Solamente hacía falta una cosa para que todo fuera perfecto. Mandó a casa a los porteadores del palanquín y dio media vuelta para hablar con uno de los guardias.
—Es usted el agente Suerter, ¿verdad?
—Síseñor, sir Samuel.
—¿Qué número de botas calza?
Suerter pareció aterrado.
—¿Cómo, señor?
—¡Es una pregunta sencilla, hombre!
—Siete y medio, señor.
—¿Del viejo Plugger de Nuevos Remendones? ¿De las baratas?
—¡Síseñor!
—¡No puedo tener a un hombre protegiendo el palacio con botas de cartón! —dijo Vimes, con jovialidad fingida—. Quíteselas, agente. Puede quedarse las mías. Están así porque una serpiente alada les ha… bueno, les ha hecho lo que sea que hacen las serpientes aladas, pero son de su número. No se quede ahí papando moscas. Déme sus botas, hombre. Puede quedarse con las mías. —Y Vimes añadió—: Tengo muchas.
El agente se quedó mirando con asombro asustado cómo Vimes se ponía las botas baratas y se erguía, dando unos cuantos pisotones en el suelo con los ojos cerrados.
—Ah —dijo—. Estoy delante del palacio, ¿verdad?
—Esto… sí, señor. Acaba de salir de él, señor. Es este edificio tan grande de aquí.
—Ah —dijo Vimes alegremente—, ¡pero me daría cuenta de que estoy aquí aunque no lo supiera!
—Esto…
—Por las losas del suelo —dijo Vimes—. Son de un tamaño inusual y un poco hundidas en el centro. ¿No se ha dado cuenta? ¡Los pies, hijo! ¡Tendrá que aprender a pensar con ellos!
El agente se quedó mirando desconcertado cómo Vimes desaparecía en la niebla, dando zancadas felices contra el suelo.
* * *
El cabo honorable conde de Ankh Nobby Nobbs abrió la puerta de la Casa de la Guardia y entró dando tumbos.
El sargento Colon levantó la vista de su mesa y tragó saliva.
—¿Estás bien, Nobby? —preguntó, y salió a toda prisa de detrás de su mesa para sostener a la figura bamboleante.
—Es terrible, Fred. ¡Terrible!
—Ven, siéntate. Estás muy pálido.
—¡Me han elevado, Fred! —gimió Nobby.
—¡Qué horror! ¿Has visto quién te lo hacía?
Nobby le dio en silencio el pergamino que Dragón Rey de Armas le había puesto en la mano y se dejó caer en una silla. Se sacó un trocito de cigarrillo de fabricación casera de detrás de la oreja y lo encendió con la mano temblorosa.
—No entiendo nada de nada —dijo—. Uno hace lo que puede, mantiene la cabeza gacha, no causa problemas y entonces va y le pasa algo como esto.
Colon leyó el pergamino despacio, moviendo los labios cuando se encontraba alguna palabra complicada como «y» o «la».
—Nobby, ¿tú has leído esto? ¡Dice que eres un lordl!
—El viejo ha dicho que tenían que hacer muchas comprobaciones, pero que le parecía bastante claro con lo del anillo y tal. Fred, ¿qué voy a hacer ahora?
—¡Pues yo diría que sentarte y comer en platos de armiño!
—Pero no hay más que eso, Fred. No hay dinero. No hay caserón. No hay tierras. ¡No hay ni un centavo de latón!
—¿Cómo, nada?
—Ni un guisante seco, Fred.
—Yo creía que todos los nobles tenían dinero a patadas.
—Bueno, pues ellos tienen el dinero y yo las patadas, Fred. ¡Y yo no sé nada de lordear! No quiero tener que llevar ropa pija ni jugar a la pelota montando a caballo ni nada de eso.
El sargento Colon se sentó a su lado.
—¿Y nunca sospechaste que tenías parientes pijos?
—Bueno… a mi primo Vincent lo trincaron una vez por asalto indecente a la doncella de la duquesa de Quirm…
—¿Doncella de cámara o doncella de cocina?
—Creo que de cocina.
—Entonces probablemente no cuenta. ¿Esto lo sabe alguien más?
—Bueno, ella lo sabía, claro, y fue a contarlo a…
—Me refiero a tu lordismo.
—Solamente el señor Vimes.
—Pues ya lo tienes —dijo el sargento Colon, devolviéndole el pergamino—. No se lo tienes que contar a nadie. Así no tendrás que ir por ahí llevando pantalones dorados, y no tendrás que hacer nada con pelotas y caballos. Tú quédate ahí sentado y te traeré una taza de té, ¿qué te parece? Lo solucionaremos, no te preocupes.
