Y con una mezcla de orgullo y vergüenza, añadió: «Y ninguno de aquellos cabrones me pillaba nunca».
El patricio seguía respirando, pero tenía la cara como la cera y daba la impresión de que morirse tal vez fuera una mejoría.
La mirada de Vimes merodeó por la sala. En el aire flotaba una neblina familiar.
—¿Quién ha abierto la ventana?
—Yo, señor —dijo Visita—. Justo antes de ir a buscarlo a usted. Parecía que necesitaba un poco de aire fresco…
—Sería más fresco si tuviera usted la ventana cerrada —dijo Vimes—. Muy bien, quiero a todo el mundo que haya pasado la noche en este sitio, y digo todo el mundo, reunido abajo en el vestíbulo dentro de dos minutos. Y que alguien traiga al cabo Culopequeño. Y avisen al capitán Zanahoria.
«Estoy preocupado y confuso —pensó—. Así que la primera norma del manual es difundirlo.»
Deambuló por la sala. No hacía falta una gran inteligencia para ver que Vetinari se había levantado y se había desplazado hasta su escritorio, donde a juzgar por el aspecto de las cosas había pasado un rato trabajando. La vela estaba consumida del todo. Y había un frasco de tinta volcado, presumiblemente de cuando se cayó de la silla.
Vimes mojó un dedo en la tinta y lo olió. Luego cogió la pluma de oca que había al lado, vaciló, sacó su daga y levantó la larga pluma con cautela. No parecía haber diminutas púas traicioneras en ella, pero la dejó a un lado con cuidado para que Culopequeño la examinara más tarde.
Echó un vistazo al papel en el que Vetinari había estado trabajando.
Para su sorpresa, no había nada escrito, sino un dibujo hecho con minuciosidad. Mostraba una figura que caminaba a zancadas, con la particularidad de que no era una persona sino que estaba compuesta de miles de figuras más pequeñas. El efecto era como el de aquellos hombres de mimbre que construían algunas de las tribus más estrafalarias de las inmediaciones del Eje para celebrar anualmente el gran ciclo de la naturaleza y su reverencia por la vida, por el método de apilar cuanto más mejor de la misma en un montón y pegarle fuego.
El hombre compuesto llevaba una corona.
Vimes apartó a un lado la hoja y devolvió su atención al escritorio. Pasó la mano con cuidado por la superficie en busca de cualquier astilla sospechosa. Se agachó y examinó la parte de abajo.
Afuera había cada vez más luz. Vimes entró en las dos salas contiguas y se aseguró de que tenían las cortinas abiertas, luego regresó a la habitación de Vetinari, cerró las cortinas y las puertas y recorrió las paredes en busca de cualquier mancha delatora de luz que pudiera indicar que había un agujerito.
¿Dónde había que parar? ¿Astillas en el suelo? ¿Cerbatanas a través de la cerradura?
Volvió a abrir las cortinas.
El día anterior Vetinari se estaba recuperando. Y ahora parecía peor. Alguien le había hecho algo durante la noche. ¿Cómo? Los venenos lentos eran una cosa endiablada. Había que encontrar una forma de dárselos a la víctima todos los días.
No, no era así… Lo más elegante era encontrar la forma de que él mismo se lo administrara todos los días.
Vimes rebuscó entre los papeles. Era obvio que Vetinari se había encontrado lo bastante bien como para levantarse y caminar hasta allí, pero era allí donde se había desplomado.
El veneno no podía estar en una astilla o en un clavo porque él no seguiría pinchándose una y otra vez…
Había un libro medio enterrado entre los papeles, pero tenía un montón de puntos de lectura, la mayoría trozos rasgados de cartas viejas.
¿Qué hacía Vetinari todos los días?
Vimes abrió el libro. Todas las páginas estaban cubiertas de símbolos escritos a mano.
«Un veneno como el arsénico hay que meterlo dentro del cuerpo. No basta con tocarlo. ¿O sí? ¿Hay alguna clase de arsénico que se pueda infiltrar por la piel?»
Nadie estaba entrando en aquellos aposentos. Vimes estaba casi seguro.
Lo más probable era que la comida y la bebida no tuvieran nada, pero por si acaso le diría a Detritus que fuera a tener otra de sus pequeñas charlas con los cocineros.
¿Algo que Vetinari estaba respirando? ¿Cómo se podría mantener algo así en el aire día tras día sin levantar las sospechas de alguien? Además, había que meter el veneno en la habitación.
¿Algo que ya estaba en la sala? Jovial había hecho que pusieran una alfombra nueva y que cambiaran la cama. ¿Qué más se podía hacer? ¿Rascar la pintura del techo?
