Hacía falta la sabiduría del rey Isiahdanu para abordarlo todo, y aquellas eran solamente las cartas de aquel día.
Cogió la siguiente y leyó: «Traducción del texto encontrado en la boca del padre Tubelcek. ¿Por qué? SV».
Zanahoria leyó atentamente la traducción.
—¿En la boca? ¿Alguien le intentó meter palabras en la boca? —dijo Zanahoria, en el silencio del despacho.
Le dio un escalofrío, pero no por culpa del frío que venía del miedo. En el despacho de Vimes siempre hacía frío. Vimes era una persona a quien le gustaba estar al aire libre. En la ventana abierta danzaba la niebla, con sus deditos flotando entre la luz.
El siguiente documento del montón era una copia de la iconografía de Jovial. Zanahoria observó los dos ojos rojos borrosos.
—¿Capitán Zanahoria?
Giró a medias la cabeza, pero sin dejar de mirar la pintura.
—¿Sí, Fred?
—¡Tenemos al asesino! ¡Lo tenemos!
—¿Es un gólem?
—¿Cómo lo sabe?
* * *
«La tintura de la noche empezó a saturar la sopa de la tarde.»
Lord Vetinari reflexionó sobre la frase y la juzgó satisfactoriamente. Le gustaba en especial «tintura». Tintura. Tintura. Era una palabra distinguida, y tenía un agradable contrapunto en la vulgaridad de «sopa». La sopa de la tarde. Sí. En la cual se podrían encontrar sin problemas los picatostes de la hora del té.
Se daba cuenta de que estaba un poco mareado. Nunca se le habría ocurrido una frase así de tener la mente en un estado normal.
En medio de la niebla que había fuera de la ventana, apenas visible a la luz de las velas, vio la silueta acuclillada del agente Tubería.
Una gárgola, ¿eh? Se había estado preguntando por qué la Guardia siempre ponía cinco palomas semanales en la cuenta de los salarios. Una gárgola en la Guardia, cuyo cometido era aguardar. Debía de haber sido idea del capitán Zanahoria.
Lord Vetinari se levantó con cuidado de la cama y cerró los postigos. Caminó lentamente hasta su escritorio, sacó el diario del cajón, luego sacó un montón de páginas manuscritas y destapó el frasco de la tinta.
Bueno pues, ¿por dónde iba?
«Capítulo ocho —leyó vacilante—, Los ritos del hombre.» Ah, sí…
«En lo tocante a la verdad —escribió—, aquello que pudiere ser escrito al dictado de los eventos, pero debiere ser oído en toda ocasión…»
Se preguntó cómo podía introducir «sopa de la tarde» en el tratado, o por lo menos «tintura de la noche».
La pluma rasgueó sobre el papel.
En el suelo estaba abandonada la bandeja que había contenido un cuenco de nutritivas gachas, al respecto de las cuales había decidido tener unas palabras muy serias con el cocinero en cuanto se encontrara mejor. Las habían probado tres probadores, incluyendo al sargento Detritus, al que no era muy probable que se pudiera envenenar con nada que funcionara con los humanos y ni siquiera con la mayoría de las cosas que funcionaban con los trolls… sino probablemente con la mayoría de las cosas que funcionaban con los trolls.
La puerta estaba cerrada con llave. De vez en cuando podía oír el crujido tranquilizador que provocaba Detritus al hacer la ronda. Al otro lado de la ventana, la niebla se condensaba sobre el agente Tubería.
Vetinari mojó la pluma en la tinta y empezó una nueva página. De vez en cuando consultaba el diario encuadernado en piel, humedeciéndose los dedos delicadamente al pasar las finas páginas.
Los zarcillos de niebla se enroscaban en las persianas y se frotaban con las paredes hasta que la luz de las velas los espantaba.
* * *
Vimes corrió pesadamente por entre la niebla detrás de la figura en fuga. Que no era tan rápida como él, a pesar de las punzadas que sentía en las piernas y de un par de puñaladas de advertencia en la rodilla izquierda, pero cada vez que acortaba distancias algún peatón embozado se le cruzaba en el camino, o bien un carro salía de una callejuela lateral.[12]
Sus suelas le decían que había bajado por la Vía Ancha y había girado a la izquierda por la Calle Noexiste (adoquines pequeños y cuadrados). Allí la niebla era todavía más espesa, atrapada entre los árboles del parque.
Pero Vimes estaba exultante. «¡Te equivocas de desvío si vas directo a las Sombras, chaval! Ahora solamente está el Puente de Ankh y allí tenemos un guardia…»
Sus pies le dijeron algo más. Le dijeron: «Hojas mojadas, eso es la Calle Noexiste en otoño. Adoquines pequeños y cuadrados con montones dispersos y traicioneros de hojas mojadas».
