Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Sí…

—¿Se marchó su gólem del almacén ayer por la tarde?

—Bueno, sí, a media tarde… Dijo algo de que era día sagrado. —Miró nervioso de uno a otro guardia—. Hay que dejarlos ir, si no las palabras que tienen en la cabeza…

—¿Y después regresó y se pasó la noche trabajando?

—Sí. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Y luego ha llegado Alf para el primer turno de la mañana y dice que lo ha visto salir del foso de la sierra, que se ha quedado un momento allí y luego…

—¿No estaría ayer serrando leños de pino? —dijo Angua.

—Eso mismo. ¿Dónde voy a encontrar otro gólem en tan poco tiempo, si se puede saber?

—¿Qué es esto? —preguntó Angua. Cogió un cuadrado con marco de madera de un montón de serrín—. Esta era su pizarra, ¿verdad? —Se la dio a Zanahoria.

—«No matarás» —leyó Zanahoria lentamente—. «Barro de mi barro. Vergüenza.» ¿Tiene usted alguna idea de por qué escribió esto?

—A mí que me registren —dijo Skink—. Siempre están haciendo tonterías. —Pareció animarse un poco—. Eh, tal vez se fue de la olla, ¿no? ¿Lo pillan? Barro… ¿olla?

—Extremadamente gracioso —dijo Zanahoria, en tono grave—. Me llevo esto como prueba. Buenos días. ¿Por qué has preguntado por los leños de pino? —le dijo a Angua mientras salían.

—Olí la misma resina de pino en el sótano.

—Pero la resina de pino solo es resina de pino, ¿no?

—No. Para mí no. Ese gólem estuvo allí sin duda.

—Todos estuvieron —suspiró Zanahoria—. Y ahora se están suicidando.

—Uno no se puede quitar una vida que no tiene —dijo Angua.

—¿Cómo lo llamamos, entonces? ¿«Destrucción de propiedad?» —dijo Zanahoria—. En todo caso, ya no se lo podemos preguntar…

Dio unos golpecitos en la pizarra.

—Las respuestas ya nos las han dado —dijo—. Tal vez podamos descubrir cuáles tendrían que haber sido las preguntas.

* * *

—¿Qué quiere decir con «nada»? —preguntó Vimes—. ¡Tiene que ser el libro! ¡Se lame los dedos para pasar de página y cada día recibe una pequeña dosis de arsénico! ¡Es endiabladamente ingenioso!

—Lo siento, señor —dijo Jovial, retrocediendo—. No puedo encontrar ni rastro. He usado todas las pruebas que conozco.

—¿Está seguro?

—Podría enviarlo a la Universidad Invisible. Han construido un nuevo resonador mórfico en el Edificio de Magia de Altas Energías. Con magia sería fácil…

—No haga eso —dijo Vimes—. Mantengamos a los magos fuera de esto. ¡Mierda! Durante media hora creí que lo había encontrado…

Se sentó a su mesa. Había algún nuevo detalle raro en el enano, pero no conseguía adivinar de qué se trataba.

—Aquí nos falta algo, Culopequeño —dijo.

—Sí, señor.

—Examinemos los hechos. Si uno quiere envenenar lentamente a alguien, tiene que administrarle dosis pequeñas todo el tiempo, o por lo menos todos los días. Ya hemos repasado todo lo que hace normalmente el patricio. No puede ser el aire de su habitación. Usted y yo hemos estado ahí todos los días. No es la comida, de eso estamos bastante seguros. ¿Es algo que le está picando? ¿Se puede envenenar una avispa? Lo que necesitamos…

—Perdone, señor.

Vimes se giró.

—¿Detritus? ¿No había acabado el turno?

—He conseguido la dirección de esa doncella llamada Fácil tal como me dijo —dijo Detritus, estoico—. He ido allí y estaba lleno de gente mirando.

—¿Qué quiere decir?

—Vecinos y esas cosas. Mujeres llorando delante de la puerta. Y he recordado lo que me dijo de la diploalgo…

—Diplomacia —dijo Vimes.

—Sí. No gritarle a la gente y todo eso. He pensado: esta parece una situación delicada. Además, me estaban tirando cosas. Así que he vuelto aquí. He apuntado su dirección. Y ahora me voy a casa. —Hizo el saludo militar, se tambaleó un poco por la fuerza del impacto en la sien y se marchó.

—Gracias, Detritus —dijo Vimes. Miró el papel escrito con la enorme mano redonda del troll.

—Calle Cockbill 27, Primer Piso Al Fondo —dijo—. ¡Por todos los dioses!

—¿Lo conoce, señor?

