Y ahora toda la maquinaria, que zumbaba por lo bajo de forma tan sutil que la gente se olvidaba por completo de que era una maquinaria y creía que no era más que la forma en que funcionaba el mundo, acababa de dar una sacudida.
Los líderes de los gremios examinaron sus pensamientos y decidieron que lo que no querían era poder. Lo que querían era que mañana fuera poco más o menos igual que hoy.
—Están los enanos —dijo el señor Boggis—. Aunque uno de nosotros, y no estoy diciendo que tenga que ser uno de nosotros, claro… aunque alguien tomara el poder, ¿qué pasaría con los enanos? Si nos toca otra vez alguien como Espasmo, las calles se llenarán de rodillas cortadas.
—No estará sugiriendo que llevemos a cabo una especie de… votación, ¿verdad? ¿Una especie de concurso de popularidad?
—Oh, no. Simplemente… es que ahora… todo es más complicado. A la gente se le sube el poder a la cabeza.
—Y entonces se le cae la cabeza a otra gente.
—Me gustaría que dejara usted de decir eso a todas horas, sea quien sea —dijo la señora Palma—. Cualquiera diría que la cabeza se la han cortado a usted.
—Ejem…
—Ah, es usted, señor Slant. Mis disculpas.
—Hablando en calidad de presidente del Gremio de Abogados —dijo el señor Slant, el zombi más respetado de Ankh-Morpork—, debo recomendar estabilidad en este asunto. Me pregunto si puedo darles un consejo.
—¿Cuánto nos costaría? —preguntó el señor Calcetín.
—Estabilidad —dijo el señor Slant— equivale a monarquía.
—Oh, vamos, no nos venga con…
—Miren Klatch —dijo el señor Slant, obstinado—. Generaciones de serifs. Resultado: la estabilidad política. Miren Pseudópolis. O Sto Lat. O incluso el Imperio Ágata.
—Venga ya —dijo el doctor Downey—. Todo el mundo sabe que los reyes…
—Oh, los monarcas vienen y van, se deponen los unos a los otros, y así todo el tiempo —dijo el señor Slant—. Pero la institución es lo que permanece. Además, creo que descubrirán ustedes que es posible llegar a… un acuerdo.
Se dio cuenta de que tenía la atención de todos. Sus dedos tocaron con gesto distraído la costura de cuando le habían vuelto a coser la cabeza. Hacía muchos años el señor Slant se había negado a morirse antes de que le pagaran los gastos derivados de llevar su propia defensa.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el señor Ollas.
—Admito que la cuestión de resucitar la línea sucesoria de Ankh-Morpork se ha planteado varias veces en tiempos recientes —dijo el señor Slant.
—Sí. Por parte de locos —dijo el señor Boggis—. Es uno más de los síntomas. Ponerse los calzoncillos en la cabeza, hablar con los árboles, babear, decidir que Ankh-Morpork necesita un rey…
—Exacto. Ahora supongamos que alguien cuerdo se plantea la idea.
—Continúe —dijo el doctor Downey.
—Ha habido precedentes —dijo el señor Slant—. Algunas monarquías que se han visto privadas de un monarca conveniente han… obtenido uno. Algún miembro con un linaje conveniente de alguna otra línea real. Al fin y al cabo, lo que se necesita es alguien, esto, que se conozca el percal, según creo que se suele decir.
—¿Perdone? ¿Está diciendo que mandemos a por un rey? —dijo el señor Boggis—. ¿ Que pongamos alguna clase de anuncio? «Trono vacante, los aspirantes deben traer su propia corona.»
—De hecho —dijo el señor Slant, haciendo caso omiso de aquello—, recuerdo que durante el primer imperio, Genua escribió a Ankh-Morpork y pidió que enviáramos a uno de nuestros generales para que fuera su rey, ya que sus linajes reales se habían extinguido por culpa de una endogamia tan intensa que el último rey no paraba de intentar reproducirse consigo mismo. Los libros de historia dicen que enviamos a nuestro leal general Tacticus, cuya primera acción tras obtener la corona fue declarar la guerra a Ankh-Morpork. Los reyes son… intercambiables.
—Ha mencionado usted algo de llegar a un acuerdo —dijo el señor Boggis—. ¿Se refiere a decirle a un rey lo que tiene que hacer?
—Me gusta cómo suena eso —dijo la señora Palma.
—A mí me gustan los ecos —dijo el doctor Downye.
—Decírselo, no —dijo el señor Slant—. Lo que haríamos es… acordar las cosas. Obviamente, en calidad de rey, él se concentraría en aquellas cosas tradicionalmente asociadas con la realeza…
—Saludar con la mano —dijo el señor Calcetín.