Se lo dijeron demasiado tarde.
Vimes aterrizó con la barbilla en la alcantarilla, se puso de pie dando tumbos y volvió a caer mientras el resto del universo pasaba a su lado dando vueltas, se levantó, dio unos pasos bamboleantes en la dirección incorrecta, se volvió a caer y por fin decidió aceptar temporalmente el voto de la mayoría.
* * *
Dorfl estaba de pie y en silencio en las oficinas de la comisaría, con los gruesos brazos cruzados sobre el pecho. Delante del gólem estaba la ballesta del sargento Detritus, fabricada a partir de una antigua arma de asedio. Disparaba una flecha de hierro de casi dos metros. Nobby estaba sentado detrás de ella, con el dedo sobre el gatillo.
—¡Guarda eso, Nobby! ¡Esa arma no se puede disparar aquí! —dijo Zanahoria—. ¡Ya sabes que nunca averiguamos dónde se paran las flechas!
—Le hemos obligado a confesar —dijo el sargento Colon, dando saltitos—. ¡No paraba de admitirlo, pero al final conseguimos que confesara! Y tenemos varios crímenes más a los que nos gustaría que se echara un vistazo.
Dorfl levantó su pizarra.
SOY CULPABLE.
Algo se le cayó de la mano.
Era algo corto y blanco. Con aspecto de ser un trozo de cerilla. Zanahoria lo cogió y lo observó, concentrado. Luego miró la lista que había hecho Colon. Era bastante larga y consistía en todos los crímenes sin resolver de la ciudad de los últimos dos meses.
—¿Ha confesado todos estos?
—Todavía no —respondió Nobby.
—Todavía no se los hemos leído todos —dijo Colon.
Dorfl escribió.
YO LO HICE TODO.
—¡Eh! —dijo Colon—. ¡El señor Vimes va a estar contento de verdad con nosotros!
Zanahoria se acercó al gólem. Tenía un débil resplandor anaranjado en los ojos.
—¿Mataste tú al padre Tubelcek? —preguntó.
SÍ.
—¿Lo ve? —dijo el sargento Colon—. Con eso no se puede discutir.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Zanahoria. No hubo respuesta.
—¿Y al señor Hopkinson del Museo del Pan?
SÍ.
—¿Lo mataste a golpes con una barra de hierro? —preguntó Zanahoria.
SÍ.
—Espera —dijo Colon—. Creí que habías dicho que fue…
—Déjalo, Fred —dijo Zanahoria—. ¿Por qué mataste al anciano, Dorfl?
No hubo respuesta.
—¿Tiene que haber una razón? En los gólems no se puede confiar, mi padre siempre lo decía —dijo Colon—. Te traicionan nada más verte, decía.
—¿Alguna vez han matado a alguien?
—No porque no lo hayan pensado —dijo Colon en tono siniestro—. Mi padre me contó que una vez tuvo que trabajar con uno y que le miraba todo el tiempo. Que él se giraba de pronto y allí estaba el gólem… mirándolo.
Dorfl estaba sentado mirando hacia delante.
—¡Ponle una vela encendida delante de los ojos! —dijo Nobby.
Zanahoria arrastró una silla por el suelo y se sentó a horcajadas en ella, mirando a Dorfl. Hizo girar distraídamente la cerilla rota entre los dedos.
—Sé que tú no mataste al señor Hopkinson y no creo que mataras al padre Tubelcek —dijo—. Creo que estaba agonizando cuando lo encontraste. Creo que intentaste salvarlo, Dorfl. De hecho, estoy bastante seguro de poder demostrarlo si puedo ver tu chem…
La luz de los ojos resplandecientes llenó la sala. El gólem dio un paso adelante, con los puños en alto.
Nobby disparó la ballesta.
Dorfl agarró la larga flecha en pleno vuelo. Se oyó un chirrido metálico y la flecha se convirtió en una fina barra de hielo al rojo vivo con un bulto amontonado a la altura de las manos del gólem.
Pero Zanahoria ya estaba detrás de él, abriéndole la cabeza. Mientras el gólem se giraba, blandiendo la barra de hierro como si fuera una porra, se le apagó el fuego de los ojos.
—Lo tengo —dijo Zanahoria, sosteniendo en alto un pergamino amarillento.
