Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Los ladrones se apiñaron. Los bares no deberían funcionar así. Y les parecía oír los susurros suaves de diversas armas al ser desenfundadas de distintas vainas.

—¿No os he visto antes? —preguntó Zanahoria.

—Oh, dioses, es él-gimió uno de los hombres—. ¡El lanzapanes!

—Creía que el señor Cortezadehierro se os había llevado al Gremio de Ladrones —continuó Zanahoria.

—Hubo una pequeña discusión sobre impuestos…

—¡No se lo digas!

Zanahoria se dio una palmadita en la cabeza.

—¡Los impresos fiscales! —dijo—. ¡Seguro que el señor Cortezadehierro está preocupado por si me he olvidado de ellos!

Ahora los ladrones estaban tan apiñados que parecían un hombre gordo con seis brazos y una factura enorme del sombrerero.

—Esto… a la Guardia no se le permite matar a nadie, ¿verdad? —dijo uno de ellos.

—Cuando estamos de servicio no —dijo Vimes.

El más atrevido de los tres se movió de repente, agarró a Angua y la obligó a ponerse de pie.

—Vamos a salir ilesos de aquí o se la cargará la chica, ¿vale? —gruñó.

Alguien soltó una risita.

—Espero que no vayas a matar a nadie —dijo Zanahoria.

—¡Eso lo decidimos nosotros!

—Perdona, ¿estaba hablando contigo? —preguntó Zanahoria.

—No te preocupes, estaré bien —dijo Angua. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que Jovial no estaba por allí y luego suspiró—. Vamos, caballeros, acabemos con esto.

—¡No juegues con la comida! —dijo una voz de entre la clientela.

Se oyeron un par de risitas hasta que Zanahoria se giró en su asiento, instante que todo el mundo eligió para interesarse intensamente en sus bebidas.

—No pasa nada —dijo Angua en voz baja. Conscientes de que faltaba alguna pieza en el puzzle, pero no del todo seguros de cuál era, los ladrones retrocedieron hacia la puerta. Nadie se movió mientras abrían el cerrojo y, sin soltar a Angua, salían a la niebla y cerraban la puerta detrás de ellos.

—¿No tendríamos que haber ayudado? —preguntó un agente que era nuevo en la Guardia.

—No merecen nuestra ayuda —dijo Vimes.

Se oyó un tañido de armadura y luego un gruñido largo y profundo, justo al otro lado de la puerta.

Y un chillido. Y luego otro chillido. Y un tercer chillido, modulado con un «¡NONONOnononorcorcorcoA/O! ¡… Aargh-aargh¿wrg/?!». Algo pesado dio contra la puerta.

Vimes se giró hacia Zanahoria.

—Tú y la agente Angua —dijo—. Vosotros… esto… ¿lo lleváis todo bien?

—Bastante bien, señor —respondió Zanahoria.

—Porque alguien podría pensar que, esto, que podría haber, ejem, algún problema…

Se oyó un golpe sordo y a continuación un burbujeo débil.

—Nos esforzamos para evitarlo, señor —dijo Zanahoria, levantando un poco la voz.

—He oído que a su padre no le hace mucha gracia que ella trabaje aquí…

—No tienen mucha ley allí arriba en Überwald, señor. Creen que la ley es para las sociedades débiles. El barón no tiene una mentalidad muy cívica.

—Es un tipo bastante sediento de sangre, por lo que tengo entendido.

—Ella quiere quedarse en la Guardia, señor. Le gusta conocer gente.

Del exterior llegó otro borboteo. Unas uñas arañaron el cristal de una ventana. Luego su propietario desapareció repentinamente de la vista.

—Bueno, yo no soy quién para juzgar —dijo Vimes.

—No, señor.

Al cabo de unos momentos de silencio, la puerta se abrió lentamente. Angua entró arreglándose la ropa y se sentó. De pronto todos los guardias de la sala hicieron un segundo curso de estudio avanzado de la cerveza.

—Esto… —empezó a decir Zanahoria.

—Heridas superficiales —dijo Angua—. Pero uno de ellos ha disparado a otro en la pierna por accidente.

—Creo que deberías ponerlo en tu informe como «heridas autoinfligidas al resistirse a la detención» —dijo Vimes.

—Sí, señor —dijo Angua.

—No todas ellas —dijo Zanahoria.

—Han intentado robar nuestro bar y coger a una mujer lo… a Angua de rehén —dijo Vimes.

—Ah, ya entiendo lo que quiere decir, señor —dijo Zanahoria—. Autoinfligidas. Sí. Desde luego.

* * *

Se había hecho el silencio en el Tambor Remendado. Esto se debía a que normalmente es muy difícil estar ruidoso e inconsciente a la vez.

