Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

SÍ.

Fuerteenelbrazo subió la escalera de su oficina. Cuando llegó arriba se dio la vuelta para mirar la planta bañada en luz roja de la fundición. Vio que Dibbuk iba hasta el martillo y que sostenía una pizarra en alto delante del capataz. Vio que Vincent el capataz se alejaba. Vio que Dibbuk cogía la lámina de acero en proceso de convertirse en espada, la sostenía en su sitio mientras recibía una serie de golpes y luego la tiraba a un lado.

Fuerteenelbrazo bajó corriendo la escalera.

Cuando estaba en mitad del descenso Dibbuk ya había puesto la cabeza sobre el yunque.

Cuando Fuerteenelbrazo estaba llegando al pie de la escalera el martillo dio el primer golpe.

Cuando estaba a medio camino por la planta cubierta de ceniza, seguido a toda prisa por otros trabajadores, el martillo dio el segundo golpe.

Y mientras llegaba hasta Dibbuk el martillo dio el tercer golpe.

El brillo se apagó en los ojos del gólem. En su cara impasible apareció una grieta.

El martillo ascendió por cuarta vez…

—¡Al suelo! —gritó Fuerteenelbrazo.

… y ya no hubo nada más que trozos de cerámica.

Cuando el estruendo se apagó, el dueño de la fundición se puso de pie y se sacudió la ropa. Había polvo y cascotes desparramados por todo el suelo. El martillo se había salido de sus cojines y estaba tirado junto al yunque en medio de un montón de trozos de gólem.

Fuerteenelbrazo cogió con cuidado un trozo de pie, lo tiró a un lado y luego volvió a agacharse y sacó una pizarra del montón de escombros.

Leyó:

¡EL ANCIANO NOS AYUDABA!
¡NO MATARÁS!
¡BARRO DE MI BARRO!
VERGÜENZA.
LAMENTACIÓN.

Su capataz miró por encima del hombro de Fuerteenelbrazo.

—¿Para qué tenía que hacer eso?

—¿Cómo lo voy a saber? —le espetó Fuerteenelbrazo.

—O sea, esta tarde nos ha traído el té igual que siempre. Luego se ha ido un par de horas y ahora esto…

Fuerteenelbrazo se encogió de hombros. Los gólems eran gólems y no había más que decir, pero el recuerdo de aquella cara tranquila colocándose debajo del gigantesco martillo le había conmovido.

—Escuché el otro día que el aserradero de la calle Dimwell estaba dispuesto a vender el que tienen —dijo el capataz—. Que había serrado un tronco de caoba para hacer cerillas o algo así. ¿Quiere que vaya a hablar con ellos?

Fuerteenelbrazo volvió a mirar la pizarra.

Dibbuk nunca había sido gólem de muchas palabras. Cargaba hierro al rojo vivo, batía láminas para espadas con los puños, limpiaba la escoria de fundición que aún estaba demasiado caliente para que la tocara un hombre… y nunca decía palabra. Por supuesto, no le era posible decir palabras, pero en todo caso Dibbuk siempre había dado la impresión de no tener ninguna en particular que quisiera decir. Se limitaba a trabajar. Nunca jamás había escrito tantas palabras juntas.

Las palabras hablaban a Fuerteenelbrazo de una angustia negra, de una mente que habría estado gritando si hubiera podido emitir sonido alguno. ¡Lo cual era una tontería! Aquellas cosas no podían suicidarse.

—¿Jefe? —dijo el capataz—. Le digo que si quiere que vaya a buscar otro.

Fuerteenelbrazo lanzó la pizarra lejos con un giro del brazo y, con cierta sensación de alivio, la vio hacerse añicos contra la pared.

—No —dijo—. Limítate a limpiar esto. Y arregla el puto martillo.

* * *

El sargento Colon, después de esfuerzos considerables, consiguió levantar la cabeza por encima de la alcantarilla.

—¿Se… se encuentra usted bien, cabo lord de Nobbes? —balbuceó.

—Nosé, Fred. ¿De quién es esta cara?

—Mía, Nobby.

—Gracias a los dioses, creía que era yo…

Colon volvió a bajar la cabeza.

—Estamos en el cieno, Nobby —gimió—. Oooh.

—Todos vivimos en el cieno, Fred. Pero algunos levantamos los ojos hacia las estrellas…

—Bueno, pues yo estoy levantando los ojos hacia tu cara, Nobby. Las estrellas estarían mucho mejor, créeme. Vamos…

Después de varios comienzos en falso, los dos se las apañaron para ponerse de pie, principalmente subiéndose el uno encima del otro.

—¿Dónde estastastamos, Nobby?

