Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Recordaba las palabras de su abuela: «Nadie es demasiado pobre para comprar jabón». Por supuesto, mucha gente sí lo era. Pero en la calle Cockbill compraban jabón de todas maneras.

Puede que no hubiera comida en la mesa, pero por los dioses, estaba bien limpia. Aquello era la calle Cockbill, donde lo que la gente comía principalmente era su orgullo.

El mundo se había convertido en un buen desastre, reflexionó Vimes. El agente Visita le había dicho que los mansos lo heredarían, ¿y qué habían hecho los pobres diablos para merecer algo así?

La gente de la calle Cockbill se apartaría a un lado para dejar pasar a los mansos. Porque lo que los retenía en la calle Cockbill, mental y físicamente, era su vago entendimiento del hecho de que había unas normas. Y pasaban por la vida llenos de un temor silencioso y trastornado a no estar obedeciéndolas del todo.

La gente decía que había una ley para los ricos y otra para los pobres, pero no era cierto. No había ley para quienes hacían la ley, ni ley para los incorregiblemente ilegales. Todas las leyes y normas eran para la gente lo bastante estúpida como para pensar igual que la gente de la calle Cockbill.

Todo estaba extrañamente en silencio. Normalmente habría enjambres de niños, y carretas bajando hacia los muelles, pero hoy el lugar tenía un aspecto cerrado.

En medio de la calle había una rayuela dibujada a tiza.

Vimes sintió que le fallaban las rodillas. ¡Todavía seguía allí! ¿Cuándo la había visto por última vez? ¿Hacía treinta y cinco años? ¿Cuarenta? Debían de haberla dibujado y redibujado miles de veces.

A él de niño se le daba bastante bien. Por supuesto, allí la jugaban con las normas de Ankh-Morpork. En lugar de dejar caer una piedra, dejaban caer a William Scuggins. No era más que uno de los muchos e imaginativos juegos a los que jugaban que tenían que ver con tirar al suelo, perseguir o patear a William Scuggins, hasta que le entraba una de sus famosas pataletas y empezaba a soltar espuma por la boca y a atacarse violentamente a sí mismo.

Vimes solía ser capaz de dejar a William en el recuadro de su elección nueve veces de cada diez. La décima vez, William le mordía la pierna.

En aquella época, torturar a William y encontrar lo bastante para comer eran los ingredientes de una vida simple y sencilla. No había muchas preguntas de las que no se conocieran las respuestas, salvo tal vez cómo impedir que se te ulcerase la pierna.

Sir Samuel miró a su alrededor, vio la calle en silencio y sacó una piedra de la alcantarilla con el pie. Luego la lanzó discretamente por los recuadros, se ajustó la capa y se puso a dar saltitos hacia el final de la rayuela, se giró, dio más saltitos…

¿Qué era lo que se gritaba al saltar? ¿«Sal, mostaza, vinagre, pimienta»? ¿O era la que decía «William Scuggins es un hijo de puta»? Ahora se pasaría el día entero preguntándoselo.

Al otro lado de la calle se abrió una puerta. Vimes se quedó paralizado, con una pierna levantada, mientras dos figuras vestidas de negro salían lentamente y con esfuerzo.

Debido a que iban cargando con un ataúd.

La solemnidad natural de la ocasión se vio disminuida por el hecho de que tuvieron que estrujarse a los lados del féretro para salir a la calle, tirando del cajón detrás de ellos para que otra pareja de portadores consiguiera escurrirse hacia la luz del día.

Vimes recordó la realidad a tiempo de bajar el otro pie, y luego volvió de lleno a ella y se quitó el casco en gesto respetuoso.

Salió otro ataúd. Era mucho más pequeño. Solamente necesitaba dos personas para llevarlo y se podía decir que sobraba una.

Mientras el cortejo fúnebre empezaba a desfilar detrás de ellos, Vimes se hurgó en el bolsillo en busca del pedazo de papel que le había dado Detritus. La escena era graciosa en cierta forma, como esa parte del circo en que el carruaje se detiene y sale de él una docena de payasos. Las casas de apartamentos de aquella zona compensaban su número limitado de habitaciones ocupándolas con grandes cantidades de gente.

Encontró el papel y lo desplegó. Calle Cockbill 27, Primer Piso al Fondo.

Y allí estaba. Había llegado a tiempo para un funeral. Para dos funerales.

* * *

—Parece que es muy mal día para ser un gólem —dijo Angua. Había una mano de cerámica tirada en la alcantarilla—. Es el tercero que vemos destrozado por la calle.

