Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Bueno, pues entonces nada —dijo Vimes—. Si lo hubieras conocido, le podrías haber preguntado si tenía algún par de botas que no fuera a usar.

Se oyó un chillido cuando empujó al diablillo de vuelta a su caja.

—Hay más, señor —dijo Jovial.

—Continúa —dijo Vimes en tono fatigado.

—He echado un buen vistazo a la arcilla que encontramos en la escena del asesinato —dijo Jovial—. Ígneo dijo que tenía mucho grog: polvo de piezas antiguas de cerámica. Bueno… le he arrancado una esquirla a Dorfl para compararla y no es seguro del todo pero he hecho que el demonio del iconógrafo pintara los detalles más minúsculos y… Creo que ahí hay arcilla como la de él. Tiene mucho óxido de hierro en su arcilla.

Vimes suspiró. A su alrededor la gente estaba bebiendo alcohol. Una sola copa aclararía mucho las cosas.

—¿Alguno de vosotros entiende algo de esto? —preguntó.

Zanahoria y Angua negaron con la cabeza.

—¿Se supone que las cosas tendrán sentido si sabemos cómo encajan todas las piezas? —preguntó Vimes, levantando la voz.

—¿Como las piezas de un puzzle, señor? —aventuró Jovial.

—¡Sí! —dijo Vimes, en voz tan alta que la sala quedó en silencio—. Ahora mismo lo único que necesitamos es la pieza de la esquina con el pedazo de cielo y las hojas y ya podremos ver la imagen completa, ¿no?

—Ha sido un día duro para todos nosotros, señor —dijo Zanahoria.

Vimes flaqueó.

—Muy bien —dijo—. Mañana… Quiero que tú, Zanahoria, hagas una visita a los gólems de la ciudad. Si están tramando algo quiero saber qué es. Y usted, Culopequeño… usted registre absolutamente toda la casa del anciano en busca de más arsénico. Me encantaría creer que lo va a encontrar.

* * *

Angua se había presentado voluntaria para acompañar a Culopequeño de vuelta a su casa. A la enana le sorprendió que los hombres la dejaran hacer aquello. Al fin y al cabo, significaba que Angua tendría que volver a casa sola después.

—¿No tienes miedo? —preguntó Jovial mientras paseaban por entre las nubes húmedas de niebla.

—Pues no.

—Pero me imagino que con una niebla así estará todo lleno de atracadores y matones. Y dijiste que vivías en las Sombras.

—Oh, sí. Pero últimamente no me han molestado. —Ah, ¿tal vez les da miedo el uniforme? —Es posible —dijo Angua. —Es probable que hayan aprendido respeto. —Tal vez tengas razón.

—Esto… perdona… pero ¿tú y el capitán Zanahoria…? Angua esperó educadamente. —… Esto…

—Oh, sí —dijo Angua, compadeciéndose—. Somos esto. Pero yo me alojo en casa de la señora Cake porque en una ciudad como esta una necesita su propio espacio. —Y también una casera comprensiva con la gente que tiene unas necesidades muy especiales, añadió para sí misma. Como picaportes que se podrían abrir con una pata o una ventana siempre abierta en las noches de luna—. Hay que tener un sitio donde poder ser tú misma. Además, la Casa de la Guardia huele a calcetines.

—Yo estoy viviendo en casa de mi tío Estrangulabrazo —dijo Jovial—. No es un sitio muy agradable. Se pasan casi todo el tiempo hablando de minería.

—¿Y tú no?

—No hay gran cosa que decir sobre minería. «Tú minas en tu mina y no caminas a la mía» —canturreó Jovial—. Y luego se ponen a hablar de oro, que francamente es mucho más aburrido de lo que la gente cree.

—Yo creía que los enanos amaban el oro —dijo Angua.

—Solamente lo dicen para llevárselo a la cama.

—¿Estás muy, muy segura de que eres una enana? Lo siento. Era broma.

—Tiene que haber cosas más interesantes. El peinado. La ropa. La gente.

—Cielo santo. ¿Quieres decir cosas de chicas?

—No lo sé, nunca he hablado de cosas de chicas —dijo Jovial—. Los enanos simplemente hablan.

—En la Guardia pasa lo mismo —dijo Angua—. Puedes ser del sexo que te dé la gana siempre que te comportes como un hombre. En la Guardia no hay hombres y mujeres, solamente muchachos. Pronto aprenderás el idioma. Básicamente va de cuánta cerveza bebiste anoche, cómo de fuerte era el curry que te comiste después y dónde vomitaste. Solo hay que pensar en plan egotestículo. Le cogerás el tranquillo enseguida. Y en la Casa de la Guardia tendrás que estar preparada para los chistes sexualmente explícitos.