* * *
Al final de la Calle Noexiste había una horca, donde antiguamente los maleantes —o por lo menos la gente declarada culpable de ser maleantes— eran colgados para que se balancearan suavemente al viento, a modo de castigo ejemplar y, cuando los elementos se cobraban su precio, también de lección de anatomía.
En otros tiempos, los padres llevaban allí a sus hijos para que aprendieran mediante el atroz ejemplo los peligros y las trampas que aguardan a los criminales, a los fuera de la ley y a los que tienen la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, y para que vieran los terroríficos despojos que colgaban de sus cadenas chirriantes y escucharan las severas imprecaciones, y luego por lo general (como aquello era Ankh-Morpork) dijeran: «¡Hala! ¡Cómo mola!» y usaran los cadáveres como columpios.
En la actualidad la ciudad tenía formas más privadas y eficaces de tratar con aquellos que consideraba excedente de cupo, pero en honor a la tradición la horca seguía ocupada por un cuerpo de madera bastante realista. De vez en cuando algún cuervo estúpido todavía se posaba para sacarle los ojos y terminaba con un pico mucho más corto.
Vimes llegó hasta allí tambaleándose y tratando de recuperar el aliento.
La presa podía haber ido a cualquier parte. La poca luz del día que se había estado filtrando por entre la niebla ya había claudicado.
Vimes se detuvo ante la horca, que chirriaba.
La habían construido para que chirriara. ¿De qué servía mostrar en público los castigos, decían los entendidos, si aquello no chirriaba siniestramente? En épocas más opulentas la ciudad contrataba a un anciano para producir el chirrido por medio de una cuerda, pero ahora había un mecanismo de relojería al que solo se tenía que dar cuerda una vez al mes.
El cadáver artificial goteaba vapor condensado.
—A tomar por saco —murmuró Vimes, y trató de regresar por donde había venido.
Al cabo de diez segundos de dar tumbos, se tropezó con algo.
Era un cadáver de madera, tirado en la alcantarilla. Cuando volvió a la horca, la cadena vacía se estaba meciendo suavemente, tintineando en medio de la niebla.
El sargento Colon le dio unos golpecitos en el pecho al gólem. Que hicieron donk.
—Como una maceta —dijo Nobby—. ¿Cómo pueden moverse cuando son como una maceta, eh? Tendrían que estar cuarteándose todo el tiempo.
—Y son tontos —dijo Colon—. Me contaron que hubo uno en Quirm al que le hicieron cavar una zanja y se olvidaron de él y solamente se acordaron cuando todo estaba lleno de agua porque había llegado cavando hasta el río.
Zanahoria desplegó el chem sobre la mesa y lo puso junto al papel que le habían metido en la boca al padre Tubelcek.
—Está muerto, ¿verdad? —preguntó el sargento Colon.
—Es inofensivo —dijo Zanahoria, mirando primero un papel y luego el otro.
—Bien. Tengo un mazo en la parte de atrás. Voy a…
—No —dijo Zanahoria.
—¡Pero ya has visto cómo actuaba!
—No creo que me pudiera haber golpeado. Creo que solamente quería asustarnos.
—¡Pues ha funcionado!
—Mira esto, Fred.
El sargento Colon echó un vistazo al escritorio.
—Escritura extranjera —dijo, en un tono que sugería que no le llegaba ni a las suelas de los zapatos a la escritura local y decente, y que probablemente olía a ajo.
—¿No hay nada que te llame la atención?
—Bueno… parecen las dos iguales —admitió el sargento Colon.
—La amarillenta es el chem de Dorfl. La otra es la del padre Tubelcek —dijo Zanahoria—. Idénticas letra por letra.
—¿Y por qué?
—Yo creo que Dorfl escribió las palabras y se las puso en la boca al viejo Tubelcek después de que muriera —dijo Zanahoria lentamente, sin dejar de mirar alternativamente los dos papeles.
—Ees, ajj —dijo Nobby—. Es asqueroso, es…
—No, no lo entiendes —dijo Zanahoria—. Quiero decir que las escribió porque eran las únicas que sabía que funcionaban…
—¿Que funcionaban cómo?
—Bueno… ¿conoces el beso de la vida? —dijo Zanahoria—.
—¿El de los primeros auxilios?
—Sé que lo conoces, Nobby. Viniste conmigo cuando dieron aquel cursillo en la Asociación de Jóvenes Paganos.
—Solamente fui porque me dijiste que daban una taza de té y una galleta gratis —dijo Nobby, enfurruñado—. Además, cuando me llegó el turno a mí el muñeco se fue corriendo.
—Pues es igual que el socorrismo —dijo Zanahoria—. Queremos que la gente respire, así que intentamos asegurarnos de que les entre aire…