—Cómo no. Yo nací en esa calle —dijo Vimes—. Está justo pasadas las Sombras. Fácil… Fácil… Fácil… Sí… Ahora sí que caigo. Había una señora Fácil en la calle. Una mujer flaca. Cosía mucho. Familia numerosa. Bueno, todos éramos familias numerosas, era la única forma de mantenerse calientes…

Miró el papel con el ceño fruncido. No es que resultara una pista particularmente reveladora. Las doncellas siempre estaban yéndose a ver a sus madres, cada vez que había el más mínimo trastorno familiar. ¿Qué era lo que solía decir su abuela? «Tu hijo es tu hijo hasta que se casa, pero tu hija es tu hija toda la vida.» Enviar allí a un guardia sería casi con toda seguridad una pérdida de tiempo para todos…

—Vaya, vaya… la calle Cockbill —dijo. Volvió a mirar el papel. «Se le podría cambiar el nombre por el de avenida de los Recuerdos.» No, no se podían desperdiciar efectivos de la Guardia en un tiro a ciegas como aquel. Pero él podía echar un vistazo. Cuando pasara por allí. En algún momento del día—. Esto… ¿Culopequeño?

—¿Señor?

—Lo de sus… sus labios. Rojo. En… sus labios…

—Pintalabios, señor.

—Oh… ejem. ¿Pintalabios? Bien. Pintalabios.

—Me lo ha dado la agente Angua, señor.

—Muy amable por su parte —dijo Vimes—. Supongo.

* * *

Se llamaba la Cámara de las Ratas. En teoría el nombre venía de la decoración. A algún antiguo residente del palacio se le había ocurrido que un fresco de ratas bailando sería un verdadero golpe de estado decorativo. La alfombra tenía dibujos de ratas tejidos. Y en el techo las ratas bailaban en círculo con las colas entrelazadas en el centro. Después de media hora en aquella sala, a la mayoría de la gente le venía ganas de lavarse.

Lo cual quería decir que pronto el agua caliente estaría muy solicitada. Porque la sala se estaba llenando muy deprisa.

Por acuerdo general la silla de la presidencia estaba ocupada, y de forma rebosante, por la señora Rosemary Palma, líder del Gremio de Costureras, [15] en calidad de ser una de las líderes gremiales con más veteranía.

—¡Silencio, por favor! ¡Caballeros!

El nivel de ruido descendió un poco.

—¿Doctor Downey? —dijo.

El jefe del Gremio de Asesinos asintió con la cabeza.

—Amigos, creo que todos estamos al corriente de la situación… —empezó a decir.

—¡Sí, y tu contable también! —dijo una voz entre la multitud. Hubo una cascada de risas nerviosas pero no duró mucho, porque uno no se ríe demasiado fuerte de alguien que conoce exactamente el precio de tu cadáver.

El doctor Downey sonrió.

—Puedo asegurarles una vez más, caballeros… y damas… que no tengo conocimiento de ningún acuerdo concerniente a lord Vetinari. En cualquier caso, no me puedo imaginar que un asesino usara veneno en este caso. Su señoría pasó un tiempo en la escuela de asesinos. Sabe actuar con cautela. No hay duda de que se recuperará.

—¿Y si no? —preguntó la señora Palma.

—Nadie vive para siempre —dijo el doctor Downey, con la voz tranquila de alguien que sabía personalmente que aquello era cierto—. Entonces, sin duda, tendremos un nuevo gobernante.

La sala se quedó muy silenciosa.

La palabra «¿Quién?» flotó en silencio por encima de todas las cabezas.

—Lo que pasa… lo que pasa… —dijo Gerhardt Calcetín, jefe del Gremio de Carniceros-… Ha sido… Tienen que admitir… Que ha sido… Bueno, piensen en algunos de los anteriores…

Las palabras «Por ejemplo, lord Espasmo… Por lo menos este de ahora no es un demente de los buenos» parpadearon en la conciencia colectiva.

—Tengo que admitir —dijo la señora Palma—, que ciertamente con Vetinari ha sido más seguro andar por la calle…

—Quién lo sabe mejor que usted, madame —dijo el señor Calcetín. La señora Palma le lanzó una mirada gélida. Hubo unas cuantas risitas.

—Me refería a que un pequeño pago al Gremio de Ladrones es lo único que hace falta para estar perfectamente a salvo —terminó de decir.

—Y ciertamente, todo el mundo puede visitar una casa de mala…

—De hospitalidad negociable —se apresuró a decir la señora Palma.

—Por supuesto, y confiar en no despertarse totalmente desnudo y lleno de golpes y moratones —dijo Calcetín.