Jovial se ruborizó.

—Eso sí, parece que han dejado de contarlos últimamente —dijo Angua.

—¿Por qué? ¿Te quejaste?

—No, después de que soltara alguno yo, parece que se acabó —dijo Angua—. ¿Y sabes que no se rieron? Ni siquiera cuando hice también los gestos con la mano. Me pareció una injusticia. Claro que, algunos de los gestos eran bastante pequeños.

—No hay remedio, me voy a tener que mudar —suspiró Jovial—. Me siento… fuera de lugar.

Angua miró a la pequeña figura que marchaba penosamente a su lado. Reconocía los síntomas. Todo el mundo necesitaba su espacio, igual que Angua, y a veces aquel espacio estaba dentro de sus cabezas. Y por extraño que pareciera, le caía bien Jovial. Tal vez era debido a su fervor. O al hecho de que fuera la única persona además de Zanahoria que no parecía un poco asustada cuando hablaba con ella. Y eso era porque no lo sabía. Angua quería preservar aquella ignorancia como si fuera un diminuto y preciado tesoro, pero sabía darse cuenta de cuándo alguien necesitaba un pequeño cambio en su vida.

—Vamos a pasar cerca de la calle Olmo —dijo, con cautela—. Esto, quédate un momento. Tengo algunas cosas que te puedo prestar…

«Yo no las voy a necesitar —se dijo a sí misma—. Cuando me vaya, no podré llevar gran cosa conmigo.»

* * *

El agente Tubería observaba la niebla. Después de permanecer en un sitio, observar era lo que mejor hacía. Pero también se le daba muy bien quedarse muy quieto. No hacer ningún ruido en absoluto era otro de sus mejores rasgos. Cuando se trataba de no hacer absolutamente nada de nada, él se contaba entre los más dotados. Y sin embargo, su fuerte de verdad era permanecer completamente inmóvil en un lugar. Si alguien reuniera a todos los campeones mundiales de no moverse, él ni siquiera se presentaría.

Ahora, con la barbilla apoyada en las manos, observaba la niebla.

Las nubes se habían aposentado un poco, de forma que allí, a seis pisos por encima de las calles, era posible imaginarse que uno estaba en una playa al borde de un mar frío e iluminado por la luna. De vez en cuando asomaban entre las nubes una torre alta o un pináculo, pero todos los ruidos llegaban asordinados y retraídos en sí mismos. La medianoche vino y se fue.

El agente Tubería observaba y pensaba en palomas.

El agente Tubería tenía muy pocos deseos en la vida, y casi todos ellos tenían que ver con palomas.

Un grupo de figuras iba dando bandazos, haciendo eses o en un caso rodando por entre la niebla como los Cuatro Jinetes de un pequeño Apocalipsis. Uno de ellos llevaba un pato sobre la cabeza, y debido a que estaba casi del todo cuerdo salvo por aquel extraño detalle se lo conocía como el Hombre del Pato. Otro tosía y expectoraba con insistencia, razón por la cual lo llamaban Ataúd Henry. Al tercero, un hombre sin piernas que iba en un carrito con ruedas, lo llamaban sin razón aparente Arnold Ladeado. Y el cuarto, por razones más que válidas, era Viejo Apestoso Ron.

Ron tenía sujeto con un cordel a un pequeño terrier de color gris parduzco y con las orejas mordidas, aunque la verdad es que para cualquiera que los viera habría sido difícil saber exactamente quién llevaba a quién y quién, a fin de cuentas, sería el que doblaría las patas si el otro le gritara «¡Siéntate!». Porque aunque por todo el universo la gente desprovista de visión o incluso de oído ha empleado la ayuda de canes entrenados, Viejo Apestoso Ron era la primera persona de la Historia que tenía un Perro Cerebro.

Los mendigos, guiados por el perro, se dirigían a un arco a oscuras del Puente Ilegítimo, al que ellos llamaban «hogar». Por lo menos uno de ellos lo llamaba «hogar». Los demás lo llamaban respectivamente «¡Joooork Joooork JRROOoork Ptuü», «¡Jejeje, uuuups!» y «¡Quesejodan, mano de milenio y gamba!».

Mientras caminaban dando tumbos junto al río se iban pasando una lata de mano en mano, bebiendo con expresión apreciativa y eructando de vez en cuando.

El perro se detuvo. Los mendigos maniobraron hasta detenerse tras él.

Una figura se les acercaba por el margen del río.

—¡Por los dioses!

