El espejo frente al que Sam Vimes se estaba afeitando tenía algo raro. Era ligeramente convexo, de forma que reflejaba más espacio de la habitación que un espejo plano, y proporcionaba una vista muy buena de los edificios anexos y los jardines del otro lado de la ventana.
Hum. El pelo le clareaba. Definitivamente la línea del pelo le estaba retrocediendo. Menos pelo que peinar, pero por otro lado más cara que lavar…
Hubo un centelleo en el cristal.
Se apartó a un lado y se agachó.
El espejo se hizo añicos.
Se oyó el ruido de unos pies en alguna parte más allá de la ventana rota y luego un estrépito y un grito.
Vimes se incorporó. Pescó el pedazo de cristal más grande del cuenco de afeitarse y lo apoyó en la flecha negra de ballesta que se había incrustado en la pared.
Terminó de afeitarse.
Luego hizo sonar la campanilla del mayordomo. Willikins se materializó. —¿Señor?
Vimes enjuagó la cuchilla.
—Dígale al chico que se pase un momento por el cristalero, ¿quiere?
El mayordomo echó un vistazo a la ventana y luego al espejo roto.
—Sí, señor. ¿Y la factura otra vez al Gremio de Asesinos, señor?
—Con mis saludos. Y ya que sale, que haga una visita a esa tienda del paseo Cinco y Siete y me traiga otro espejo para afeitarme. El enano de la tienda sabe cuáles me gustan.
—Sí, señor, y enseguida vengo con la escoba y el recogedor, señor. ¿Quiere que informe a la señora de este percance, señor?
—No. Siempre dice que es culpa mía porque los animo.
—Muy bien, señor —dijo Willikins. Y se desmaterializó.
Sam Vimes se secó y bajó a la salita de invitados, donde abrió el armario y sacó la ballesta nueva que Sybil le había regalado por su boda. Sam Vimes estaba acostumbrado a las viejas ballestas de la guardia, que tenían la desagradable costumbre de disparar por la culata cuando uno estaba arrinconado, pero aquella era una Burleigh & Fuerteenelbrazo hecha a medida y con la culata de nogal aceitado. Decían que no había otra mejor.
Luego eligió un puro fino y salió tranquilamente al jardín.
Se oía un revuelo enorme en la caseta de los dragones. Vimes entró en ella y cerró la puerta tras de sí. Dejó la ballesta apoyada en la puerta.
Arreciaron los aullidos y los chillidos. Por encima de las gruesas paredes de las jaulas de incubar se elevaban llamaradas diminutas.
Vimes se acercó a la más próxima. Cogió a una dragoncita recién salida del cascarón y le hizo cosquillas debajo de la barbilla. Cuando el bicho soltó su llama excitada él la usó para encenderse el puro y saboreó el humo.
Sopló un anillo de humo en dirección a la figura que colgaba del techo.
—Buenos días —le dijo.
La figura se retorció con movimientos frenéticos. Gracias a una gesta asombrosa de control muscular había logrado cogerse de una viga con el pie mientras caía, pero ahora era incapaz de subirse a la misma. Dejarse caer estaba completamente descartado. Debajo de él había media docena de bebés dragón saltando de excitación y soltando llamaradas.
—Esto… buenos días —respondió la figura colgante.
—Parece que hoy hace bueno —dijo Vimes, cogiendo un cubo lleno de carbón—. Aunque supongo que más tarde volverá la niebla.
Cogió una piedrecita de carbón y se la echó a los dragones. Ellos se pelearon por cogerla.
Vimes cogió otro trozo. El joven dragón que se había hecho con el carbón ya tenía una llama claramente más larga y caliente.
—Supongo —dijo el joven— que no puedo convencerlo a usted para que me baje de aquí.
Otro dragón atrapó un trozo de carbón y eructó una bola de fuego. El joven se balanceó desesperadamente para esquivarla.
—Adivina —dijo Vimes.
—Supongo, ahora que lo pienso, que fue una estupidez elegir el tejado —opinó el asesino.
—Probablemente —dijo Vimes. Hacía unas semanas se había pasado varias horas serrando vigas y recolocando meticulosamente las tejas del tejado.
—Tendría que haberme dejado caer de la pared y haber usado los arbustos.
—Tal vez —dijo Vimes. En los arbustos había colocado un cepo para osos.
Cogió más carbón.
—Supongo que no me querrás decir quién te ha contratado.
—Me temo que no, señor. Ya conoce las reglas. —Vimes asintió con gravedad.
—La semana pasada tuvimos que llevar al hijo de lady Sela-chii ante el patricio —dijo Vimes—. Ese chaval realmente necesita aprender que «no» no quiere decir «sí, por favor».
—Puede ser, señor.
