Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

El barman se inclinó hacia el sargento Colon.

—¿Qué le pasa al cabo? Es un hombre de media pinta. Y con esa ya lleva ocho.

Fred Colon se acercó y habló con la comisura de la boca.

—No se lo digas a nadie, Ron, pero es porque ahora mea alto.

—¿En serio? Pues iré a poner serrín en los estantes.

* * *

En la Casa de la Guardia, Sam Vimes dio unos golpecitos con el dedo en las cerillas. No le preguntó a Angua si estaba segura. Angua era capaz de oler si era miércoles.

—¿Y entonces quiénes eran los demás? —preguntó—. ¿Otros gólems?

—Es difícil decirlo por sus rastros —respondió Angua—. Pero creo que sí. Los habría seguido, pero he pensado que tenía que venir directa aquí.

—¿Qué te hace pensar que eran gólems?

—Las pisadas. Y los gólems no tienen un olor —dijo—. Cogen los olores relacionados con lo que sea que hacen. Es a lo único que huelen… —Pensó en la pared cubierta de palabras—. —Y tuvieron un largo debate —dijo—. Una discusión de gólems. Por escrito. La cosa se calentó bastante, creo. Volvió a pensar en la pared.

—Algunos de ellos se pusieron bastante enfáticos —añadió, recordando el tamaño de parte de la caligrafía—. Si fueran humanos, habrían estado gritando…

Vimes echó una mirada oscura a las cerillas que tenía delante. Once trozos de madera y el duodécimo roto en dos. No hacía falta ser ningún genio para entender lo que había estado pasando.

—Han echado a suertes —dijo—. Y Dorfl ha perdido. —Suspiró—. Esto está empeorando. ¿Sabe alguien cuántos gólems hay en la ciudad?

—No —respondió Zanahoria—. Es difícil averiguarlo. Hace siglos que nadie fabrica ninguno, pero no se gastan.

—¿No se fabrican?

—Está prohibido, señor. Los sacerdotes se ponen muy serios con ese tema, señor. Dicen que es crear vida, y se supone que eso es algo que solamente hacen los dioses. Pero toleran a los que ya existen porque, bueno, porque son útiles. Algunos están emparedados, o dentro de molinos, o al fondo de pozos. Haciendo trabajos sucios, ya sabe, en lugares a los que es peligroso ir. Hacen todos los trabajos que son desagradables de verdad. Supongo que podría haber centenares…

—¿Centenares? —dijo Vimes—. ¿Y ahora se reúnen en secreto y conspiran? ¡Dioses del cielo! Bien. Tenemos que destruirlos a todos.

—¿Por qué?

—¿Te gusta la idea de que tengan secretos? O sea, por los dioses, los trolls y los enanos, vale, y hasta los no-muertos están vivos de algún modo, aunque sea un modo jodidamente espantoso. —Vimes vio que Angua lo estaba mirando y continuó diciendo—: En la mayoría de los casos. Pero estas cosas… No son más que cosas que hacen un trabajo. ¡Es como si un montón de palas quedaran para charlar!

—Esto… había algo más, señor —dijo Angua lentamente.

—¿En el sótano?

—Sí. Esto… Pero es difícil de explicar. Era una… sensación.

Vimes se encogió de hombros con vaguedad. Había aprendido a no tomarse a broma las sensaciones de Angua. Siempre sabía dónde estaba Zanahoria, por ejemplo. Si ella estaba en la Casa de la Guardia, se sabía cuándo él se acercaba subiendo la calle por cómo se giraba Angua para mirar la puerta.

—¿Sí?

—Como… una pena muy fuerte, señor. Una terrible, terrible tristeza. Ejem.

Vimes asintió y se pellizcó el puente de la nariz. El día daba la sensación de haber sido muy largo, y todavía faltaba bastante para que terminase.

Necesitaba una copa más que nada en el mundo. El mundo ya estaba lo bastante distorsionado de por sí. Cuando uno lo veía a través del fondo de un vaso, recuperaba la nitidez.

—¿Ha comido algo hoy, señor? —preguntó Angua.

—He desayunado un poco —murmuró Vimes.

—¿Sabe esa palabra que usa el sargento Colon?

—¿Cuál? ¿«Dejoso»?

—Eso es lo que usted parece. Si se queda aquí por lo menos tomaremos un poco de café y mandaremos a alguien a por algo que echarse al cuerpo.

Vimes vaciló al oír aquello. Siempre había imaginado que «dejoso» era como sentía uno la boca tras tres días de dieta regurgitada. Era horrible pensar que uno pudiera parecer aquello.

Angua cogió la vieja lata de café que actuaba como hucha para gastos de la Guardia. La encontró sorprendentemente ligera.