—Eres un señor, Fred.
—¡Pues ya somos dos, milord! —Colon movió las cejas—. ¿Lo pillas? ¿Lo pillas?
—Déjalo, Fred —dijo Nobby en tono cansino.
Se abrió la puerta de la Casa de la Guardia.
Una ráfaga de niebla entró como si fuera humo. En medio de la misma había dos ojos rojos. Los jirones se apartaron para revelar la figura enorme de un gólem.
—Umpk —dijo el sargento Colon.
El gólem sostuvo en alto su pizarra.
HE VENIDO A USTEDES.
—Sí. Sí. Sí. Ya lo, esto, sí, ya lo veo —dijo Colon. Dorfl le dio la vuelta a la pizarra. Por el otro lado decía:
ME ENTREGO A MÍ MISMO POR ASESINATO. FUI YO QUIEN MAT0 AL VIEJO SACERDOTE. EL CRIMEN ESTÁ RESUELTO.
En cuanto sus labios dejaron de moverse, Colon fue correteando a protegerse tras el parapeto, repentinamente muy endeble, de su mesa y se puso a escarbar entre los papeles.
—Tú tenlo cubierto, Nobby —dijo—. Asegúrate de que no sale corriendo.
—¿Y para qué iba a salir corriendo? —preguntó Nobby.
El sargento Colon encontró un trozo relativamente limpio de papel.
—Bien, bien, bien, yo, bien, yo supongo que debería… ¿Cómo se llama usted?
El gólem escribió:
DORFL.
* * *
Para cuando llegó al Puente de Latón (adoquines de tamaño medio y redondeados de esos que llaman «cabezas de gato», algunos de ellos desaparecidos), Vimes ya empezaba a preguntarse si había hecho lo correcto.
La niebla de otoño siempre era espesa, pero él nunca había visto una como aquella. Aquel paño mortuorio asordinaba los ruidos de la ciudad y convertía las luces más brillantes en resplandores débiles, aunque en teoría el sol todavía no se había puesto.
Caminó a lo largo del parapeto. Una figura regordeta y brillante acechaba en medio de la niebla. Era uno de los hipopótamos de madera, un antepasado lejano de Roderick o de Keith. Había cuatro a cada lado, todos mirando hacia el mar.
Vimes había pasado a su lado miles de veces. Eran viejos amigos. A menudo se había puesto al abrigo de uno de ellos en las noches gélidas en que buscaba un lugar libre de jaleos.
Así eran las cosas antes, ¿verdad? No parecía que hubiera pasado tanto tiempo. Solamente un puñado de hombres en la Guardia, eludiendo los jaleos. Y entonces había llegado Zanahoria y de pronto el estrecho circuito de sus vidas se había abierto, y ahora había casi treinta hombres (oh, incluyendo a trolls y enanos y misceláneos) en la Guardia, y no escurrían el bulto para mantenerse lejos de los jaleos sino que iban en busca de los jaleos, y los encontraban allí donde buscaban. Tenía gracia. Tal como Vetinari había señalado de esa forma tan suya, parecía que cuantos más policías tenía uno, más delitos se cometían. Pero la Guardia estaba de vuelta en las calles, y por mucho que no se les diera tan bien patear culos como a Detritus, estaba claro que por lo menos impactaban en posaderas a base de bien.
Encendió una cerilla en la pezuña trasera de un hipopótamo y ahuecó una mano en torno a ella para proteger su puro de la humedad.
Y ahora, aquellos asesinatos. No le importarían a nadie si no le importaran a la Guardia. Dos ancianos, asesinados el mismo día. Nada robado… Se corrigió: nada robado en apariencia. Por supuesto, lo que pasaba con las cosas robadas era que las muy jodidas no estaban en su sitio. Casi seguro que los ancianos no habían estado tonteando con las esposas de otra gente. Probablemente ya ni se acordaban de qué era tontear. Uno de ellos pasaba todo su tiempo en compañía de libros religiosos antiguos. El otro, por el amor de los dioses, era una autoridad sobre los usos agresivos de la bollería.
La gente probablemente diría que habían llevado unas vidas intachables.
Pero Vimes era policía. Nadie vivía una vida completamente intachable. No era del todo imposible, si uno se quedaba tumbado muy quieto en algún sótano, pasar un día entero sin cometer un delito. Pero por los pelos. Y aun así, lo más probable es que fuera culpable de holgazanear.
En cualquier caso, parecía que Angua se había tomado aquel caso muy personalmente. Siempre sentía debilidad por los más débiles de la manada.
Y Vimes también. Había que sentirla. No porque fueran gente pura o noble, puesto que no lo eran. Había que estar del lado de los más débiles de la manada porque no eran los más fuertes de la manada.