—A menos que esos sean sus gustos —dijo la señora Palma—. Nuestra meta es proporcionar satisfacción. De forma muy precisa, si así se requiere.

—Está claro que la vida ha sido más tranquila con Vetinari —dijo el señor Ollas del Gremio de Panaderos.

—Ha enviado a todos los mimos y actores de teatro callejeros al foso de los escorpiones, eso es verdad —dijo el señor Boggis del Gremio de Ladrones.

—Cierto. Pero no olvidemos que también tiene sus puntos malos. Es un hombre caprichoso.

—¿Eso cree? Comparado con los que tuvimos antes, este es tan sólido como una roca.

—Espasmo era sólido —dijo el señor Calcetín en tono lúgubre—. ¿Se acuerdan de cuando hizo concejal a su caballo?

—Tiene usted que admitir que tampoco fue un mal concejal. Comparado con algunos de los demás.

—Por lo que yo recuerdo, los demás en aquel momento eran un jarrón de flores, un montón de arena y tres personas que habían sido decapitadas.

—¿Se acuerdan de todas aquellas peleas? ¿De todas las pequeñas bandas de ladrones que se peleaban todo el tiempo? Llegó un punto en que apenas si quedaba algo de energía para robar cosas —dijo el señor Boggis.

—Ahora las cosas son mucho más… estables.

Volvió a hacerse el silencio. Se trataba de eso, ¿no? Ahora las cosas eran estables. Pese a todo lo que se pudiera decir del viejo Vetinari, se aseguraba de que al día de hoy siempre le siguiera el de mañana. Si te asesinaban en la cama, al menos sería por acuerdo previo.

—Con lord Espasmo todo era más emocionante —se aventuró a decir alguien.

—Sí, justo hasta el momento en que se te caía la cabeza.

—El problema es —dijo el señor Boggis— que el cargo vuelve loca a la gente. Pon a cualquier tipo que no sea peor que cualquiera de nosotros y al cabo de unos meses estará hablando con el musgo y desollando viva a la gente.

—Vetinari no está loco.

—Depende de cómo lo mires. Nadie puede estar tan cuerdo como él sin estar loco.

—Yo no soy más que una débil mujer —dijo la señora Palma, ante el escepticismo personal de varios de los presentes—, pero me parece que aquí se nos presenta una oportunidad. O bien hay una larga lucha para elegir a un sucesor o bien lo resolvemos ahora. ¿Sí?

Los líderes gremiales intentaron mirarse entre ellos al mismo tiempo que eludían las miradas de los demás. ¿Quién iba a ser el siguiente patricio? En el pasado se había librado una enorme lucha por el poder con múltiples bandos, pero ahora…

Con el poder venían los problemas. Las cosas habían cambiado. Hoy en día había que negociar y hacer malabarismos con todos los intereses en conflicto. Hacía años que nadie en su sano juicio intentaba matar a Vetinari, porque simplemente el mundo con él era preferible al mundo sin él.

Además… Vetinari había domesticado Ankh-Morpork. La había domesticado como a un perro. Había cogido a un carroñero de poca monta y le había alargado los dientes y le había reforzado las mandíbulas y le había puesto un collar de pinchos y lo había alimentado con bistec magro y luego lo había lanzado a la garganta del mundo.

Había cogido a todas las bandas y grupos en riña y les había hecho ver que una pequeña porción del pastel de forma regular era mucho mejor que una porción más grande con una daga dentro. Les había hecho ver que era mejor llevarse una porción pequeña pero hacer crecer la tarta.

De entre todas las ciudades de las llanuras, Ankh-Morpork era la única que había abierto sus puertas a los enanos y los trolls (las aleaciones eran más fuertes, había dicho Vetinari). Y había funcionado. Se creaban cosas. A menudo se creaban problemas, pero sobre todo se creaba riqueza. Y en consecuencia, aunque Ankh-Morpork seguía teniendo muchos enemigos, aquellos enemigos tenían que financiar sus ejércitos con dinero prestado. La mayoría del cual se lo prestaba Ankh-Morpork a un interés leonino. Hacía años que no se libraba ninguna guerra importante. Ankh-Morpork había causado que no fueran provechosas.

Miles de años atrás el viejo imperio había impuesto la Pax Morporkiana, que le había dicho al mundo: «No luchéis u os mataremos». La Pax había regresado una vez más, pero en esta ocasión decía: «Si lucháis, exigiremos el pago inmediato de vuestras hipotecas. Y por cierto, esa lanza con la que me estás apuntando es mía. Ese escudo que aguantas lo pagué yo. Y quítate mi casco cuando hables conmigo, pequeño deudor espantoso».

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