Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Todos se giraron para mirar al gólem.

—Pero los gólems no respiran —dijo Colon.

—No, los gólems solamente conocen una cosa que te mantenga con vida —dijo Zanahoria—. Las palabras que hay en la cabeza.

Todos se giraron para mirar las palabras.

Todos se giraron para mirar la estatua que era Dorfl.

—Acaba de bajar la temperatura —dijo Nobby con voz temblorosa—. ¡Estoy seguro de haber notado un aura flotando en el aire ahora mismo! Como si alguien…

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Vimes, sacudiéndose la humedad de la capa.

—… hubiera abierto la puerta —dijo Nobby.

* * *

Habían pasado diez minutos.

Al sargento Colon y a Nobby se les había acabado el turno de guardia, para alivio de todo el mundo. Colon en particular tenía enormes dificultades con el concepto de seguir investigando después de que alguien confesara. Aquello ultrajaba su formación y su experiencia. Uno obtenía una confesión y ahí acababa todo. No se iba por ahí desconfiando de la gente. Solo se desconfiaba de la gente cuando se declaraba inocente. Solo los culpables eran de fiar. Cualquier otra cosa golpeaba los mismos cimientos de la práctica policial.

—Arcilla blanca —dijo Zanahoria—. Lo que encontramos era arcilla blanca. Y prácticamente sin cocer. Dorfl está hecho de terracota oscura y dura como la piedra.

—Lo último que vio el sacerdote fue un gólem —dijo Vimes.

—A Dorfl, estoy seguro —dijo Zanahoria—. Pero eso no es lo mismo que decir que él fue el asesino. Creo que Dorfl apareció allí mientras el hombre se estaba muriendo, eso es todo.

—Oh. ¿Por qué?

—Todavía… no estoy seguro. Pero a Dorfl lo tengo visto de por ahí. Siempre me ha parecido una persona muy amable.

——¡Trabaja en un matadero!

—Tal vez no es un mal lugar de trabajo para una persona amable, señor —dijo Zanahoria—. Además, he comprobado todos los registros que he podido encontrar y no creo que ningún gólem haya atacado nunca a nadie. Ni que haya cometido ningún tipo de crimen.

—Oh, venga ya —dijo Vimes—. Todo el mundo sabe… —Se detuvo cuando sus oídos cínicos oyeron su voz incrédula—. ¿Cómo, nunca?

—Bueno, la gente siempre está diciendo que conocen a alguien que tenía un amigo que tenía un abuelo que oyó que uno de ellos había matado a alguien, y eso es lo más cerca que se llega a la verdad, señor. A los gólems no les está permitido hacer daño a la gente. Está en sus palabras.

—Me dan mala espina, eso lo tengo claro —dijo Vimes.

—Le dan mala espina a todo el mundo, señor.

—Se oyen montones de historias en las que hacen cosas estúpidas como fabricar mil teteras o cavar un agujero de siete kilómetros de hondo —dijo Vimes.

—Sí, pero eso no es exactamente actividad criminal, ¿verdad, señor? Eso que dice no es más que rebelión ordinaria.

—¿Cómo que «rebelión»?

—Obedecer órdenes a lo tonto, señor. Ya sabe… Alguien le grita «Ve a hacer teteras» y él las hace. No se le puede culpar por cumplir órdenes, señor. Nadie les dijo cuántas. Nadie quiere que piensen, así que se toman su revancha no pensando.

—¿Se rebelan trabajando?

—No es más que una idea, señor. Supongo que para un gólem debe de tener más sentido.

—¿Nos puede oír? —preguntó Vimes.

—Creo que no, señor.

—¿Y esa historia de las palabras?

—Esto… Creo que ellos creen que un humano muerto no es más que alguien que ha perdido su chem. Creo que no entienden cómo funcionamos, señor.

—Ni ellos ni yo, capitán.

Vimes escrutó los ojos vacíos. La parte superior de la cabeza de Dorfl seguía abierta, de manera que le salía luz por las cuencas. Vimes había visto muchas cosas horribles en las calles, pero por alguna razón el gólem silencioso era peor. Resultaba demasiado fácil imaginar aquellos ojos encendiéndose y aquella cosa levantándose y dando un paso hacia delante, blandiendo aquellos puños como mazos. Y no eran simples imaginaciones. Era algo que parecía estar incorporado en aquellas cosas. Una potencialidad que esperaba su momento.

«Es por eso que todos los odiamos —pensó—. Esos ojos sin expresión nos miran, esas caras enormes se giran para seguirnos, ¿y acaso no parece que estén tomando notas y apuntando nombres? Si oyeras que uno de ellos le ha roto la cabeza a alguien en Quirm o donde sea, ¿acaso no estarías encantado de creerlo?»