—Ser clemente —dijo la señora Palma.
—Recibir a embajadores de países extranjeros —dijo el señor Ollas.
—Estrechar manos.
—Cortar cabezas…
—¡No! No. No, eso no formará parte de sus deberes. De los asuntos de estado sin importancia se encargarán…
—¿Sus consejeros? —dijo el doctor Downey. Se reclinó—. Estoy seguro de que veo adonde va a parar esto, señor Slant —prosiguió—. Pero los reyes, una vez adquiridos, son condenadamente difíciles de quitar de en medio. De forma aceptable.
—También para eso ha habido precedentes —dijo el señor Slant.
El asesino entrecerró los ojos.
—Me intriga, señor Slant, que tan pronto como parece que lord Vetinari está gravemente enfermo, aparece usted con sugerencias de esa naturaleza. Me parece una… coincidencia notable.
—Le aseguro que no hay misterio. El destino sigue su curso. Seguramente muchos de ustedes han oído los rumores… de que en esta ciudad hay alguien con una línea de sangre que se puede remontar hasta la última familia real, ¿no? Alguien que trabaja en esta misma ciudad en un cargo relativamente modesto. Un humilde miembro de la Guardia, de hecho.
Hubo asentimientos de cabeza, pero no muy decididos. Eran a los asentimientos lo que los gruñidos eran a un «sí». Todos los gremios recogían información. Nadie quería revelar lo mucho o bien lo poco que sabían personalmente, por si acaso sabían demasiado poco o, lo que era peor, resultaba que sabían demasiado.
Sin embargo, Doc Pseudópolis del Gremio de Jugadores puso una cara cuidadosa de póquer y dijo:
—Sí, pero se acerca el tricentenario. Y dentro de unos años entraremos en el Siglo de la Rata. Los cambios de siglo tienen algo que pone febril a la gente.
—Con todo, esa persona existe —dijo el señor Slant—. Las pruebas saltan a la vista si uno sabe dónde buscarlas.
—Muy bien —dijo el señor Boggis—. Díganos el nombre de este capitán. —A menudo perdía grandes sumas de dinero al póquer.
—¿Capitán? —dijo el señor Slant—. Siento decir que de momento sus talentos naturales no lo han ascendido hasta ese punto. Es cabo. El cabo C.W. St. J. Nobbs.
Se hizo el silencio.
Y luego se oyó un extraño ruido que sonaba parecido a put-put, como el agua abriéndose camino por una tubería parcialmente bloqueada.
La Reina Molly del Gremio de Mendigos había estado callada salvo por los esporádicos ruidos húmedos de succión cada vez que intentaba sacarse una partícula del almuerzo de entre aquellas cosas que, ya que seguían estando en su boca y al parecer sujetas a la misma, eran técnicamente sus dientes.
Ahora se estaba riendo. Le temblaban los pelos de todas las verrugas.
—¿Nobby Nobbs? —preguntó—. ¿Está hablando de Nobby Nobbs?
—Es el último descendiente conocido del conde de Ankh, que por su parte podría trazar su ascendencia hasta un primo lejano del último rey —dijo el señor Slant—. Es lo que se comenta en toda la ciudad.
—Se me forma una imagen en la mente —dijo el doctor Downey—. Un tipo pequeñajo que parece un mono y que siempre fuma cigarrillos muy cortos. Con granos. Se los revienta en público.
—¡Ese es Nobby! —rió la Reina Molly—. ¡Tiene la cara como el pulgar de un carpintero ciego!
—¿Ese? ¡Pero si ese hombre es un ceporro!
—Tiene menos luces que una vela barata —dijo el señor Boggis—. No entiendo…
De pronto se detuvo y contrajo el mismo silencio contemplativo que estaba afectando gradualmente a todo el mundo que había sentado a la mesa.
—No veo por qué no vamos a… prestar la debida atención… a esto —dijo pasado un tiempo.
Los líderes reunidos contemplaron la mesa. Luego miraron el techo. Luego eludieron escrupulosamente las miradas de los demás.
—La sangre acabará mostrándose —dijo el señor Carry.
—Siempre que lo he visto caminar por la calle he pensado: «he ahí un hombre que camina con grandeza» —dijo la señora Palma.
—Se los revienta de una forma muy regia, ya lo creo. Con mucha elegancia.
El silencio volvió a cernirse sobre la reunión. Pero era un silencio bullicioso, de la misma forma en que lo es el silencio de un hormiguero.