Se oyó un estruendo por delante de ellos y un enano salió despedido por una ventana más o menos horizontalmente. Su casco de hierro soltó chispas al golpear contra la calle, pero el enano se levantó enseguida y entró otra vez corriendo por la puerta adyacente.

Un momento después emergió por la ventana pero fue interceptado por Zanahoria, que lo puso de pie en el suelo.

—¡Hola, señor Aplastamena! ¿Le va todo bien? ¿Y qué está pasando por aquí?

—¡Es ese demonio de Tal’Adr, capitán Zanahoria! ¡Tendría que detenerlo!

—¿Por qué, qué ha hecho?

—¡Ha estado envenenando a la gente, eso ha hecho!

Zanahoria miró a Angua y luego otra vez a Aplastamena.

—¿Envenenando? —dijo—. Es una aseveración muy grave.

—¡A mí me lo dice! ¡Me he pasado la noche en vela con la señora Aplastamena! No le di más vueltas hasta que he venido esta mañana y había más gente quejándose…

Intentó sacudirse de encima la mano de Zanahoria.

—¿Sabe qué? —dijo— ¿Sabe qué? Hemos mirado en su fresquera y ¿sabe qué? ¿Sabe qué? ¿Sabe lo que ha estado vendiendo como carne?

—Dígame —dijo Zanahoria.

—¡Cerdo y ternera!

—Oh, cielos.

—¡Y cordero!

—Tch, tch.

—¡Apenas nada de rata!

La hipocresía de los comerciantes hizo negar con la cabeza a Zanahoria.

—¡Y Roncador Hijodetíodehijodeodro dice que anoche cenó Sorpresa de Rata y jura que dentro había huesos de pollo . —Zanahoria soltó al enano.

—Tú quédate aquí —le dijo a Angua, y, con la cabeza inclinada hacia delante, entró en el restaurante delicatessen El Agujero de TaPAdr.

Un hacha giró hacia él. La cogió con gesto casi distraído y la tiró despreocupadamente a un lado.

—¡Au!

Había una mélée de enanos alrededor del mostrador. La pelea ya había dejado atrás hacía tiempo la fase en que tenía algo que ver con la cuestión entre manos y, tratándose de enanos, ahora incluía asuntos de importancia vital como, por ejemplo, el abuelo de quién había robado el derecho de explotación minera al abuelo de quién hacía trescientos años y el hacha de quién estaba en la garganta de quién justo ahora.

Pero la presencia de Zanahoria tenía algo especial. La pelea se fue deteniendo de forma gradual. Los participantes intentaron dar la impresión de que estaban allí de pie por casualidad. Hubo un repentino y generalizado «¿Hacha? ¿Qué hacha? Ah, ¿esta hacha? Solamente se la estaba enseñando a mi amigo Bjorn, el viejo Bjorn» en la atmósfera.

—Muy bien —dijo Zanahoria—. ¿Qué es todo esto del veneno? Primero el señor Tal’Adr.

—¡Es una mentira diabólica! —gritó Tal’Adr, desde algún lugar en el fondo del montón—. ¡Yo dirijo un restaurante saludable! ¡Mis mesas están tan limpias que se podría comer la cena sobre ellas!

Zanahoria levantó las manos para detener el estallido de ira que aquello causó.

—Alguien ha mencionado algo de las ratas —dijo.

—¡Ya les he dicho que solamente uso las mejores ratas! —gritó Tal’Adr—. ¡Ratas buenas y rollizas de la mejor procedencia! ¡Nada de esa porquería de letrina! ¡Y son difíciles de encontrar, déjenme que les diga!

—¿Y cuando no las puede conseguir, señor Tal’Adr? —preguntó Zanahoria.

Tal’Adr hizo una pausa. Era difícil mentirle a Zanahoria.

—Muy bien —murmuró—. Tal vez cuando no hay bastantes redondeo un poco los platos con algo de pollo, tal vez una pizca de buey…

—¡Ja! ¿Una pizca? —Se levantaron más voces.

—¡Es verdad, tendría que ver usted su fresquera, señor Zanahoria!

—¡Sí, usa bistecs y les recorta patitas y los cubre de salsa de rata!

—Yo no sé, uno intenta hacerlo lo mejor posible a precios muy razonables, ¿y así se lo agradecen? —dijo Tal’Adr, acalorado—. ¡Ya cuesta lo suyo ganarse la vida como están las cosas!

—¡Ni siquiera las hace con la carne adecuada!

Zanahoria suspiró. En Ankh-Morpork no había leyes de sanidad pública. Sería como instalar detectores de humo en el Infierno.