—’Toy seguro de que ya no’stamos en el Tambor… ¿Tengo una sábana en la cabeza?

—Es la niebla, Nobby.

—¿Y estas piernas que hay aquí abajo?

—Creo que son tus propias piernas, Nobby. Yo tengo las mías.

—Bien. Bien. Oooh… Creo que he bebido un montón, sargento.

—Has bebido como un señor, ¿eh?

Nobby se llevó una mano con cautela al casco. Alguien le había colocado encima una corona de papel. La inspección de su mano encontró una colilla detrás de su oreja.

Era aquella hora tan desagradable de la jornada del bebedor en que, tras unas cuantas horas de tiempo de calidad en la alcantarilla, uno empezaba a sentir la retribución de la sobriedad sin dejar todavía de estar lo bastante borracho como para empeorarla.

—¿Cómo hemos llegado hasta aquí, sargento? —Colon se puso a rascarse la cabeza y lo dejó por culpa del ruido.

—Creo… —dijo, aventando los jirones carbonizados de su memoria reciente—. Creo… me parece que era algo que tenía que ver con asaltar el palacio y exigir tu derecho de nacimiento…

Nobby se atragantó y escupió el cigarrillo.

—Eso no lo haríamos, ¿verdad?

—Tú estabas gritando que teníamos que hacerlo…

—Oh, dioses —gimió Nobby.

—Pero creo que vomitaste más o menos entonces.

—Pues menos mal.

—Bueno… lo hiciste encima de Manos Hoskins. Pero él tropezó con alguien antes de poder pillarnos.

De pronto Colon se dio unas palmadas en los bolsillos.

—Y todavía tengo el dinero del té —dijo. Otra nube de recuerdos cruzó el cálido sol del olvido—. Bueno… los tres peniques que quedan…

La gravedad de aquello consiguió llegar hasta Nobby.

—¿Dres beniques?

—Sí, bueno… después de que empezaras a pedir todas aquellas bebidas tan caras para el bar entero… bueno, no tenías dinero o bien las pagaba yo, o… —Colon se pasó los dedos por la garganta e hizo—: ¡Ksssssh!

—¿Me estás diciendo que pagamos la Hora feliz en el Tambor?

—No fue exactamente la Hora feliz —dijo Colon lastimeramente—. Fueron más como los Ciento cincuenta minutos extasiados. Yo ni siquiera sabía que la ginebra se pudiera pedir en pintas.

Nobby intentó concentrarse en la niebla.

—Nadie puede beberse la ginebra a pintas, sargento.

—Eso es lo que yo decía todo el rato, pero ¿crees que me hacías caso?

Nobby inspiró aire.

—Estamos cerca del río —dijo—. Intentemos…

Algo rugió, muy cerca. Era un ruido largo y grave, como una sirena para la niebla que tuviera problemas graves. Era el ruido que podría salir de una ganadería en una noche de nervios, y estuvo sonando y sonando antes de detenerse tan de sopetón que cogió desprevenido al silencio.

—… alejarnos de eso todo lo que podamos —dijo Nobby. El ruido había tenido el efecto de una ducha helada y un par de pintas de café solo.

Colon se dio la vuelta. Necesitaba desesperadamente algo que hiciera el trabajo de una lavandería.

—¿Pero de dónde ha venido eso? —dijo.

—De… de por ahí, ¿no?

—¡A mí me ha parecido que venía de por allá!

En medio de la niebla, todas las direcciones eran la misma.

—Creo… —dijo Colon, lentamente— que deberíamos ir y hacer un informe de esto cuanto antes.

—Bien —dijo Nobby—. ¿Hacia dónde?

—Nosotros corramos, ¿vale?

* * *

Las enormes orejas puntiagudas del agente Tubería temblaron cuando el estruendo sacudió la ciudad. Giró la cabeza con cuidado, triangulando la altura, la dirección y la distancia. Y entonces se acordó.

* * *

El grito se oyó en la Casa de la Guardia, pero amortiguado por la niebla.

Entró en la cabeza abierta del gólem Dorfl y rebotó por el interior, arrancando ecos y más ecos entre las grietas diminutas de la arcilla hasta que, en el mismo límite de la percepción, hubo un baile de granitos minúsculos.

Las cuencas ciegas contemplaron la pared. Nadie oyó el grito que volvió del cráneo muerto, porque no había boca para emitirlo y ni siquiera una mente para guiarlo, pero aun así gritó hacia la noche:

BARRO DE MI BARRO, ¡NO MATARÁS! i NO MORIRAS!

* * *

El capitán Vimes estaba soñando con pistas.

Tenía un punto de vista más bien decepcionado sobre las pistas. Desconfiaba de ellas por puro instinto. Siempre entorpecían las cosas.