—¡Eh! Aquí tendría que haber por lo menos veinticinco dólares —dijo—. Nobby hizo la colecta ayer mismo…

Le dio la vuelta a la lata. Cayó una colilla muy pequeña.

—¿Ni siquiera una nota de «debo»? —dijo Zanahoria con desánimo.

—¿Una nota de «debo»? Estamos hablando de Nobby.

—-Ah. Claro.

Todo estaba muy tranquilo en el Tambor Remendado. La Hora Feliz había pasado sin más que una pelea pequeña. Y ahora todo el mundo estaba contemplando la Hora Infeliz.

Había un bosque de jarras delante de Nobby.

—O sea, o sea, ¿de qué sirve afindecuentasss? —preguntó.

—Podrías venderlo —sugirió Ron.

—Buena idea —dijo el sargento Colon—. Hay un montón de ricachones que te darían un montón de pasta por un título. Me refiero a gente que ya tiene el caserón y lo demás. Darían lo que fuera por tener la clase que tú tienes, Nobby.

La novena pinta se detuvo a medio camino de los labios de Nobby.

—Podría valer miles de dólares —le animó Ron.

—Como poco —dijo Colon—. Se pelearían por él. —Si juegas bien tus cartas podrías jubilarte con algo así —dijo Ron.

La jarra permaneció inmóvil. Varias expresiones forcejearon para abrirse paso por entre los bultos y excrecencias de la cara de Nobby, escenificando la terrible batalla interior.

—Ah, así que me lo comprarían, ¿eh? —dijo por fin.

El sargento Colon, algo inestable, se apartó. Había un matiz en la voz de Nobby que no había oído nunca.

—Entonces podrás ser rico y vulgar tal como dijiste —dijo Ron, que no tenía tanta vista para los cambios de clima mental—. Los pijos se darían de guantazos por llevárselo.

—Vender mi derecho de nacimiento por un rato de pendejas, ¿no es eso? —dijo Nobby.

—Es «un hato de verdejas» —dijo el sargento Colon.

—Es «un gato con bermejas» —dijo un tipo que estaba al lado, deseoso de que no se rompiera el ritmo.

—¡Ja! Pues yo osss digo —dijo Nobby, bamboleándose— que hay cosasss que no se pueden vender. ¡Ja, ja! Guien me roba la bolsssa, me roba una porquequería, ¿eh?

—Pues sí que es una porquería de bolsa, sí —dijo una voz. —¿… qué es un gato con bermejas?

—Porjjjque… ¿de qué me sirve a mí un montón de dinero, eeeh?

La clientela pareció perpleja. Aquella parecía ser una pregunta del estilo de «¿El alcohol es agradable?» o «Trabajo duro, ¿quieres hacerlo?».

– ¿Cómo puede tener bermejas?

—Bueeeno —dijo un espíritu valiente, en tono incierto—. Lo puedes usar para comprar un caserón, montones de papeo, y… bebida y… mujeres y esas cosas.

—¿Y esasss son las cosasss que hacen a un hombre feliiiz? —preguntó Nobby, con los ojos vidriosos.

Sus compañeros de taberna se limitaron a mirar. Aquello era un laberinto metafísico.

—Pues yo osss digo a todos —dijo Nobby, ahora con un bamboleo tan regular que parecía un péndulo invertido— que todo eso no esss nada, ¡nada de nada!, comparado con el orrrgullo del linnnanajjje… aje de un hombre.

—¿El linnanajjjeaje? —preguntó el sargento Colon.

—Los antepasasados y tal —dijo Nobby—. ¡Quiere decir que tengo antepasasados y tal, que es más de lo que tenéis vosssotros!

El sargento Colon se atragantó con su pinta.

—Todo el mundo tiene antepasados —dijo el barman con calma—. De otra forma no estaríamos aquí.

Nobby lo miró con ojos vidriosos y trató sin éxito de enfocar.

—¡Cierto! —dijo al final—. ¡Cierto! Pero… pero lo que pasa es que yo tengo más, ¿sabéis? La sangre de los putos reyes en mis venas, ¿a que sí?

—Temporalmente —dijo una voz. Se oyeron risas, pero tenían un toque de expectación que Colon había aprendido a respetar y a temer. Y que le recordaba dos cosas: 1) que solamente le faltaban seis semanas para jubilarse, y 2) que hacía mucho rato que no pasaba por el lavabo.

Nobby escarbó en su bolsillo y sacó un pergamino maltrecho.

—¿Veisss esto? —dijo, desplegándolo con dificultades sobre la barra—. ¿Lo veis? Tengo derecho a estándar puertas, yo. ¿Veis aquí? Dice «conde», ¿verdad? Pues soy yo. Podéis, podéis, podéis poner mi cabeza sobre la puerta.