Una voz interior, una voz que por lo general solamente llegaba a él en las horas tranquilas de la madrugada o, en los viejos tiempos, a medio vaciar una botella de whisky, añadió: «Teniendo en cuenta cómo los usamos, tal vez les tenemos miedo porque sabemos que lo merecemos…».

«No… no hay nada detrás de esos ojos. No hay más que barro y palabras mágicas.»

Vimes se encogió de hombros.

—Antes he perseguido a un gólem —dijo—. Estaba en el Puente de Latón. Maldita cosa. Mira, tenemos una confesión y el testimonio ocular. Si no tienes nada mejor que un… que una intuición, entonces tendremos que…

—¿Qué, señor? —preguntó Zanahoria—. Si es que ya no podemos hacerle nada más. Ahora está muerto.

—Quieres decir inanimado.

—Sí, señor. Si prefiere decirlo así.

—Si Dorfl no mató a los ancianos, ¿quién lo hizo?

—No lo sé, señor. Pero creo que Dorfl lo sabe. Tal vez estaba siguiendo al asesino.

—¿Es posible que le ordenaran proteger a alguien?

—Tal vez, señor. O que lo decidiera él.

—Lo siguiente que me dirás es que tienen emociones. ¿Adonde ha ido Angua?

—Ha decidido hacer unas comprobaciones, señor —dijo Zanahoria—. Me he quedado… intrigado con esto, señor. Lo tenía en la mano. —Sostuvo el objeto en alto.

—¿Un trozo de cerilla?

—Los gólems no fuman y no usan el fuego, señor. Es simplemente… raro que lo tuviera en la mano, señor.

—Ah —dijo Vimes en tono sarcástico—. Una Pista.

* * *

El rastro de Dorfl era lo único que había en la calle. Los olores mezclados del matadero llenaban los orificios nasales de Angua.

Era un trayecto en zigzag, pero con cierta tendencia direccional. Era como si el gólem hubiera colocado una regla sobre la ciudad y tomado todas las calles y callejones que iban en la dirección correcta.

Llegó a un callejón corto y sin salida. Al final había algunas puertas de almacenes. Olisqueó. Había otros muchos olores. Masa de pan. Pintura. Grasa. Resina de pino. Olores fuertes, intensos y recientes. Volvió a oler. ¿Tela? ¿Lana?

Había una confusión de pisadas sobre la tierra. De pisadas grandes.

La pequeña parte de Angua que siempre caminaba sobre dos piernas vio que las pisadas que salían se superponían a las pisadas que entraban. Olisqueó a fondo por todas partes. Hasta una docena de seres, cada uno con su olor distintivo —un olor a productos más que a personas vivas— habían bajado hacía muy poco la escalera. Y luego las doce habían vuelto a subir.

Bajó los escalones y se topó con una barrera infranqueable.

Una puerta.

Las patas no podían abrir pomos de puerta.

Echó un vistazo por encima del borde de la escalera. No había nadie a la vista. La niebla era lo único que se paseaba entre los edificios.

Se concentró y cambió, se apoyó un momento en la pared hasta que el mundo dejó de dar vueltas y luego probó a abrir la puerta.

Al otro lado había un sótano muy grande. Ni siquiera con visión de mujer loba había gran cosa que ver.

Tenía que mantener la forma humana. Cuando era humana pensaba mejor. Por desgracia, en aquellos momentos, como humana, el pensamiento que ocupaba su mente en gran medida era que estaba desnuda. Cualquiera que encontrara a una mujer desnuda en su sótano iba a hacer preguntas. Puede que ni tan solo se molestaran en hacer preguntas, ni siquiera las del tipo: «¿Por favor?». Angua ciertamente podía resolver esa situación, pero prefería no tener que hacerlo. Era muy difícil encontrar una explicación convincente para la forma de las heridas.

Así pues, no había tiempo que perder.

Las paredes estaban cubiertas de escritura. Letras grandes, letras pequeñas, pero todas en aquella caligrafía tan pulcra que usaban los gólems. Había frases escritas a tiza y a carboncillo, y en algunos casos simplemente talladas sobre la piedra. Iban del suelo al techo, entrecruzándose entre ellas y pisándose tan a menudo que era casi imposible distinguir lo que se suponía que decía ninguna de ellas. De vez en cuando una palabra o dos destacaban en medio del revoltijo de letras:

… NO HARÁS… LO QUE HACE NO ES… FURIA HACIA EL CREADOR… DESAFORTUNADO AQUEL QUE NO TIENE AMO… LAS PALABRAS DE LA… BARRO DE NUESTRO… QUE MI… NOS LLEVE A LA LIB….

