Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—¿Quién es usted? —Contempló el corte de su abrigo y añadió—: ¿Señor?

—¿Esa era la vieja señora Fácil, la que cosía vestidos? —dijo Vimes, llevándola aparte con gentileza.

—La misma…

—¿Y el… ataúd pequeño?

—Ese era nuestro William…

Dio la impresión de que la chica estaba a punto de llorar de nuevo.

—¿Podemos hablar un momento? —dijo Vimes—. Hay algunas cosas que confío en que pueda decirme.

Odiaba el funcionamiento de su propia mente. Un ser humano como era debido habría mostrado respeto y se habría alejado en silencio. Pero mientras permanecía de pie entre las gélidas piedras, lo había abrumado una horrorosa sensación de que casi todas las respuestas ya estaban en su lugar, si tan solo fuera capaz de averiguar las preguntas correctas.

Ella miró al resto de la comitiva fúnebre. Habían llegado a las puertas y ahora estaban mirando hacia atrás con curiosidad, en dirección a ellos dos.

—Esto… sé que no es el momento adecuado —dijo Vimes—, pero cuando los niños juegan a la rayuela en la calle, ¿qué canción cantan? «Sal, mostaza, vinagre y pimienta», ¿verdad?

Ella se quedó mirando su sonrisa preocupada.

—Esa es una canción para saltar a la comba —dijo ella con frialdad—. Cuando juegan a la rayuela cantan: «Billy Skunkins es un mijo de fruta». ¿Quién es usted?

—Soy el comandante Vimes de la Guardia —dijo Vimes. Así pues… Willy Scuggins seguiría viviendo en la calle, aunque bajo disfraz y cambiado… y el Viejo Carapiedra no era más que un tipo en una hoguera…

Entonces llegaron las lágrimas de ella.

—No pasa nada, no pasa nada —dijo Vimes, en tono tan tranquilizador como pudo—. Me crié en la calle Cockbill, es por eso que… Quiero decir que yo… no he venido por… no voy a… Mire, ya sé que usted se llevó comida a casa del palacio. No tengo ningún problema con eso. No he venido para… Oh, mierda, ¿quiere mi pañuelo? Creo que el de usted está lleno.

—¡Lo hace todo el mundo!

—Sí, ya lo sé.

—Además, el cocinero nunca dice nada… —Empezó a sollozar otra vez.

—Sí, sí.

—Todo el mundo se lleva unas cuantas cosas —dijo Mildred Fácil—. No es como robar.

«Lo es —pensó Vimes traicioneramente—. Pero me importa un pimiento.»

Y ahora… tenía agarrada la larga vara de cobre y estaba escalando hacia un lugar elevado mientras a su alrededor retumbaban los truenos.

—La, esto, la única comida que usted ro… que le dieron —dijo—. ¿Qué era?

—Un poco de crema de maizena y esa, ya sabe, esa especie de mermelada que se hace con carne…

—¿Paté?

—Sí. Me pareció que sería un pequeño festín…

Vimes asintió. Comida rica y blandita. De la que le darías a un bebé que no se encuentra bien del todo y a una abuelita que no tiene dientes.

Bueno, ahora ya estaba en el tejado, las nubes eran negras y amenazadoras, y ya podía ponerse a mover el pararrayos. Hora de preguntar…

La que resultó ser la pregunta incorrecta.

—Dígame —dijo—, ¿de qué ha muerto la señora Fácil?

* * *

—Déjeme explicarlo así —le pidió Jovial—. Si esas ratas hubieran sido envenenadas con plomo en vez de con arsénico, podríamos afilarles los hocicos y usarlas como lápices. —Bajó el vaso de precipitados.

—¿Estás seguro? —preguntó Zanahoria.

—Sí.

—Pequeño Loco Arthur no envenenaría las ratas, ¿verdad? Sobre todo ratas que alguien se va a comer.

—He oído que no le caen muy bien los enanos —dijo Angua.

—Sí, pero el negocio es el negocio. A nadie que haga muchos negocios con los enanos le caen muy bien, y él debe ser el proveedor de todos los cafés y delicatessen de enanos de la ciudad.

—¿Tal vez comieron arsénico antes de que él las cazara? —preguntó Angua—. Después de todo, la gente lo usa como veneno para ratas…

—Sí —dijo Zanahoria, midiendo sus palabras—. Lo hacen.

—No estarás sugiriendo que Vetinari se zampa una buena rata todos los días, ¿verdad? —dijo Angua.

—He oído que usa ratas como espías, así que no creo que las use como desayuno —dijo Zanahoria—. Pero estaría bien saber de dónde las saca Pequeño Loco Arthur, ¿no os parece?

—El comandante Vimes dijo que se ocupaba él personalmente del caso Vetinari —dijo Angua.