—Debo recordarles, damas y caballeros, que el pobre lord Vetinari sigue vivo —dijo la señora Palma.
—Ciertamente, ciertamente —dijo el señor Slant—. Y que siga mucho tiempo así. Yo me he limitado a presentarles una opción para cuando llegue el día, que espero que tarde mucho en venir, en que tengamos que pensar en un… sucesor.
—En todo caso —dijo el doctor Downey—, no hay duda de que Vetinari ha estado trabajando demasiado. Si sobrevive (que es algo en lo que todos confiamos, claro), creo que tendremos que pedirle que dimita por el bien de su salud. Bien hecho, fiel sirviente nuestro, y todo eso. Comprarle una bonita casa en el campo. Darle una pensión. Asegurarnos de que haya un asiento para él en las cenas oficiales. Obviamente, si ahora es tan vulnerable a los envenenamientos, tendría que agradecer que lo libráramos de las cadenas de su cargo…
—¿Qué pasa con los magos? —preguntó el señor Boggis.
—Nunca se han metido en cuestiones municipales —dijo el doctor Downey—. Deles cuatro comidas de carne al día y quítese el sombrero cuando pasan y ya son felices. No saben nada de política.
El silencio que siguió fue roto por la voz de la Reina Molly de los Mendigos.
—¿Y qué pasa con Vimes?
El doctor Downey se encogió de hombros.
—Está al servicio de la ciudad.
—A eso me refiero.
—Nosotros representamos la ciudad, ¿no?
—¡Ja! Él no lo va a ver así. Y ya sabe lo que piensa Vimes de los reyes. Fue un Vimes el que le cortó la cabeza al último. He ahí una línea de sangre que cree que el golpe de un hacha lo puede solucionar todo.
—Bueno, Molly, ya sabes que probablemente Vimes usaría el hacha con Vetinari si creyera que puede hacerlo y salir indemne. Esos dos no se pueden ver, me temo.
—No le va a gustar nada. Es lo único que les digo. Vetinari es quien va dando cuerda a Vimes. Es imposible saber lo que va a pasar si se suelta de golpe…
—¡Es un servidor público! —la cortó el doctor Downey.
La Reina Molly hizo una mueca, lo cual no era difícil en alguien con semejantes dotes naturales, y se echó atrás en su asiento.
—De manera que así van a ir ahora las cosas, ¿eh? —murmuró—. ¿Un montón de hombres corrientes se sientan a una mesa y hablan y de pronto el mundo va a cambiar? ¿Las ovejas se rebelan y cargan contra el pastor?
—Esta noche hay una soirée en casa de lady Selachii —dijo el doctor Downey, sin hacerle caso—. Creo que Nobbs está invitado. Tal vez podamos… conocerle.
Vimes se dijo a sí mismo que en realidad iba a examinar el progreso de la nueva Casa de la Guardia en la calle Chinchulín. La calle Cockbill estaba a la vuelta de la esquina. Y luego haría una visita, todo informal. No tenía sentido prescindir de un hombre cuando andaban tan escasos, con todos aquellos asesinatos y lo de Vetinari y la cruzada antitocho de Detritus. Giró la esquina y se detuvo.
No había cambiado gran cosa. Aquello era lo asombroso. Después de… oh, demasiados años… las cosas no tenían ningún derecho a no haber cambiado.
Pero las cuerdas de tender la ropa seguían cruzando la calle entre los edificios antiguos y grises. La pintura antigua se seguía desconchando de la forma en que se desconchaba la pintura barata al aplicarla sobre una madera demasiado vieja y podrida para aceptar pintura. La gente de la calle Cockbill solía ser demasiado pobre para permitirse pintura decente, pero siempre demasiado orgullosa para usar cal.
Y el lugar era un poco más pequeño de lo que él recordaba. Eso era todo.
¿Cuándo había ido allí por última vez? No se acordaba. La calle estaba más allá de las Sombras, y hasta hacía poco la Guardia había tendido a dejar que aquella zona se encargara de sus propios e inenarrables asuntos.
A diferencia de las Sombras, sin embargo, la calle Cockbill estaba limpia, con esa limpieza vacía e inquietante que se da cuando la gente no se puede permitir desperdiciar ni el polvo. Porque la calle Cockbill era donde vivía la gente que era peor que pobre, puesto que no sabían lo pobres que eran. Si alguien les preguntaba probablemente dirían algo del tipo «no me puedo quejar» o «hay gente que está peor que nosotros» o «siempre nos hemos mantenido a flote y no le debemos nada a nadie».