¿Qué le había dicho Vetinari a Jovial sobre los venenos? Lo pondremos donde nadie miraría nunca…
Vimes se dio cuenta de que seguía mirando el libro. En sus páginas no había nada que él pudiera entender. Debía de ser alguna clase de código. Conociendo a Vetinari, no sería descifrable por nadie con una mentalidad normal.
¿Se podía envenenar un libro? Pero… ¿y qué? Había otros libros. Uno tendría que saber a ciencia cierta que el patricio iba a consultar aquel todo el tiempo. Y aun así había que suministrarle el veneno. Un hombre podía pincharse una vez en el dedo, pero después ya se andaría con cuidado.
A veces a Vimes le preocupaba la forma que tenía de sospechar de todo. Cuando empezabas a preguntarte si a un hombre se lo podía envenenar con palabras, lo mismo podías acusar al papel de la pared de estar enloqueciéndolo. Eso sí, aquel color verde tan horrible podía volver loco a cualquiera…
—¡Bíngueli biiipy biiip!
—Oh, no…
—¡Esta es su llamada despertador de las seis de la mañana! ¡¡Buenos días!! ¡¡Aquí están sus citas de hoy, señor Inserte Nombre Aquí!! Diez en punto…
—¡Cállate! Escucha, sea lo que sea que tengo en mi agenda te aseguro que no…
Vimes se detuvo. Bajó la caja.
Regresó al escritorio. Asumiendo una página por día…
Lord Vetinari tenía muy buena memoria. Pero todo el mundo apuntaba las cosas, ¿no? No se podía recordar hasta el último detalle. Miércoles: 15.00, reinado de terror. 15.15, limpiar el foso de los escorpiones…
Se llevó el organizador a los labios.
—Apunta un memorando —dijo.
—¡Hurra! Adelante. ¡¡No olvide decir «memorando» antes!!
—Hablar con… mierda… Memorando: ¿Qué pasa con el diario de Vetinari?
—¿Ya está?
—Sí.
Alguien llamó cortésmente a la puerta. Vimes la abrió con cuidado.
—Ah, es usted, Culopequeño.
Vimes parpadeó. A aquel enano le pasaba algo raro.
—Voy ahora mismo a preparar un poco del mejunje del señor Dónut, señor. —La enana miró a la cama que había detrás de Vimes—. Oooh… no tiene buen aspecto, ¿verdad?
—Haga que alguien lo traslade a un dormitorio distinto —dijo Vimes—. Que los sirvientes preparen otra habitación, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
—Y cuando lo hayan hecho, elija otra habitación distinta al azar y trasládelo a esa. Y cambíelo todo, ¿me entiende? Hasta el último mueble, el último jarrón, la última alfombra…
—Esto… sí, señor.
Vimes vaciló. Por fin se daba cuenta de qué lo había estado preocupando durante los últimos veinte segundos.
—Culopequeño…
—¿Señor?
—Lleva usted… esto… lleva… ¿en las orejas?
—Pendientes, señor —dijo Jovial con nervios—. Me los ha dado la agente Angua.
—¿Ah, sí? Esto… ya… yo pensaba que los enanos no llevaban joyas, eso es todo.
—Somos célebres por nuestros anillos, señor.
—Sí, claro. —Anillos, sí. Nadie como los enanos para forjar anillos mágicos. Pero… ¿pendientes mágicos? En fin. Había aguas que eran demasiado profundas para vadearlas.
* * *
La manera que tenía el sargento de abordar aquellas cuestiones era casi instintivamente correcta. Había puesto a todo el personal de palacio a formar delante de él y les estaba gritando a pleno pulmón.
«Mira al viejo Detritus —pensó Vimes mientras bajaba la escalera—. Hace unos años era el típico troll tonto y ahora es un miembro valioso de la Guardia siempre y cuando le hagas repetirte las órdenes para estar seguro de que te ha entendido. Su coraza brilla todavía más que la de Zanahoria porque él no se aburre al sacarle brillo. Y ha llegado a dominar la práctica policial tal como la practican la mayoría de las fuerzas del universo, es decir, básicamente, gritar con furia a la gente hasta que se rinde. La única razón de que Detritus no sea un reinado de terror monotroll es la facilidad con que al tren de sus pensamientos lo puede descarrilar cualquiera que intente algo diabólicamente astuto, como por ejemplo una negación directa.»