—Pero nosotros solamente estamos averiguando por qué están llenas de arsénico las ratas de Tal’Adr —dijo Zanahoria inocentemente—. Además, iba a pedirle al sargento Colon que se encargara de ello.

—Pero… ¿Pequeño Loco Arthur? —dijo Angua—. Está loco.

—Fred puede llevarse a Nobby con él. Iré a decírselo. Ejem. ¿Jovial?

—¿Sí, capitán?

—Has estado, esto, has estado intentando esconder tu cara de mí… oh. ¿Te ha pegado alguien?

—¡No, señor!

—Pero tus ojos parecen un poco amoratados, y tus labios…

—¡Estoy bien, señor! —dijo Jovial a la desesperada.

—Oh, bueno, si tú lo dices. Yo… esto, yo… voy a buscar al sargento Colon, entonces… Retrocedió, avergonzado.

Eso las dejó a ellas dos. «Las chicas juntas —pensó Angua—. Entre las dos sumamos una chica normal, al menos.»

—Creo que el rímel no funciona —dijo Angua—. El pintalabios está bien, pero el rímel… creo que no.

—Creo que necesito práctica.

—¿Seguro que quieres conservar la barba?

—¿No me estarás diciendo… que me afeite? -Jovial retrocedió.

—Muy bien, muy bien. ¿Y el casco de hierro?

—¡Era de mi abuela! ¡Es una cosa de enanos!

—Vale. Vale. De acuerdo. Es un buen principio, de todas formas.

—Ejem… ¿qué te parece… esto? —dijo Jovial, dándole un pedazo de papel.

Angua lo leyó. Era una lista de nombres, aunque la mayoría de ellos estaban tachados:

Jovial Culopequeño

Javiel

Jurel

Jetón

«Lucinda Culopequeño»

Juvenil

Juviel

«Jovielle»>

—Esto… ¿qué te parece? —dijo Jovial, nerviosamente.

—¿Lucinda? —dijo Angua, enarcando las cejas.

—Siempre me ha gustado cómo suena ese nombre.

—«Jovielle» es bonito —dijo Angua—. Y además viene a ser como el que ya tienes. Con lo mal que escribe la gente en esta ciudad, nadie se va a dar cuenta hasta que se lo señales.

Los hombros de Jovial se relajaron al soltar la tensión. Cuando has tomado la decisión de gritarle al mundo quién eres, es un alivio saber que puedes hacerlo con un susurro.

«Jovielle —pensó Angua—. ¿Qué sensación evoca ese nombre? ¿La imagen que trae a la mente incluye botas de hierro, un casco de hierro, una carita preocupada y una barba larga?»

«Pues bueno, ahora sí.»

* * *

En algún lugar por debajo de Ankh-Morpork, una rata se dedicaba a sus asuntos y paseaba despreocupadamente por entre las ruinas de un sótano húmedo. Dobló un recodo hacia el almacén de grano que sabía que había más adelante y estuvo a punto de chocar con otra rata.

Aquella estaba de pie sobre las patas traseras, sin embargo, y llevaba una túnica negra diminuta y una guadaña. La parte de su hocico que se veía era de color blanco hueso.

¿Iiic?, dijo.

Luego la visión se desvaneció y reveló una figura un poco más pequeña. No tenía absolutamente nada de rata, aparte del tamaño. Era humana, o por lo menos humanoide. Llevaba puestos unos pantalones de piel de rata pero iba desnudo de cintura para arriba, salvo por dos bandoleras que se le cruzaban sobre el pecho. Y estaba fumando un puro diminuto.

Levantó una ballesta muy pequeña y disparó.

El alma de la rata —pues ciertamente una criatura tan similar a los humanos en tantos aspectos tiene alma— observó con aire sombrío cómo la figura cogía sus recientes aposentos por la cola y se los llevaba a rastras. Luego levantó la vista hacia la Muerte de las Ratas.

—¿Iiic? —dijo.

El Segador Bigotudo asintió.

Iic.

Un minuto más tarde Pequeño Loco Arthur emergió a la luz del sol, arrastrando a la rata tras de sí. Ya había cincuenta y siete pulcramente alineadas contra la pared, pero pese a su nombre Pequeño Loco Arthur se cuidaba mucho de no matar a las más jóvenes ni a las hembras embarazadas. Siempre era buena idea asegurarse de que mañana tendrías trabajo.

Su letrero seguía clavado con chinchetas encima del agujero. Pequeño Loco Arthur, al ser el único exterminador de insectos y roedores capaz de enfrentarse al enemigo cara a cara, consideraba que valía la pena anunciarse.

