—Me apartasteis de ellos, querrás decir —dijo Pequeño Loco Arthur—. Justo cuando los tenía a los tres en el suelo.
—Queremos hablar contigo de unas ratas —dijo Colon.
—No puedo coger más clientes —dijo Pequeño Loco Arthur.
—De unas ratas que le vendiste hace unos días al restaurante delicatessen El Agujero de Tal’Adr.
—¿Y a vosotros qué os importa?
—Tal’Adr cree que estaban envenenadas —dijo Nobby, que había tenido la precaución de colocarse detrás de Colon.
—¡Yo nunca uso veneno!
Colon se dio cuenta de que estaba retrocediendo ante un hombre que medía quince centímetros.
—Sí, bueno… verás… lo que pasa es… como te metes en peleas y eso… y no te llevas bien con los enanos… hay quien puede decir… es lo que pasa… puede parecer que les tienes algún rencor. —Dio otro paso atrás y estuvo a punto de tropezar con Nobby.
—¿Rencor? ¿Por qué iba yo a tenerles rencor, colega? ¡No soy yo el que se lleva las tundas! —dijo Pequeño Loco Arthur, avanzando.
—Bien dicho. Bien dicho —dijo Colon—. Pero nos ayudaría, ¿sabes?, si nos pudieras decir… de dónde sacaste esas ratas…
—Como por ejemplo, del palacio del patricio —dijo Nobby.
—¿Del palacio? Nadie caza ratas en el palacio. No está permitido. No, no, me acuerdo de aquellas ratas. Eran bien buenas y gordas, yo quería un penique por cabeza, pero él se plantó en cuatro a tres peniques, la vieja urraca…
—Entonces, ¿de dónde las sacaste?
Pequeño Loco Arthur se encogió de hombros.
—Del mercado de ganado. Trabajo el mercado de ganado los martes. No puedo deciros de dónde venían. Esos túneles van a todos lados, ¿entendéis?
—¿No puede ser que comieran veneno antes de que las cazaras?
Pequeño Loco Arthur se tensó.
—Por allí nadie les echa veneno. Yo no lo tolero, ¿vale? Tengo todos los contratos de la calle Degolladero, y no tendría tratos con ningún comemierda que usara veneno. Yo no cobro por exterminación, ¿entendéis? El gremio odia eso. Pero elijo a mis clientes. —Pequeño Loco Arthur sonrió con malicia—. Solamente voy a donde está la mejor comida para las ratas y lo limpio azotándolas contra los adornos de jardín. Si encuentro a alguien que usa veneno en mi territorio, ya pueden pagar las tarifas del gremio por el trabajo del gremio, ja, y a ver qué les parece.
—Veo que llegarás a ser un gran hombre en el ramo del cátering industrial —dijo Colon.
Pequeño Loco Arthur ladeó la cabeza.
—¿Sabes qué le pasó al último que hizo un chiste como ese? —preguntó.
—Esto… no —dijo Colon.
—Ni tú ni nadie —dijo Pequeño Loco Arthur—, porque no lo encontraron nunca jamás. ¿Habéis terminado? Todavía tengo que limpiar un nido de avispas antes de irme a casa.
—¿Entonces las estabas cazando debajo de Degolladero? —insistió Colon.
—Por todo el lugar. Es un buen terreno. Hay curtidores, tratantes de sebo, carniceros, salchicheros… Vale la pena ir a comer por allí si eres una rata.
—Sí, claro —dijo Colon—. Está bien. Bueno, creo que ya te hemos robado bastante tiempo…
—¿Cómo cazas las avispas? —preguntó Nobby, intrigado—. ¿Las haces salir con humo?
—Es poco deportivo no pillarlas al vuelo —dijo Pequeño Loco Arthur—. Pero si es un día de mucho trabajo hago petardos con esos polvos negros del n.° 1 que venden los alquimistas —señaló las bandoleras cargadas que llevaba sobre los hombros.
—¿Las vuelas con explosivos? —dijo Nobby—. Eso no parece muy deportivo.
—¿Ah, no? ¿Alguna vez has intentado desplegar y encender media docena de mechas y luego volver a salir repartiendo mamporros por la entrada antes de que se consuma la primera?
—Es un tiro a ciegas, sargento —dijo Nobby, mientras se alejaban paseando—. Unas ratas comen veneno en algún sitio y luego él las caza. ¿Qué quieres que le hagamos nosotros? Envenenar ratas no es ilegal.
Colon se rascó la barbilla.
