron a la niebla, Zanahoria dijo:
—¿No te parece que hay algo un poco… raro en Culopequeño?
—A mí me parece una enana perfectamente normal —dijo Angua.