—Muy bien —dijo—. Pero no se puede envenenar a nadie con un bistec. No, en serio. No. No, cállense todos. No, no me importa lo que les dijeran sus madres. Ahora quiero que hablemos de este envenenamiento, Tal’Adr.

Tal’Adr forcejeó hasta ponerse en pie.

—Anoche hicimos «Sorpresa de rata» para la cena anual de los Hijos de Hachasangrienta —dijo. Hubo un gemido general—. Y de verdad era rata. —Levantó la voz por encima de las quejas—. No se puede usar nada más. Escuchen: se tiene que hacer que los hocicos sobresalgan de la masa, ¿de acuerdo? ¡Una rata de la mejor que hemos tenido en mucho tiempo, déjenme que les diga!

—¿Y después se pusieron todos enfermos? —preguntó Zanahoria, sacando su cuaderno.

—¡Sudé toda la noche!

—¡Veía borroso!

—¡Creo que conozco cada nudo del interior de la puerta de la letrina!

—Anotaré eso como «indudablemente» —dijo Zanahoria—. ¿Había algo más en el menú de la cena?

– Vole-au-vents y Crema de Rata —dijo Tal’Adr—. Todo preparado higiénicamente.

—¿ Qué quiere decir con «preparado higiénicamente»? —preguntó Zanahoria.

—El chef tiene órdenes estrictas de lavarse las manos después.

Los enanos presentes asintieron. Aquello era sin duda bastante higiénico. No estaba bien que la gente fuera por ahí con las manos oliendo a rata.

—Además, todos llevan años comiendo aquí —dijo Tal’Adr, percibiendo aquel ligero viraje en su dirección—. Esta es la primera vez que hay algún problema, ¿no? ¡Mis ratas son famosas!

—Su pollo también va a ser bastante famoso —dijo Zanahoria.

Aquella vez hubo risotadas. Hasta Tal’Adr se unió al jolgorio.

—Muy bien. Siento lo del pollo. Pero era eso o ratas muy malas, y ya saben que yo solamente le compro a Pequeño Loco Arthur. Y es de fiar, por muchas otras cosas que se puedan decir de él. Tiene las mejores ratas que hay. Todo el mundo lo sabe.

—¿Se refiere a Pequeño Loco Arthur el de la calle del Brillo? —preguntó Zanahoria.

—Sí. No tienen ni una marca, casi nunca.

—¿Le queda alguna?

—Una o dos. —La expresión de Tal’Adr cambió—. Eh, no creerá que fue él quien las envenenó, ¿verdad? ¡Nunca he confiado en ese cabroncete!

—La investigación está abierta —dijo Zanahoria. Se guardó su cuaderno—. Querría unas ratas, por favor. Esas ratas. Para llevar. —Echó un vistazo al menú, se dio unas palmaditas en el bolsillo y echó una mirada interrogativa a través de la puerta en dirección a Angua.

—No tienes que comprarlas —dijo ella en tono fatigado—. Son pruebas.

—No podemos estafar a un comerciante inocente que puede ser víctima de las circunstancias —dijo Zanahoria.

—¿Quiere ketchup? —preguntó Tal’Adr—. Aunque con ketchup sube el precio.

* * *

El coche funerario avanzaba lentamente por las calles. Parecía bastante caro, pero así era la calle Cockbill. La gente ahorraba. Vimes recordaba aquello. Uno siempre ahorraba en la calle Cockbill. Se ponía dinero aparte por si venían las vacas flacas aunque ya estuvieran en los huesos. Y te morirías de vergüenza si la gente pensara que solamente podías permitirte un entierro barato.

Media docena de miembros enlutados del cortejo fúnebre venían detrás, junto con tal vez una veintena de personas que por lo menos intentaban parecer respetables.

Vimes siguió a la procesión a cierta distancia hasta el cementerio que había detrás del Templo a los Dioses Menores, donde acechó incómodo entre las lápidas y los sombríos árboles de cementerio mientras el sacerdote murmuraba y murmuraba.

Los dioses habían hecho a la gente de la calle Cockbill pobre, honrada y previsora, reflexionó Vimes. Ya que estaban, podrían haberles colgado en la espalda letreros enormes que dijeran «Dame una patada». Aun así, la gente de la calle Cockbill siempre tendía hacia la religión, por lo menos de la clase menos manifiesta. Siempre apartaban un poquito de vida por si venía una eternidad de vacas flacas.

Al final la multitud congregada entre las lápidas se disolvió y empezó a alejarse con la mirada perdida de la gente cuyo futuro inmediato contiene rollitos de jamón dulce.

Vimes vio a una joven llorosa en el grupo principal y avanzó con cautela.

—Esto… ¿es usted Mildred Fácil? —preguntó. Ella asintió.

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