«PEQUEÑO LOCO» ARTHUR
Para esas cosas pequeñas que te agovian
Ratas * GRATIS *
Ratones: 1p por diez colas
Topos: l/2p por caveza
Abispas: 50p el nido.
Abispones 20p extra
Cucarachas y similares a conbenir
Tarifas pequeñas • ENCARGOS GRANDES

Arthur sacó el cuaderno más pequeño del mundo y un trozo de mina de lápiz. Vamos a ver… cincuenta y ocho pieles a dos el penique, la recompensa de la Ciudad por las colas va a un penique la decena, y las carcasas para Tal’Adr a dos peniques cada tres, menudo enano agarrado hijoputa estaba hecho…

Hubo una sombra momentánea y luego alguien lo pisó.

—Vaya —dijo el dueño de la bota—. Sigues cazando ratas sin carnet del Gremio, ¿verdad? Los diez dólares más fáciles que hemos ganado nunca, Sid. Vamos a…

El hombre se elevó varios centímetros por encima del suelo, giró sobre sí mismo y salió disparado contra la pared. Su compañero observó cómo un rastro de polvo le subía corriendo por la bota, pero reaccionó demasiado tarde.

—¡Me ha subido por el pantalón! ¡Me ha subido por el… arrrgh!

Se oyó un crujido.

—¡La rodilla! ¡La rodilla! ¡Me ha roto la rodilla!

El hombre que había sido lanzado a un lado intentó ponerse de pie, pero algo le subió correteando por el pecho y aterrizó a horcajadas sobre su nariz.

—¡Eh, colega! —dijo Pequeño Loco Arthur—. ¿Tu madre sabe coser, colega? ¿Sí? ¡Pues dile que cosa esto!

Arthur agarró un párpado con cada mano y lanzó su cabeza hacia delante con precisión matemática. Se oyó otro crujido al chocar los cráneos.

El hombre de la rodilla rota intentó alejarse a rastras, pero Pequeño Loco Arthur saltó desde su aturdido camarada y procedió a darle patadas. Las patadas de un hombre que no medía mucho más de quince centímetros no tendrían que doler, pero Pequeño Loco Arthur parecía tener mucha más masa de la que permitiría su tamaño. Que Arthur te diera un cabezazo era como que te golpeara una bola de acero lanzada con honda. Una patada suya parecía tener toda la energía de una patada de hombre fornido, pero muy dolorosamente concentrada en un área más pequeña.

—Podéis decirles a esos mamones del Gremio de Cazadores de Ratas que el menda trabaja para quien quiere y cobra lo que le da la gana —dijo, entre patadas—. Y esos mierdones pueden dejar ya de incordiar al pequeño empresario…

El otro matón del gremio alcanzó el final del callejón. Arthur le dio a Sid una última patada y lo dejó en el cieno.

Pequeño Loco Arthur regresó a sus tareas caminando y negando con la cabeza. Trabajaba por nada y vendía sus ratas a la mitad de la tarifa oficial, un crimen repulsivo. Y sin embargo Pequeño Loco Arthur se estaba haciendo rico porque las mentes del gremio no habían llegado a asimilar la idea de la relatividad fiscal.

Arthur cobraba mucho más por sus servicios. Mucho más, se entiende, desde el punto de vista especializado y sobre todo bajo de Pequeño Loco Arthur. Lo que Ankh-Morpork todavía no había entendido era que cuanto más pequeño eras más valía tu dinero.

Para un humano, un dólar compraba una hogaza de pan que se comía de unos pocos mordiscos. Para Pequeño Loco Arthur, el mismo dólar compraba la misma hogaza, pero esta suponía alimento para una semana y después la podía vaciar del todo para usarla como dormitorio.

El problema del diferencial de tamaño era también responsable de su frecuente estado de embriaguez. Pocos taberneros estaban preparados para vender cerveza en dedales o tenían jarras de tamaño gnomo. Pequeño Loco Arthur tenía que salir a beber en bañador.

Pero le gustaba su trabajo. Nadie podía exterminar ratas como Pequeño Loco Arthur. Hasta las ratas viejas y astutas que lo sabían todo de ratoneras, de trampas y de venenos quedaban indefensas cuando atacaba de frente, que por cierto era también donde solía impactar. Lo último que sentían era una mano que les agarraba cada oreja y lo último que veían era su cabeza acercándose a toda velocidad.

Murmurando por lo bajo, Pequeño Loco Arthur regresó a sus cavilaciones. Pero no por mucho tiempo.

Se dio la vuelta de golpe, con la frente inclinada.

—Somos nosotros, Pequeño Loco Arthur —dijo el sargento Colon, retrocediendo a toda prisa.

—Para vosotros soy señor Pequeño Loco Arthur, poli —dijo Pequeño Loco Arthur, pero se relajó un poco.

—Somos el sargento Colon y el cabo Nobbs —dijo Colon.

—Sí, te acuerdas de nosotros, ¿verdad? —dijo Nobby, en tono adulador—. Somos los que te ayudamos la semana pasada cuando te estabas peleando con aquellos tres enanos.

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