Al sargento Colon lo impresionaba su propia inteligencia. Era cierto que un tiento fuerte y bien colocado podía acabar una pelea, claro, pero en este caso el tiento se lo estaban dando a un combinado de ron, ginebra y dieciséis limones a rodajas.

Había gente, sin embargo, que seguía en pie. Se trataba de los bebedores más curtidos, los que bebían como si no hubiera mañana y tenían cierta esperanza en que así fuera.

Fred Colon había alcanzado la fase del borracho sociable. Se giró hacia el hombre que tenía al lado.

—Sessstá bien aquí, ¿no? —consiguió decir. —Qué le voy a decir a mi mujer, eso es lo que yo querría saber… —gimió el hombre.

—Nosé. Dile quequeque has estado trabajando hasta tarde —dijo Colon—. Y chupa un caramelo de menta antes de llegar a casa, eso suele funcionar…

—¿Trabajando hasta tarde? ¡Ja! ¡Me han puesto en la calle! ¡A mí! ¡A un artesano! ¡Quince años trabajando en Spadger y Williams, ¿vale?, y entonces se van a pique porque Carry vende más barato que ellos y yo consigo un trabajo en Carry y, pam, me quedo sin trabajo también allí! ¡«Reducción de plantilla»! ¡Malditos gólems! ¡Le quitan el trabajo a la gente! ¡Para qué quieren trabajar ellos! No tienen boca que alimentar, ja. ¡Pero esa cosa del infierno le da tan deprisa que ni se le ve mover los putos brazos!

—Qué vergüenza.

—Hay que hacerlos a trozos, eso digo yo. O sea, en Ese y Uve Doble teníamos un gólem, pero el viejo Zhlob iba tirando y ya está, no zumbaba de un lado a otro como una mosca cojonera. Ándate con cuidado, colega, o el próximo trabajo que se queden será el tuyo.

—Carapiedra no lo permitría —dijo Colon, meciéndose con suavidad.

—¿Alguna posibilidad de que haya algún trabajo en lo vuestro, entonces?

—Nosé —dijo Colon. Por lo visto el hombre se había convertido en dos hombres—. ¿A qué os dedicáis vosotros?

—Soy preparador de mechas y pelador de cabos, colega —dijeron.

—Me parece un trabajo muy útil.

—Aquí tienes, Fred —dijo el barman, dándole un golpecito en el hombro y poniéndole un papel delante. Colon observó con interés las cifras que danzaban de un lado para otro. Intentó concentrarse en la de abajo del todo, pero era demasiado grande para verla toda entera.

—¿Y esto qué es?

—La cuenta del bar de su alteza imperial —dijo el barman.

—No seas tonto, nadie puede beber tanto… ¡no pienso pagar!

—He incluido los desperfectos, ojo.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

El barman sacó una gruesa vara de nogal de su escondrijo debajo de la barra.

—¿Brazos? ¿Piernas? Lo que tú prefieras —dijo.

—Oh, venga ya, Ron. ¡Hace años que me conoces!

—Sí, Fred, siempre has sido un buen cliente, así que lo que voy a hacer es dejarte cerrar los ojos primero.

—¡Pero esto es todo el dinero que tengo!

El barman sonrió enseñando los dientes.

—Mira qué suerte has tenido, ¿eh?

* * *

Jovial Culopequeño se apoyó en la pared del pasillo que daba a su excusado y resolló.

Era algo que los alquimistas aprendían a hacer al principio de su carrera. Tal como le habían dicho sus tutores, los buenos alquimistas eran de dos tipos: el atlético y el intelectual. Un buen alquimista de la primera clase era alguien capaz de saltar por encima de la mesa de trabajo y estar al otro lado de una pared gruesa y segura en tres segundos, y un buen alquimista de la segunda clase era alguien que sabía exactamente cuándo tenía que hacerlo.

El equipo del que disponía no era de mucha ayuda. Ella se agenciaba todo lo que podía del Gremio, pero un laboratorio alquímico de verdad tenía que estar lleno del tipo de cristalería que parecía haber sido producida durante el Concurso Mundial de Hipidos del Gremio de Sopladores de Cristal. Un alquimista serio no tenía que hacer pruebas usando como vaso de precipitados un tazón con el dibujo de un osito de peluche, por el que posiblemente el cabo Nobbs se llevaría un buen disgusto cuando descubriese que había desaparecido.

Cuando consideró que los gases ya se habían disipado volvió a aventurarse en su cuartucho.