—Creo que podemos tener algún problemilla, Nobby —dijo—. O sea, todo el mundo ha estado yendo de arriba para abajo detectoreando y nosotros podemos terminar quedando como un verdadero par de capullos. O sea, ¿quieres que volvamos al Yard y digamos que hemos hablado con Pequeño Loco Arthur y que dice que él no fue, fin de la historia? Somos humanos, ¿verdad? Bueno, yo sí que lo soy, y sé que tú probablemente también: y de verdad que somos los últimos de la fila por aquí. Te lo digo, esta ya no es mi Guardia, Nobby. Trolls, enanos, gárgolas… no tengo nada contra ellos, ya me conoces, pero no paro de pensar en mi pequeña granja con pollos alrededor de la puerta. Y no me importaría marcharme con algo de lo que estar orgulloso.
—Bueno, ¿y qué quieres que hagamos? ¿Que llamemos a todas las puertas del mercado de ganado y les preguntemos si tienen algo de arsénico en sus tiendas?
—Sí —dijo Colon—. Caminar y hablar. Eso es lo que dice siempre Vimes.
—¡Pero si hay cientos! Además, van a decir que no.
—Sí, pero se lo tenemos que preguntar. Las cosas ya no son como antes, Nobby. Esto es la policía moderna. Detectorear. Hoy en día necesitamos resultados. Quiero decir, la Guardia está creciendo. No me molesta que el viejo Detritus sea sargento, no es mal tipo cuando lo conoces, pero un día de estos puede ser un enano el que esté dando órdenes, Nobby. A mí me da igual porque me voy a mi granja…
—A clavar pollos alrededor de la puerta —dijo Nobby.
—… pero tú tienes que pensar en tu futuro. Y tal como van las cosas, tal vez la Guardia va a tener que buscarse otro capitán. Y va a ser una buena jodienda si al final tiene un apellido como Fuerteenelbrazo, ¿eh?, o Pizarra. Así que tienes que quedar bien.
—¿Y tú nunca has querido ser capitán, Fred?
—¿Yo? ¿Oficial? Yo tengo mi orgullo, Nobby. No tengo nada en contra de oficialear si lo hace quien tenga que hacerlo, pero no es para la gente como yo. Mi sitio está con el hombre de la calle.
—Ojalá estuviera el mío también —dijo Nobby en tono lúgubre—. Mira lo que tenía en mi casilla esta mañana.
Le dio al sargento una tarjeta cuadrada con los bordes dorados.
—«Lady Selachii estará en su casa esta tarde a partir de las cinco y requiere el placer de la compañía de lord de Nobbes» —leyó.
—Oh.
—He oído hablar de esas viejas ricachonas —dijo Nobby, abatido—. Supongo que querrá que le haga de chigoló, ¿verdad?
—Noo, noo —dijo el sargento, contemplando al objeto más improbable de la pasión—. Yo sé de estas cosas por mi tío. «En su casa» es un poco como tomar unas copas. Es donde los pijos os codeáis, Nobby. Tú limítate a beber y a zampar y a hablar de literatura y de las artes.
—No tengo nada de ropa pija —dijo Nobby.
—Ah, esa es la ventaja que tienes tú, Nobby —dijo Colon—. Vale ir con uniforme. De hecho, le da un poco de elegancia. Sobre todo si uno tiene un aspecto arrebatador —continuó, omitiendo el hecho de que Nobby como mucho arrebataba la calderilla ajena.
—¿En serio? —dijo Nobby, alegrándose un poco—. Tengo muchas más invitaciones de esas. Tarjetas pijas que parece que las hayan mordisqueado en los bordes con dientes de oro. Cenas, bailes, toda clase de cosas.
Colon miró a su amigo. Una idea extraña pero persuasiva se infiltró en su mente.
—Bueeeno —dijo—. Es el final de la temporada social, ¿sabes? Se está agotando el tiempo.
—¿Para qué?
—Bueeeno… puede que todas esas señoras estiradas quieran que te cases con sus hijas en edad de merecer…
—¿Cómo?
—A un conde no lo gana nadie más que un duque, y de esos no tenemos ninguno. Ni tampoco rey. El conde de Ankh es lo que se dice un buen partido.
Sí, era más fácil si se lo decía a sí mismo con esas palabras. Si se sustituía «conde de Ankh» por «Nobby Nobbs» no funcionaba. Pero sí que funcionaba cuando uno decía simplemente «conde de Ankh». Había muchas mujeres que estarían felices de ser la suegra del conde de Ankh, aunque eso significara que en el trato entrara Nobby Nobbs. Bueno, alguna habría.
A Nobby le brillaron los ojos.
—Pues no se me había ocurrido —dijo—. ¿Y algunas de esas mozas también tienen algo de dinero?
—Más que tú, Nobby.
—Y por supuesto, le debo a mi posteridad el asegurarme que el linaje de los Nobbs no se extinga —añadió Nobby, pensativo.