—Y luego hubo aquel percance con el chaval de lord Óxido. No se puede disparar a los sirvientes por poner los zapatos del revés, ¿sabes? Lo pone todo perdido. Tendrá que aprender lo que es la derecha y lo que es la izquierda igual que los demás. Y también lo que está bien y lo que está mal.
—Le escucho, señor.
—Parece que hemos llegado a un impasse —dijo Vimes.
—Eso parece, señor.
Vimes lanzó un trozo de carbón a un dragón pequeño de color bronce y verde, que lo atrapó con habilidad. El calor se estaba volviendo intenso.
—Lo que no entiendo —dijo— es por qué lo intentáis todo el tiempo aquí o en la oficina. O sea, yo camino mucho, ¿no? Podríais dispararme en medio de la calle, ¿verdad?
—¿Qué? ¿Como vulgares delincuentes, señor?
Vimes asintió. Era oscuro y retorcido, pero el Gremio de Asesinos tenía una especie de honor.
—¿Cuál era mi precio?
—Veinte mil, señor.
—Es poco —dijo Vimes.
—Estoy de acuerdo.
El precio aumentaría si el asesino regresaba al Gremio, pensó Vimes. Los asesinos consideraban que sus propias vidas tenían gran valor.
—Vamos a ver —dijo Vimes, examinando la punta de su puro—. El Gremio se lleva el cincuenta por ciento. Lo cual deja diez mil dólares.
El asesino pareció reflexionar sobre aquello y después se llevó la mano al cinturón y tiró una bolsa con cierta torpeza hacia Vimes, que la cogió al vuelo.
Vimes recogió su ballesta.
—Me da la impresión —dijo Vimes— de que si a un hombre lo soltaran es posible que fuera capaz de llegar a la puerta solamente con quemaduras superficiales. Si fuera un tipo rápido. ¿Cómo de rápido eres tú?
No hubo respuesta.
—Por supuesto, tendría que estar desesperado —dijo Vimes, calzando la ballesta sobre la mesa de la comida y sacándose un cordel del bolsillo. Ató un extremo del cordel a un clavo y el otro a la cuerda de la ballesta. Luego, apartándose a un lado con cautela, aflojó el gatillo.
La cuerda se movió una pizquita.
El asesino, que estaba mirando aquello del revés, pareció dejar de respirar.
Vimes dio varias caladas a su puro hasta que la punta estuvo al rojo vivo. Luego se lo sacó de la boca y lo apoyó en el cordel que impedía que la ballesta disparara, de forma que solamente tenía que arder una fracción de pulgada más antes de que el cordel se chamuscara.
—Dejaré la puerta abierta —dijo—. Siempre he sido un hombre razonable. Seguiré tu carrera con interés.
Tiró el resto del carbón a los dragones y salió.
Parecía que iba a ser otro día lleno de acontecimientos en Ankh-Morpork, y no había hecho más que empezar.
Mientras Vimes llegaba a la casa oyó un zuuum, un clic y el ruido de alguien que corría muy deprisa hacia el estanque decorativo. Sonrió.
Willikins estaba esperándole con su abrigo.
—Recuerde que tiene una cita con su señoría a las once, sir Samuel.
—Sí, sí —dijo Vimes.
—Y a las diez tiene que ir a ver a los heraldos. La señora fue muy clara al respecto, señor. Sus palabras exactas fueron: «Dile que no intente escabullirse otra vez», señor.
—Ah, muy bien.
—Y la señora dijo que por favor intentara usted no molestar a nadie.
—Dígale que lo intentaré.
—Y su palanquín está fuera, señor.
Vimes suspiró.
—Gracias. Hay un hombre en el estanque decorativo. Sáquelo de ahí y dele una taza de té, ¿quiere? Me ha parecido un chico prometedor.
—Claro, señor.
El palanquín. Oh sí, el palanquín. Había sido un regalo de bodas del patricio. Lord Vetinari sabía que a Vimes le encantaba caminar por las calles de la ciudad, así que fue un detalle muy típico de él regalarle algo precisamente que le impedía hacerlo.
Le estaba esperando fuera. Los dos porteadores pusieron la espalda recta, expectantes.
Sir Samuel Vimes, comandante de la Guardia de la Ciudad, se volvió a rebelar. Tal vez sí que tenía que usar aquel trasto de los demonios, pero…
Miró al hombre de delante y le hizo un gesto con el pulgar en dirección a la portezuela del palanquín.
—Adentro —le ordenó.
—Pero señor…
—Hace una mañana bonita —dijo él, quitándose otra vez el abrigo—. Conduzco yo.