—No lo descarto —dijo el barman, echando un vistazo a la clientela.

—Quiero decir, podrías cambiar el nombre d’este sitio y llamarlo El Conde de Ankh y yo vendría aquí a beber reglarmente, ¿qué te parece? —dijo Nobby—. Si corre el rumor de que aquí bebe un conde, el negocio subirá como la essspuma. Y yo no te gobro ni un benique, ¿quémedices? La gente dirá, ese es un pub de clase alta, ¿verdad?, lord De Nobbes bebe ahí, ese es un sitio con algo d’estilo.

Alguien agarró a Nobby del cuello. Colon no reconoció al agarrador. Solo era uno de los parroquianos habituales, llenos de cicatrices y mal afeitados, cuya función era empezar, más o menos a aquella hora de la velada, a abrir botellas con los dientes o, si la velada estaba yendo bien de verdad, con los dientes de otra persona.

—Así que no somos lo bastante buenos para ti, ¿es eso lo que dices? —exigió saber el hombre.

Nobby blandió su pergamino. Su boca se abrió para articular palabras del tipo —el sargento Colon simplemente lo sabía—: «Aparta tus manos de mí, palurdo plebeyo».

Con una tremenda presencia de ánimo y una total ausencia de sentido común, el sargento Colon dijo:

—¡Su señoría quiere que todo el mundo se tome una copa con él!

* * *

Comparado con el Tambor Remendado, el Cubo de la calle del Brillo era un oasis de calma glacial. La Guardia lo había adoptado para sí, como templo silencioso consagrado al arte de emborracharse. No es que vendiera una cerveza particularmente buena, pues no era el caso. Pero la servía deprisa y en silencio, y fiaba. Era un sitio donde la guardia no tenía que ver cosas y donde nadie los molestaba. Nadie podía absorber alcohol en silencio como un agente de la Guardia que acababa el servicio después de ocho horas en la calle. Era una protección tan buena como el casco y la coraza. El mundo no dolía tanto.

Y el señor Queso, el propietario, sabía escuchar. Escuchaba cosas como «que sea doble» y «ve trayendo sin que te lo pida». También decía las cosas correctas, como «¿Que si le fío? Por supuesto, agente». Y los guardias pagaban la cuenta o se ganaban un sermón del capitán Zanahoria.

Vimes estaba sentado con aire lúgubre frente a un vaso de limonada. Lo que quería era una copa, y entendía exactamente por qué no se la iba a tomar. Una copa acababa llegando en una docena de vasos. Pero saberlo no mejoraba las cosas.

En aquellos momentos estaba allí la mayor parte del turno de día, más un par de hombres que tenían el día libre.

Por mugriento que fuera el lugar, a él le gustaba. Con el murmullo de la gente a su alrededor, Vimes no tenía la sensación de interponerse en sus propios pensamientos.

Una razón de que el señor Queso hubiera permitido que su pub se convirtiera prácticamente en la quinta Casa de la Guardia de la Ciudad era la protección que aquello le reportaba. Los guardias eran bebedores tranquilos, por lo general. Se limitaban a pasar de vertical a horizontal con el mínimo revuelo, sin empezar peleas serias y sin dañar demasiado el mobiliario. Y nadie intentaba robarle jamás. Los guardias se acaloraban de verdad cuando alguien interrumpía sus copas.

Es por eso que se sorprendió cuando se abrió la puerta de golpe y entraron en tromba tres hombres, blandiendo ballestas.

—¡Que nadie se mueva o es hombre muerto!

Los atracadores se detuvieron frente a la barra. Para su propia sorpresa, no parecía que su llegada hubiera causado demasiado revuelo.

—Oh, por todos los cielos, ¿quiere alguien cerrar esa puerta? —gruñó Vimes.

Un guardia que estaba cerca de la puerta lo hizo.

—Y con cerrojo —añadió Vimes.

Los tres ladrones miraron a su alrededor. A medida que se les acostumbraba la vista a la oscuridad, iban recibiendo una impresión general de acorazamiento, con fuertes matices de yelmeza. Pero nada de aquello se movía. Todos los estaban mirando.

—¿Sois nuevos en la ciudad? —preguntó el señor Queso, sacándole brillo a un vaso.

El más atrevido de los tres movió su ballesta por debajo de la nariz del barman.

—¡Todo el dinero ahora mismo! —gritó—. Si no —se dirigió a toda la concurrencia—, tendréis un barman muerto.

—Hay muchos otros bares en la ciudad, chaval —dijo una voz.

El señor Queso no levantó la vista del vaso que estaba abrillantando.

—Sé que ha sido usted, agente Muerdemuslos —dijo con calma—. Tiene dos dólares y treinta peniques apuntados, muchísimas gracias.

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