—¡Sé que lo habéis hecho todos! —estaba gritando Detritus—. ¡Si no sale la persona que lo ha hecho, todo el personal, y hablo en serio, todo el personal va a acabar encerrado en el Cuarto de niños malos y vamos a tirar la llave además! —Señaló con el dedo a una robusta doncella de cocina—. Lo hiciste tú, ¿verdad? ¡Confiesa!
—No.
Detritus hizo una pausa. Y luego:
—¿Dónde estabas anoche? ¡Confiesa!
—¡En la cama, por supuesto!
—Aja, historia verosímil esa, confiesa, ¿ahí es donde andas todas las noches?
—Claro.
—Aja, confiesa, ¿tienes testigos?
—¡Menudo fresco!
—Ah, así que no tienes testigos, lo hiciste tú entonces, ¡confiesa!
—¡No!
—Oh…
—Muy bien, muy bien. Gracias, sargento. Con eso bastará de momento —dijo Vimes, dándole unos golpecitos en el hombro—. ¿Está aquí todo el personal?
Vimes miró la formación.
—¿Y bien? ¿Estáis todos o no?
Hubo una serie de movimientos remolones entre las filas y por fin alguien levantó la mano con cautela.
—Nadie ha visto a Mildred Fácil desde ayer —dijo el propietario de la mano—. Es la doncella del piso de arriba. Ha venido un chico con un mensaje. Diciendo que ha tenido que irse a ver a su familia.
Vimes sintió una punzada apenas perceptible en la nuca.
—¿Alguien sabe por qué? —preguntó.
—Ni idea, señor. No se ha llevado nada.
—Muy bien. Sargento, antes de que se le acabe el turno, mande a alguien a buscarla. Luego vayase y duerma un poco. El resto de ustedes regresen a lo que sea que se dedican aquí. Ah… ¿señor Drumknott?
El secretario personal del patricio, que había estado observando la técnica de Detritus con expresión horrorizada, alzó la mirada.
—¿Sí, comandante?
—¿Qué es este libro? ¿Es el diario de su señoría?
Drumknott cogió el libro.
—Ciertamente lo parece.
—¿Ha podido descifrar usted el código?
—No sabía que estuviera en código, comandante.
—¿Cómo? ¿Es que nunca lo ha mirado?
—¿Por qué iba a hacerlo, señor? No es mío.
—Supongo que sabe usted que su último secretario intentó matarlo.
—Sí, señor. Tengo que decir, señor, que sus hombres ya me han interrogado de forma exhaustiva. —Drumknott abrió el libro y enarcó las cejas.
—¿Y qué le han dicho? —preguntó Vimes.
Drumknott levantó la vista con cara pensativa.
—A ver si me acuerdo… «Lo has hecho tú, confiesa, todos te han visto, tenemos mucha gente que dice que lo has hecho tú, lo has hecho tú, vale, confiesa.» Creo que esa es la idea general. Y luego yo dije que no lo había hecho y aquello pareció desconcertar al oficial en cuestión.
Drumknott se lamió delicadamente un dedo y pasó la página.
Vimes se lo quedó mirando.
* * *
El aire de la mañana transportaba un ruido enérgico de sierras. El capitán Zanahoria llamó a la puerta del almacén de madera, que se abrió al cabo de un momento.
—¡Buenos días, señor! —dijo—. Tengo entendido que tiene usted un gólem aquí.
—Tenía —dijo el comerciante de madera.
—Oh, cielos, otro —dijo Angua.
Con aquel ya sumaban cuatro. El de la fundición se había arrodillado debajo de un martillo pilón. El de la cantera ya no era más que diez arcillosos dedos del pie que asomaban por debajo de un bloque de caliza de dos toneladas. Al que trabajaba en los muelles lo habían visto por última vez en el río, dando zancadas hacia el mar. Y ahora este…
—Ha sido extraño —dijo el comerciante, dando un golpecito en el pecho del gólem—. Sydney dice que se ha puesto a serrar y que no ha parado hasta serrarse la cabeza. Tengo una carga de planchas de fresno que han de salir esta tarde. ¿Y quién va a serrarlas?, me pregunto yo.
Angua recogió la cabeza del gólem. En la medida en que tenía alguna clase de expresión, era una expresión de concentración intensa.
—Escuchen —dijo el comerciante—. Alf me ha dicho que anoche oyó en el Tambor que los gólems han estado asesinando a gente…
—La investigación está abierta —dijo Zanahoria—. Vamos a ver, señor… se llama Preble Skink, ¿no? El hermano de usted lleva el taller de aceite para lámparas de la calle Cable, ¿verdad? ¿Y su hija es doncella en la universidad?
El hombre pareció asombrado. Pero Zanahoria conocía a todo el mundo.