Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Lo habían matado a golpes con una hogaza de pan. Se trata de algo muy poco probable incluso en la peor de las panaderías humanas, pero el pan de los enanos tiene unas propiedades asombrosas como arma ofensiva. Los enanos consideran la panadería una de las disciplinas bélicas. Cuando hablan de comerse una torta saben a qué se refieren.

—Mire esta muesca de aquí-dijo Hopkinson—. ¡Ha estropeado toda la corteza!

Y TAMBIÉN EL CRÁNEO DE USTED, dijo la Muerte.

—Ah, sí-dijo Hopkinson, con la voz de alguien que considera que los cráneos van regalados pero que es muy consciente del valor que su escasez da a una buena pieza de exposición—. ¿Pero qué tiene de malo una simple cachiporra? ¿O incluso un martillo? Yo podría haberle proporcionado uno si me lo hubiera pedido.

La Muerte, que por naturaleza tenía también una personalidad obsesiva, se dio cuenta de que estaba en presencia de un maestro. El difunto señor Hopkinson tenía una voz chillona y llevaba las gafas colgando de un cordel negro —su fantasma lucía ahora el equivalente espiritual de las mismas—, y estas eran siempre señales de una mente que sacaba brillo a la parte inferior de los muebles y guardaba los clips sujetapapeles organizados por tamaños.

—Es una vergüenza —dijo el señor Hopkinson—. Y también una muestra de ingratitud, después de que yo les ayudara con el horno. De verdad me temo que tendré que protestar.

SEÑOR HOPKINSON, ¿ES USTED CONSCIENTE DE QUE ESTÁ MUERTO?

—¿Muerto? —trinó el conservador—. Ah, no. Eso no puede ser de ninguna manera. Ahora no. Es de lo más inconveniente. Ni siquiera he catalogado las magdalenas de combate.

NO IMPORTA.

—No, no. Lo siento pero no me va bien. Va a tener usted que esperarse. Ahora no puedo ocuparme de esa clase de tonterías.

La Muerte se quedó perplejo. Después de la confusión inicial, la mayoría de la gente se sentía en cierto modo aliviada al morirse. Era como si les quitaran un peso subconsciente de encima. Como si las habas cósmicas estuvieran contadas por fin. Había pasado lo peor y ya podían, metafóricamente, continuar con sus vidas. Poca gente trataba el asunto como un simple incordio que podía desaparecer si se quejaban lo bastante.

La mano del señor Hopkinson atravesó el tablero de una mesa.

—Oh.

¿LO VE?

—Esto es del todo inoportuno. ¿No podía usted haber elegido un momento más conveniente?

SOLAMENTE PREVIA CONSULTA CON SU ASESINO.

—Todo esto me parece muy mal organizado. Quiero presentar una queja. Después de todo, pago mis impuestos.

SOY LA MUERTE, NO LOS IMPUESTOS. YO SOLAMENTE VENGO UNA VEZ.

La sombra del señor Hopkinson empezó a desvanecerse.

—Pero es que yo siempre he intentado tenerlo todo planeado de antemano, que es lo sensato…

YO CREO QUE LO MEJOR ES IR TOMANDO LA VIDA TAL COMO VIENE.

—Me parece muy irresponsable.

A MÍ SIEMPRE ME HA FUNCIONADO.

* * *

El palanquín se detuvo delante de Pseudópolis Yard. Vimes dejó que los porteadores se fueran a aparcarlo y entró con paso firme, poniéndose otra vez el abrigo.

Hubo un tiempo, y parecía que fuera ayer, en que la Casa de la Guardia solía estar casi vacía. Estaban solamente el viejo sargento Colon dormitando en su silla y la ropa limpia del cabo Nobbs secándose frente a la lumbre. Y de pronto todo había cambiado.

El sargento Colon lo estaba esperando con una tablilla para sujetar papeles.

—Tengo los informes de las otras Casas de la Guardia, señor —dijo, trotando al lado de Vimes.

—¿Algo especial?

—Ha habido un asesinato algo raro, señor. En una de las viejas casas del Puente Ilegítimo. Un viejo sacerdote. No sé mucho del asunto. La patrulla ha dicho que había que ir a mirar.

—¿Quién lo ha encontrado?

—El agente Visita, señor.

—Oh, dioses.

—Síseñor.

—Intentaré acercarme esta mañana. ¿Algo más?

—El cabo Nobbs está enfermo, señor.

—Oh, eso ya lo sé.

—Me refiero a que está de baja, señor.

—¿Esta vez no es el funeral de su abuela?

—Noseñor.

—¿Cuántos lleva este año, por cierto?

—Siete, señor.

—Una familia muy extraña, los Nobbs.