En aquella ciudad todo el mundo se cuidaba de sí mismo. Para eso existían los gremios. La gente formaba bandas en contra de otra gente. El gremio cuidaba de ti desde la cuna hasta la tumba o, en el caso de los Asesinos, hasta las tumbas ajenas. Incluso velaban por la ley, o por lo menos lo habían hecho, en cierta manera. Robar sin licencia era castigable con la muerte a la primera infracción.[11] El Gremio de Ladrones se encargaba de ello. El arreglo sonaba irreal, pero funcionaba.
Funcionaba como una máquina. Lo cual estaba bien salvo por la gente que de vez en cuando quedaba aplastada entre los engranajes.
Los adoquines húmedos le transmitían una sensación tranquilizadora de realidad bajo las suelas de los zapatos.
Dioses, cómo había echado de menos aquello. En los viejos tiempos solía patrullar a solas. Cuando estaban únicamente él y las piedras que resplandecían a las tres de la madrugada, de alguna manera todo había tenido sentido…
Se detuvo.
A su alrededor, el mundo se convirtió en un cristal de horror, de ese horror especial que no tiene nada que ver con colmillos ni con pus ni con fantasmas pero sí mucho que ver con que lo familiar se transforme en desconocido.
Algo fundamental iba mal.
Su mente tardó unos segundos atroces en transmitirle los detalles de lo que su subconsciente acababa de percibir. Que había cinco estatuas a lo largo del parapeto de aquel lado.
Pero tendría que haber habido cuatro.
Se giró muy lentamente y caminó de regreso hasta la última. Aquella era un hipopótamo, sí.
Lo mismo que la siguiente. Tenía un graffiti. Nada sobrenatural podía tener una pintada que dijera: «Zaz es un jilipoyas».
Luego le pareció que no se tardaba tanto en llegar a la siguiente, y cuando la miró…
Dos puntos de luz roja brillaron en la niebla por encima de él.
Algo grande y oscuro saltó desde lo alto, lo derribó al suelo y desapareció en la oscuridad.
Vimes se puso de pie con dificultad, sacudió la cabeza y salió detrás de la cosa. No intervino ningún pensamiento. El instinto más primitivo de los terriers y los policías es perseguir todo lo que se aleja corriendo.
Mientras corría se llevó la mano automáticamente a la campanilla, con la que uno alertaba a otros guardias, pero el comandante de la Guardia no llevaba campanilla. Los comandantes de la Guardia estaban solos.
* * *
En el miserable despacho de Vimes, el capitán Zanahoria miró un papel:
Reparaciones en los canalones, Casa de la Guardia, Pseudó-polis Yard. Nueva tubería de bajada, codo Micklewhite de 35°, cuatro cuchillos de armadura en ángulo recto, mano de obra y profesionalidad. $16,35p.
Y había más como aquella, incluyendo la factura en palomas del agente Tubería. Sabía que al sargento Colon no le parecía bien que a un policía se le pagara en palomas, pero el agente Tubería era una gárgola y para las gárgolas el dinero no significa nada. En cambio, reconocían una paloma tan pronto como se la comían.
Con todo, las cosas estaban mejorando. Cuando Zanahoria llegó, todo el dinero para gastos de la Guardia se guardaba en un frasco colocado en una estantería y etiquetado «Abrillantador de metales Fuerteenelbrazo para conseguir unas cohortes relucientes», y si hacía falta dinero para algo, lo único que había que hacer era encontrar a Nobby y obligarle a que lo devolviera.
Luego estaba la carta de un ciudadano con residencia en el Camino del Parque, uno de los vecindarios más selectos de la ciudad:
Comandante Vimes:
La patrulla de la Guardia Nocturna de esta calle parece componerse en su totalidad de enanos. No tengo nada contra los enanos mientras se queden entre los suyos, por lo menos no son trolls, pero se cuentan historias por ahí y yo tengo hijas en mi casa. Le exijo que se ponga remedio de inmediato a esta situación o no tendré más alternativa que sacar el tema con lord Vetinari, que es amigo personal mío.
Suyo afectísimo, señor,
Joshua H. Catterail
¿Aquello era el trabajo policial, entonces? Se preguntó si el señor Vimes estaba intentando decirle algo. Había más cartas. El Coordinador Comunitario de Estaturas Igualitarias para los Enanos estaba exigiendo que a los enanos de la Guardia se les permitiera llevar hacha en vez de la tradicional espada, y que solamente se los mandara a investigar delitos cometidos por gente alta. El Gremio de Ladrones se quejaba de que el comandante Vimes había dicho en público que la mayoría de los robos los cometían ladrones.