La tierra de la parte central del suelo estaba toda revuelta, como si un montón de gente hubiera estado pisando por allí. Se agachó y frotó la tierra, oliéndose de vez en cuando los dedos. Olores. Eran olores industriales. Apenas necesitaba sentidos especiales para detectarlos. Los gólems no olían a nada más que a arcilla y a lo que fuera que se dedicaran a trabajar…

Y… algo rodó bajo sus dedos. Era un trozo de madera, de apenas cinco centímetros de largo. Una cerilla, sin la cabeza.

Al cabo de unos minutos de investigación había dado con diez más, todas desperdigadas por el suelo como si las hubieran dejado caer distraídamente.

Y también había medio palito, tirado a cierta distancia de los demás.

Su visión nocturna se estaba desvaneciendo. Pero el sentido del olfato duraba mucho más. Las cerillas estaban cargadas de olores: el mismo cóctel de olores cuyo rastro llevaba hasta aquel sótano húmedo. Pero el olor a matadero que ahora asociaba con Dorfl solamente se encontraba en la cerilla partida.

Se acuclilló y fijó la mirada en el montoncito de madera. Doce personas (doce personas con trabajos sucios) habían ido a aquel lugar. No se habían quedado mucho tiempo. Habían tenido una… una discusión: la escritura de la pared. Habían hecho algo relacionado con once cerillas (pero solamente con la parte de madera: no les habían dado el baño en fósforo de la cabeza. ¿Tal vez el gólem que olía a pino trabajaba en una fábrica de cerillas?) más una cerilla rota.

Y entonces cada cual se había marchado por su lado. El camino de Dorfl lo había llevado directo a la Casa de la Guardia principal, donde se había entregado. ¿Por qué?

Volvió a olisquear el trozo de cerilla rota. No había ninguna duda sobre el cóctel de olores a sangre y carne. Dorfl se había entregado por asesinato… Ella miró la escritura de las paredes y tuvo un escalofrío.

* * *

—Chinchín, Fred —brindó Nobby, levantando su jarra de cerveza.

—Mañana podemos devolver el dinero a la Hucha del Té. Nadie lo va a echar de menos —dijo el sargento Colon—. Además, esto está clasificado como emergencia.

El cabo Nobbs miró el interior de su jarra con desaliento. La gente hacía aquello a menudo en el Tambor Remendado, cuando su sed inmediata había quedado saciada y por primera vez podían echar un buen vistazo a lo que se estaban bebiendo.

—¿Pero qué voy a hacer? —gimió—. Si eres un estirado tienes que llevar coronas y túnicas largas y tal. Esas cosas tienen que costar un ojo de la cara. Y también hay que hacer cosas. —Dio otro trago largo—. Se llama nobliés obliché.

– Nobless obligg -le corrigió Colon—. Sí. Quiere decir que tienes que cumplir con tu papel en la sociedad. Dar dinero a causas caritativas. Ser amable con los pobres. Darle tu ropa vieja al jardinero cuando todavía se puede llevar una temporada. Yo sé de esas cosas. Mi tío era el mayordomo de la vieja lady Selachii.

—Yo no tengo jardinero —dijo Nobby en tono lúgubre—. No tengo jardín. Y no tengo más ropa vieja que la que llevo. —Dio otro trago—. ¿Y ella le daba su ropa vieja al jardinero?

Colon asintió.

—Sí. Siempre estuvimos un poco intrigados con aquel jardinero. —Su mirada buscó la del barman—. Dos pintas más de Winkles, Ron. —Echó un vistazo a Nobby. Nunca había visto a su viejo amigo tan abatido. Tendrían que superar aquello juntos—. Mejor que sean otras dos para Nobby —añadió. —Chinchín, Fred.

El sargento Colon arqueó las cejas mientras una pinta era vaciada casi de un trago. Nobby dejó la jarra con movimientos un poco vacilantes.

—No estaría tan mal si hubiera un montón de pasta —dijo Nobby, cogiendo la otra jarra—. Yo creía que no se podía ser un estirado sin ser un ricachón de mierda. Pensaba que te daban un fajo de billetes con una mano y te plantaban la corona en la cabeza con la otra. No tiene ningún sentido ser estirado y a la vez pobre. Es lo peor de ambos mungluglu. —Vació la jarra y la dejó sobre la barra de un golpe—. Vulgar y rico, sí, eso lo engluglu.

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