—Síseñor.

—Fred, no tienes que llamarme «señor» todo el tiempo.

—Tenemos compañía, señor —dijo el sargento, lanzando una mirada significativa hacia un banco de la oficina principal—. Ha venido para ese trabajo de alquimista.

Un enano sonrió con gesto nervioso a Vimes.

—Muy bien —dijo Vimes—. Lo veré en mi despacho. —Metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó el monedero del asesino—. Pon esto en el Fondo Para Viudas y Huérfanos, ¿quieres, Fred?

—Sí. Oh, bien hecho, señor. Un poco más de dinero providencial como este y pronto podremos permitirnos unas cuantas viudas más.

El sargento Colon regresó a su mesa, abrió su cajón disimuladamente y sacó el libro que estaba leyendo. Se titulaba Cría de animales. Al principio le había preocupado un poco el título —se oían historias sobre gente muy extraña en el campo—, pero luego resultó ser tan solo un libro sobre las cosas que tenían que hacer el ganado y los cerdos y las ovejas para criar.

Y ahora se estaba preguntando dónde podría encontrar un libro que les enseñara a leer.

En el piso de arriba, Vimes abrió con cautela la puerta de su despacho. El Gremio de los Asesinos seguía las normas. Eso había que reconocérselo a los muy cabrones. Matar a alguien que pasara por casualidad era de muy mala educación. Dejando todo lo demás aparte, a uno no le pagaban. Así que las trampas en su despacho quedaban descartadas, ya que todos los días entraba y salía demasiada gente de allí. Con todo, no estaba de más tener cuidado. A Vimes se le daba muy bien crearse esa clase de enemigos ricos que se podían permitir pagar a asesinos. Los asesinos solamente necesitaban tener suerte una vez, pero Vimes necesitaba tener suerte todo el tiempo.

Entró con rapidez en la sala y echó un vistazo por la ventana. Le gustaba tenerla abierta mientras trabajaba, aun cuando hacía frío. Le gustaba oír los ruidos de la ciudad. Pero cualquiera que intentara subir desde el suelo o bajar desde el techo se encontraría con todas las tejas sueltas, agarraderos inestables y tuberías traicioneras que el ingenio de Vimes pudiera idear. Y debajo Vimes había instalado rejas con puntas. Eran bonitas y decorativas, pero por encima de todo eran puntiagudas.

De momento, Vimes iba ganando.

Alguien llamó débilmente a la puerta.

Los responsables eran los nudillos del enano aspirante. Vimes lo hizo pasar a su despacho, cerró la puerta y se sentó a su mesa.

—Así pues —dijo—, eres alquimista. Tienes manchas de ácido en las manos y no tienes cejas.

—Exacto, señor.

—No es habitual encontrar enanos en esa línea de trabajo. Tu gente siempre parece trabajar en la fundición de su tío o algo parecido.

Al enano no se le escapó aquello de «tu gente».

—No se me dan bien los metales —dijo.

—¿Un enano al que no se le dan bien los metales? Debe de ser un caso único.

—Bastante poco frecuente, señor. Pero siempre se me ha dado bastante bien la alquimia.

—¿Miembro del gremio?

—Ya no, señor.

—¿Ah, no? ¿Cómo lo dejaste?

—A través del tejado, señor. Pero casi tengo la certeza de saber qué es lo que hice mal. —Vimes se reclinó hacia atrás.

—Los alquimistas siempre están volando cosas por los aires. Nunca he oído que echaran a nadie por ello.

—Eso es porque nadie había volado nunca el Consejo del Gremio, señor.

—¿Cómo, todo el Consejo?

—La mayor parte, señor. O por lo menos, todas las partes que se podían desprender.

Vimes se sorprendió abriendo inconscientemente el cajón inferior de su mesa. Lo volvió a cerrar y se dedicó en cambio a toquetear los papeles que tenía delante.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

El enano tragó saliva. Estaba claro que aquella era la parte que había estado temiendo.

—Culopequeño, señor. —Vimes ni siquiera levantó la vista.

—Ah, sí. Lo dice aquí. Eso quiere decir que eres de la zona montañosa de Überwald, ¿verdad?

—Vaya… sí, señor -dijo Culopequeño, con aire sorprendido. Por lo general los humanos no podían distinguir entre clanes de enanos.

—Nuestra agente Angua es de allí —dijo Vimes—. A ver… Aquí dice que tu nombre de pila es… no entiendo la letra de Fred… esto…

No se podía hacer nada.

—Jovial, señor —dijo — Jovial Culopequeño.

—Jovial, ¿eh? Me alegra saber que se mantienen los viejos nombres tradicionales. Jovial Culopequeño. Bien.