Colon le sonrió con la expresión más bien preocupada de un médico loco que le ha puesto tornillos en la cabeza a su paciente, le ha aplicado el relámpago chisporroteante en los electrodos y ahora está observando cómo su creación baja dando tumbos hacia el pueblo.
—Caray —dijo Nobby, ahora con los ojos un poco desenfocados.
—Sí, pero antes de todo eso —dijo Colon—, yo haré todos los comercios de la calle Degolladero y tú haces la calle Chin-chulín y luego ya podemos volver al Yard, con el trabajo hecho y todo arreglado. ¿Vale?
—Buenas tardes, comandante Vimes —dijo Zanahoria, cerrando la puerta tras de sí—. Informa el capitán Zanahoria.
Vimes estaba desplomado en su silla, mirando por la ventana. La niebla volvía a invadirlo todo. El edificio de la ópera ya se veía un poco borroso.
—Hemos, esto, visitado a tantos gólems como hemos podido, señor —dijo Zanahoria, intentando diplomáticamente ver si había una botella en algún lugar de la mesa—. Casi no quedan, señor. Hemos descubierto que once de ellos se han hecho añicos a sí mismos o bien se han serrado las cabezas, y para la hora del almuerzo la gente los estaba destrozando o sacándoles las palabras de la cabeza. No es agradable, señor. Hay trozos de cerámica por toda la ciudad. Es como si la gente estuviera… simplemente esperando la oportunidad. Es extraño, señor. Lo único que hacen es trabajar y ocuparse de sus asuntos y no son ninguna amenaza para nadie. Y algunos de los que se han destrozado a sí mismos han dejado… bueno, notas, señor. Como diciendo que lo sentían y que estaban avergonzados, señor. No paraban de hablar de su barro…
Vimes no respondió.
Zanahoria se inclinó a un lado y hacia abajo, por si acaso había una botella en el suelo.
—Y el delicatessen El Agujero de Tal’Adr ha estado vendiendo rata envenenada. Con arsénico, señor. Les he pedido al sargento Colon y a Nobby que sigan esa pista. Podría ser simplemente una casualidad, pero nunca se sabe.
Vimes se giró. Zanahoria oyó su respiración. Entrecortada y jadeante, como la de un hombre que intentara mantener el control.
—¿Qué nos hemos perdido, capitán? —dijo, con voz distante.
—¿Señor?
—En el dormitorio de su señoría. Está la cama. El escritorio. Las cosas del escritorio. La mesilla de al lado de la cama. La silla. La alfombra. Todo. Lo hemos cambiado todo. Se alimenta de comida. Hemos comprobado la comida, ¿no?
—La despensa entera, señor.
—¿Con que sí? Puede que nos hayamos equivocado ahí. No entiendo cómo, pero puede que nos hayamos equivocado. Hay pruebas durmiendo en el cementerio que así lo sugieren. —Vimes estaba casi gruñendo—. ¿Qué más hay? Culopequeño dice que no tiene marcas en el cuerpo. ¿Qué más hay? Descubramos el cómo y con un poco de suerte eso nos dará el quién.
—Él respira ese aire más que nadie, sen…
—¡Pero lo hemos cambiado de dormitorio! Aunque hubiera alguien, no sé, bombeando veneno en… no podría ponerse en otra habitación sin que nosotros los viéramos. ¡Tiene que ser la comida!
—Yo he visto cómo la probaban, señor.
—¡Entonces es algo que no estamos viendo, maldita sea! ¡Hay gente muerta, capitán! ¡La señora Fácil está muerta!
—¿Quién, señor?
—¿Nunca ha oído hablar de ella?
—Me temo que no, señor. ¿A qué se dedicaba?
—¿A qué se dedicaba? Supongo que a nada. Solamente crió a nueve hijos en un par de habitaciones en las que no te podrías desperezar y cosía camisas por dos peniques la hora, todas las putas horas que le dieron los dioses, y lo único que hacía era trabajar y ocuparse de sus asuntos y ahora está muerta, capitán. Y también su nieto. Edad, catorce meses. ¡Porque su nieta les llevó un poco de comida de palacio! ¡Un pequeño festín para ellos! ¿Y sabes qué? ¡Mildred pensó que iba a detenerla por robo! ¡En el maldito funeral, por todos los dioses! —Vimes abrió y cerró los puños y sus nudillos se vieron blancos—. Ahora han matado a alguien. No es asesinato, no es política, sino que han matado a alguien. ¡Porque no estamos haciendo las malditas preguntas que tendríamos que hacer!
* * *
Se abrió la puerta.
—Oh, buenas tardes, señor —dijo el sargento Colon en tono jovial, tocándose el casco—. Perdone por molestarlo. Ya imagino que está usted ocupado, pero tengo que preguntarle, solamente para eliminarlo de las investigaciones, por así decirlo. ¿Usan tal vez arsénico en su negocio?