* * *
Queridísimos mamá y papá:
El capitán Zanahoria de la Guardia de la Ciudad de Ankh-Morpork tenía el día libre. Y tenía una rutina. Primero desayunaba en alguna cafetería cercana. Luego escribía una carta a su familia. Las cartas que enviaba a su familia siempre le planteaban problemas. Las cartas que su familia le enviaba a él siempre eran interesantes y estaban llenas de estadísticas sobre minería y de noticias emocionantes sobre nuevas perforaciones y vetas prometedoras. Los únicos temas sobre los que Zanahoria podía escribir eran asesinatos y cosas por el estilo.
Mordió un momento el extremo de su lápiz.
Bueno, esta ha sido otra semana intresante [escribió]. He ido más de culo que un mono con el culo azul. ¡De Verdad De La Buena! Vamos a abrir otra Casa de la Guardia en la calle Chinchulín que cae cerca de Las Sombras, así que ahora tenemos Nada Menos que cuatro incluyendo la de Hermanas Dolly y la de Muro Largo, y yo soy el único Capitán que hay así que estoy dando vueltas todo el tiempo. Personalmente a veces hecho de menos la camaradería de los viejos teimpos cuando solo éramos yo y Nobby y el Sargento Colon pero estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro. El Sargento Colon se va a jubilar a final de mes, dice que la señora Colon quiere que compre una granja, dice que está anhelando la paz que reina en el campo y estar Cerca de la Naturaleza, estoy seguro de que le deseáis lo mejor. Mi amigo Nobby sigue siendo Nobby pero más que antes.
Zanahoria cogió con expresión ausente una chuleta de cordero a medio comer de su plato del desayuno y la sostuvo por debajo de la mesa. Se oyó un unk.
En todo caso, volviendo al trabajo, estoy seguro de haberos hablado de los Particulares de la calle Cable, aunque siguen operando desde Pseudópolis Yard, a la gente no le gusta que la Guardia no lleve uniforme, pero el Comandante Vimes dice que los delincuentes tampoco llevan uniforme así que a la m##rda con todos.
Zanahoria hizo una pausa. Decía mucho sobre el capitán Zanahoria el que, aun después de casi dos años en Ankh-Mor-pork, todavía le incomodara aquello de «m##rda».
El Comandante Vimes dice que hay que tener policía secreta porque hay crímenes secretos…
Zanahoria volvió a hacer una pausa. A él le encantaba su uniforme. Era la única ropa que tenía. La idea de la Guardia disfrazada era… bueno, era impensable. Era como aquellos piratas que navegaban bajo bandera falsa. Era como ser espías. Aun así, continuó obedientemente:
… Y el Comandante Vimes sabe de qué habla estoy seguro. Dice que esto ya no es como el trabajo policial a la vieja usanza, ¡¡que consistía en pillar a los pobres diablos demasiado estúpidos para escaparse!! En todo caso esto significa mucho más trabajo y caras nuevas en la Guardia.
Mientras esperaba a que se formara una nueva frase, Zanahoria cogió una salchicha de su plato y la puso bajo la mesa. Se oyó otro unk.
El camarero apareció correteando.
—¿Otra ración, señor Zanahoria? Invita la casa. —Todos los restaurantes y casas de comidas de Ankh-Morpork ofrecían comida gratis a Zanahoria, sabiendo con una feliz certeza que él siempre insistiría en pagar.
—No, pero estaba muy bueno. Aquí tiene… veinte peniques y quédese el cambio —dijo Zanahoria.
—¿Cómo está su joven dama? Hoy no la he visto.
—¿Angua? Ah, pues está… por ahí, ya sabe. Ya le diré que ha preguntado por ella.
El enano asintió jovialmente y se alejó correteando.
Zanahoria escribió unas pocas líneas diligentes más y luego dijo, en voz muy baja:
—¿Todavía están el mismo carro y el mismo caballo delante de la panadería de Cortezadehierro?
Se oyó un gañido procedente de debajo de la mesa.
—¿De veras? Qué raro. Hace horas que se terminó el reparto, y la harina y la sémola no suelen llegar hasta la tarde. ¿Y el cochero sigue ahí sentado?
Algo ladró, flojito.
—Y ese caballo parece demasiado bueno para un carro del reparto. Y ya sabes, lo normal sería que el cochero le pusiera un morral. Y es el último jueves del mes. Que es el día en que Cortezadehierro paga a sus empleados. —Zanahoria dejó el lápiz e hizo un gesto educado con la mano para llamar la atención del camarero—. Una taza de café de bellota, señor TaPAdr. Para llevar.
* * *
En el Museo del Pan de los Enanos, situado en el callejón Tiovivo, el señor Hopkinson, el conservador, estaba algo alterado. Dejando de lado otras consideraciones, lo acababan de asesinar. Pero en aquel momento estaba optando por considerar esto un enojoso detalle sin importancia.