Y desconfiaba de aquella gente que echaba un vistazo a otro hombre y le decía con voz señorial a su compañero: «Ah, señor mío, no puedo decirle nada salvo que es un picapedrero zurdo que ha pasado algunos años en la marina mercante y últimamente está atravesando una racha difícil», y luego desplegaba alguna explicación altanera sobre los callos y la postura y el estado de las botas de un hombre, cuando exactamente los mismos comentarios se podían aplicar a alguien que llevara su ropa vieja porque había estado poniendo unos cuantos ladrillos en su casa para la barbacoa nueva, y que se había tatuado una vez cuando tenía diecisiete años y estaba borracho,[14] y que de hecho se mareaba cuando la acera estaba mojada. ¡Menuda arrogancia! ¡Menudo insulto a la rica y caótica variedad de la experiencia humana!

Lo mismo pasaba con las pruebas más estáticas. Lo más probable en el mundo real era que las pisadas en el lecho de flores las hubiera dejado el tipo que limpiaba las ventanas. El grito en plena noche venía presumiblemente de un hombre que se levantaba de la cama y pisaba de golpe un cepillo de pelo con las púas hacia arriba.

El mundo real era demasiado real para ir dejando pequeños indicios ordenados. Estaba demasiado lleno de cosas. No era eliminando lo imposible como uno llegaba a la verdad, por improbable que esta fuera. Era mediante el proceso mucho más difícil de eliminar las posibilidades. Había que trabajar incansablemente, haciendo preguntas con paciencia y examinando las cosas con atención. Había que caminar y hablar y en el fondo del corazón confiar con todas las fuerzas en que a algún cabrón le fallaran los nervios y acabara por descubrirse.

Los acontecimientos del día se ensamblaron en la mente de Vimes. Los gólems marchaban pesadamente como sombras tristes. El padre Tubelcek lo saludó con la mano antes de que le explotara la cabeza, rociando a Vimes de palabras. El señor Hopkinson yacía muerto en su propio horno, con una rebanada de pan enano en la boca. Y los gólems seguían marchando, en silencio. Estaba Dorfl, arrastrando el pie, con la cabeza abierta para que las palabras entraran y salieran volando, como un enjambre de abejas. Y en medio de todo bailaba Arsénico, un hombrecillo verde con púas, crujiendo y parloteando.

En un momento dado le pareció que uno de los gólems gritaba.

Después de eso el sueño se fue desvaneciendo, poco a poco. Gólems. Horno. Palabras. Sacerdote. Dorfl. Los gólems que marchaban, con el estruendo de sus pasos haciendo latir el sueño entero…

Vimes abrió los ojos.

A su lado, lady Ramkin dijo «Wsfgl» y se dio la vuelta.

Alguien estaba aporreando la puerta principal. Todavía aturdido, con la mente embotada, Vimes se incorporó sobre los codos y le dijo al mundo de la noche en general:

—¿Pero qué horas son estas?

—¡Bíngueli bingueli biiip! —dijo una voz jovial procedente del tocador de Vimes.

—Oh, por favor…

—Pasan veintinueve minutos y treinta y un segundos de las cinco de la mañanaaa. «A quien cuida el penique nunca le falta un dólar.» ¿Quiere que le presente su horario de hoy? Y mientras hago esto, ¿por qué no dedica un minuto a rellenar su formulario de registro?

—¿Qué? ¿Qué? ¿De qué estás hablando?

Los golpes en la puerta continuaron.

Vimes se cayó de la cama y palpó a ciegas en busca de cerillas. Por fin consiguió encender una vela y medio corrió, medio tropezó por la larga escalinata que bajaba al vestíbulo.

El que llamaba resultó ser el agente Visita.

—¡Es lord Vetinari, señor! ¡Esta vez está peor!

—¿Alguien ha mandado a buscar a Jimmy Dónut?

—¡Síseñor!

A aquella hora del día la niebla estaba batiéndose en retirada frente al amanecer, y hacía que el mundo entero pareciera estar dentro de una pelota de ping-pong.

—¡He asomado la cabeza nada más empezar mi turno y lo he visto completamente inconsciente, señor!

—¿Cómo supo que no estaba durmiendo?

—¿En el suelo, señor, y con toda la ropa puesta?

Un par de guardias ya habían metido al patricio en la cama para cuando llegó Vimes, un poco jadeante y con dolor en las rodillas. «Dioses —pensó mientras luchaba con la escalera—. Ya no es como en los viejos tiempos de la campanilla y la porra. Antes no te lo pensabas dos veces antes de correr por media ciudad, polis y criminales enzarzados en una persecución trepidante.»

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