Había otra cosa. Sus libros sobre alquimia eran objetos maravillosos, cada página una obra de arte del grabado, pero en ninguna parte incluían instrucciones del tipo: «Asegúrate de abrir una ventana». Sí que tenían instrucciones del tipo «Añádase Aqua Quirmis al zinc hasta que el gas se desprendiere vigorosamente», pero nunca añadían «Non fagáis en casa», ni siquiera «Et despedios de vuesas cejas».

En fin…

Los instrumentos de cristal no mostraban ni rastro de aquella pátina de color marrón negruzco que, según El Compendio de la Alquimia, indicaba arsénico en la muestra. Había probado con todas las clases de comida y bebida que pudo encontrar en las despensas del palacio y había empleado cada botella y jarra que pudo descubrir en la Casa de la Guardia.

Lo intentó una vez más con lo que en el paquete decía que era la Muestra n.° 2. Parecía una mancha de queso. ¿Queso? Los diversos gases que se apiñaban alrededor de su cabeza la estaban embotando. Seguro que había tomado algunas muestras de queso. Estaba bastante convencida de que la Muestra n.° 17 había sido un queso azul de Lancre, el cual había reaccionado vigorosamente con el ácido, abierto un pequeño agujero en el techo y cubierto media mesa de trabajo de una sustancia de color verde oscuro que ahora se estaba endureciendo como el alquitrán.

Probó de todas formas con aquella muestra.

Unos minutos después estaba tomando notas furiosamente en su cuaderno. La primera muestra que había tomado de la despensa (una porción de paté de pato) figuraba aquí como Muestra n.° 3. ¿Y qué pasaba con las muestras n.° 1 y n.° 2? No, la n.° 1 era la arcilla blanca del Puente Ilegítimo, así que ¿cuál era la n.° 2?

La encontró.

¡Pero aquello no podía ser correcto!

Levantó la vista hacia el tubo de cristal. El arsénico metálico le devolvió una sonrisa.

Había conservado un poco de la muestra. Podía volver a hacer la prueba, pero… tal vez sería mejor decírselo a alguien…

Fue corriendo a la oficina principal, donde había un troll de servicio.

—¿Dónde está el comandante Vimes? —El troll sonrió.

—En el Brillo… Culopequeño.

—Gracias.

El troll se giró para seguir hablando con un monje de aspecto preocupado que llevaba una túnica marrón.

—¿Y bien? —preguntó.

—Será mejor que se lo diga él mismo —dijo el monje—. Yo solo trabajo en la mesa de al lado. —Puso una jarrita llena de polvo sobre el escritorio. Tenía una pajarita atada alrededor.

—Quiero protestar enérgicamente —dijo el polvo, con una vocecita aguda y chillona—. Solamente llevaba cinco minutos trabajando allí y de pronto… splash. ¡Voy a tardar días en volver a ponerme en forma!

—¿Trabajando dónde? —preguntó el troll. —En Suministros Eclesiásticos Noexiste —colaboró el monje preocupado.

—Sección agua bendita —dijo el vampiro.

* * *

—¿Ha encontrado arsénico? —dijo Vimes.

—Sí, señor. A patadas. La muestra está llena. Pero…

—¿Bien?

Jovial se miró los pies.

—He repetido mi proceso con una muestra de prueba, señor, y le garantizo que lo estoy haciendo bien…

—Bien. ¿Dónde estaba?

—Esa es la cuestión, señor. No estaba en nada del palacio. Porque había tenido un momento de confusión y le hice la prueba a la sustancia que encontré debajo de las uñas del padre Tubelcek, señor.

—¿Qué?

—Tenía grasa debajo de las uñas, señor, y se me ocurrió que tal vez podía venir de quien fuera que le atacó. De un delantal o algo así… Todavía me queda un poco si quiere usted una segunda opinión, señor. Yo no le culparía por ello.

—¿Por qué iba el anciano a estar manipulando veneno? —dijo Zanahoria.

—Pensé que tal vez pudiera haber arañado al asesino —dijo Jovial—. Ya sabe… oponiendo resistencia.

—¿Contra el Monstruo de Arsénico? —preguntó Angua.

—Oh, dioses —dijo Vimes—. ¿Qué hora es?

—¡Bíngueli bíngueli bip bong!

—Oh, maldita sea…

—Son las nueve en punto —dijo el organizador, sacando la cabeza del bolsillo de Vimes—. «Estaba triste porque no tenía zapatos hasta que conocí a un hombre sin pies.»

Los guardias se miraron.

—¿Cómo? —dijo Vimes, con mucha cautela.

—A la gente le gusta que de vez en cuando les salga con un pequeño aforismo o pensamiento inspirador del día —dijo el diablillo.

—¿Y cómo conociste a ese hombre sin pies? —dijo Vimes.

—No lo conocí literalmente —dijo el diablillo—. Era una afirmación metafórica general.

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