Culopequeño observó con atención. Por la cara de Vimes no había cruzado ni un asomo de burla.

—Sí, señor, Jovial Culopequeño —dijo. Y seguía sin haber ni una sola arruga de más en aquella cara—. Mi padre se llamaba Alegre. Alegre Culopequeño —añadió, igual que uno se hurgaría una muela cariada para ver cuándo se despertaba el dolor.

—¿De veras?

—Y… y su padre se llamaba Respingón Culopequeño. —Ni un rastro, ni una sombra de sonrisita apareció por ninguna parte. Vimes se limitó a dejar a un lado el papel.

—Bueno, pues aquí se viene a trabajar, Culopequeño.

—Sí, señor.

—No hacemos volar cosas por los aires, Culopequeño.

—No, señor. Yo no hago volar todo por los aires, señor. Algunas cosas se derriten.

Vimes tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—¿Sabes algo de cadáveres? —Solamente tuvieron conmociones leves, señor. —Vimes suspiró.

—Escucha. Yo sé cómo hacer de policía. Consiste sobre todo en caminar y hablar. Pero hay muchas cosas que no sé. Uno se encuentra la escena de un crimen y allí hay unos polvos grises en el suelo. ¿Qué son? Yo no lo sé. Pero vosotros sabéis mezclar cosas en cuencos y podéis descubrirlo. O a veces la persona muerta no tiene ni un moretón. ¿La han envenenado? Parece que necesitamos a alguien que sepa de qué color tiene que ser un hígado. Quiero a alguien que pueda mirar el cenicero y decirme qué clase de puros fumo.

—Panatelas Finos de Tizneabrojo —dijo Culopequeño de forma automática.

—¡Por los dioses!

—Se ha dejado el paquete en la mesa, señor. —Vimes bajó la vista.

—De acuerdo —dijo—. A veces la respuesta es fácil. Pero a veces no. A veces ni siquiera sabemos si era la pregunta correcta. Se puso de pie.

—No puedo decir que me caigan muy bien los enanos, Culopequeño. Pero tampoco me caen bien los trolls o los humanos, así que supongo que no pasa nada. Bueno, eres el único aspirante al puesto. Treinta dólares al mes, cinco dólares para gastos, y espero que trabajes para el oficio y no para el reloj, hay cierta criatura mítica llamada «horas extras» pero nadie ha visto nunca sus huellas, si los agentes trolls te llaman chupatierra los echo, y si tú los llamas rocas a ellos te echo a ti, somos una gran familia, y cuando hayas estado presente en unas cuantas disputas domésticas, Culopequeño, te aseguro que verás los parecidos, trabajamos en equipo y prácticamente vamos inventándonos las cosas sobre la marcha, y la mitad del tiempo ni siquiera estamos seguros de cuál es la ley, así que las cosas se pueden poner interesantes, técnicamente tienes el rango de cabo, pero no te pongas a dar órdenes a policías de verdad, estás a prueba durante un mes, te daremos algo de formación tan pronto como haya tiempo, ahora encuentra un iconógrafo y reúnete conmigo en el Puente Ilegítimo dentro de… demonios… mejor que sea dentro de una hora. Tengo que encargarme de ese maldito escudo de armas. Pero bueno, por lo menos los muertos no suelen ponerse más muertos. ¡Sargento Detritus!

Se oyó una serie de crujidos mientras algo pesado se movía por el pasillo de fuera y un troll abría la puerta.

—¿Síseñor?

—Este es el cabo Culopequeño. El cabo Jovial Culopequeño, cuyo padre era Alegre Culopequeño. Dele su insignia, hágale jurar el cargo y enséñele dónde está todo. Muy bien. ¿Cabo?

—Intentaré ganarme el honor de este uniforme, señor —dijo Culopequeño.

—Bien —dijo Vimes en tono animado. Miró a Detritus—. Por cierto, sargento, tengo aquí un informe que dice que anoche un troll con uniforme clavó a uno de los sicarios de Chry-soprase a una pared por las orejas. ¿Sabe algo del asunto?

El troll arrugó su frente enorme.

—¿Dice algo de que estuviera vendiendo bolsas de tocho a niños trolls?

—No. Dice que iba a leerle literatura espiritual a su querida y anciana madre —dijo Vimes.

—¿Dijo Cerril si vio la placa de ese troll?

—No, pero dice que el troll lo amenazó con embutírsela allí donde el sol no brilla —dijo Vimes.

Detritus asintió con expresión grave.

—Eso es ir demasiado lejos para estropear una buena placa —dijo.

—Por cierto —dijo Vimes—, ha tenido mucha suerte al adivinar que le estaba hablando de Cerril.

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