—¡Ptui!

—¡Uuuups!

—¿Quesejoda?

Los mendigos se echaron contra la pared mientras la figura avanzaba pesadamente a su lado. Se iba agarrando de la cabeza como si intentara levantarse a sí mismo del suelo por las orejas, y ocasionalmente se daba cabezazos contra los edificios cercanos.

Mientras ellos lo miraban, arrancó de los adoquines un poste metálico para amarrar botes y lo usó para golpearse en la cabeza. Al cabo de un rato el hierro forjado se hizo añicos.

—Es ese gólem otra vez —dijo el Hombre del Pato—. El blanco.

—Jejeje, yo tengo la cabeza así, algunas mañanas —dijo Arnold Ladeado.

—Yo entiendo de gólems —dijo Ataúd Henry, escupiendo expertamente y dándole a un escarabajo que subía por una pared a unos seis metros de allí—. Se supone que no tienen voz.

—Quesejoda —dijo Viejo Apestoso Ron—. ¡Al carajo el pequeñajo, que se dé manos de aceite, y gamba, porque el gusano está en la otra bota! Ya verás como sí.

—Quiere decir que es el mismo que vimos el otro día —dijo el perro—. Después de que se cargaran a aquel viejo sacerdote.

—¿Crees que se lo deberíamos decir a alguien? —preguntó el Hombre del Pato.

El perro negó con la cabeza.

—No —dijo—. Tenemos un chollo con este sitio, para qué echarlo a perder.

Los cinco se adentraron haciendo eses en las sombras húmedas.

—Odio a los malditos gólems, nos quitan el trabajo…

—Nosotros no tenemos trabajo.

—¿Ves lo que digo?

—¿Qué hay para cenar?

—Barro y botas viejas. ¡JJJJJJJooork ptui!

—Mano de milenio y gamba, digo yo.

—Me alegro de tener voz, así puedo hablar.

—Es hora de dar de comer a tu pato.

—¿Qué pato?

* * *

La niebla resplandecía y chisporroteaba alrededor del paseo Cinco y Siete. Las llamaradas se elevaban rugiendo y casi encendían las densas nubes. El hierro líquido borboteante se enfriaba en sus moldes. Los martillazos resonaban por todo el taller. Los herreros no trabajaban siguiendo un horario, sino obedeciendo la física más exigente del metal fundido. Aunque ya era casi medianoche, la Fundición, Centro de Martillazos y Forja General de Fuerteenelbrazo seguía llena de bullicio.

En Ankh-Morpork había muchos Fuerteenelbrazo. Era un apellido muy común entre los enanos. Aquel había sido uno de los principales criterios que hicieron que Thomas Smith lo adoptara mediante escritura oficial. El enano ceñudo con un martillo en las manos que adornaba su letrero no era más que una quimera del pintor. La gente creía que las cosas hechas por enanos eran mejores, y Thomas Smith había decidido no discutir.

El Comité de Estaturas Igualitarias había presentado objeciones, pero las cosas se habían demorado un poco, en primer lugar porque la mayor parte del comité en sí estaba compuesto de humanos, ya que los enanos solían estar demasiado ocupados para preocuparse de cosas como aquellas,[13] y en cualquier caso su postura se basaba en señalar que el señor Fuerteenelbrazo, nacido Smith, era demasiado alto, lo cual era claramente discriminación estaturista y técnicamente ilegal según las propias normas del comité.

Entretanto Thomas se había dejado crecer la barba, llevaba un casco de hierro cuando creía que había cerca alguien con un cargo oficial, y había subido los precios en veinte peniques el dólar.

Se oía el ruido de los martillos pilones, uno detrás de otro, accionados por el enorme molino de bueyes. Había espadas que batir y paneles que moldear. Por todos lados saltaban chispas.

Fuerteenelbrazo se sacó el casco (el comité había vuelto a venir de visita) y lo secó por dentro.

—¿Dibbuk? ¿Dónde narices estás?

Una sensación de espacio lleno le hizo girarse. El gólem de la fundición estaba a pocos centímetros detrás de él, con la luz de la forja reflejándose en su arcilla de color rojo oscuro.

—Te dije que no hicieras eso nunca, ¿verdad? —gritó Fuerteenelbrazo por encima del estruendo.

El gólem levantó su pizarra.

SÍ.

—¿Ya has hecho todos tus rollos del día sagrado? Has pasado fuera demasiado tiempo.

LAMENTACIÓN.

—Bueno, ahora que vuelves a estar con nosotros ve a encargarte del martillo número tres y manda al señor Vincent arriba a mi despacho, ¿vale?

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