Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

Vimes se animó.

—¡Aja! ¿Lo escribió otra persona? ¿No dirá algo así como «Toma, hijo de puta, llevamos una eternidad esperando cogerte por lo que hiciste hace tanto años»?

—No, señor. Esa frase tampoco aparece en ningún libro sagrado de ninguna parte —dijo el agente Visita, y vaciló—. Salvo en los apócrifos del Testamento vengativo de Offler -añadió, diligente—. Estas palabras de aquí están sacadas del Libro de la Verdad de los cenotinos. —Bufó—. Así es como lo llamaban. Es lo que su falso dios…

—¿Podría decirme simplemente las palabras y dejar de lado la religión comparada? —pidió Vimes.

—Muy bien, señor. —Visita pareció herido en su orgullo, pero desdobló un papel y bufó con aire desdeñoso—. Estas son algunas de las normas que su dios supuestamente dio a la primera gente después de fabricarlos cociendo arcilla, señor. Normas del tipo: «Trabajarás fructíferamente todos los días de tu vida», señor, y también «No matarás», y «Serás humilde». Y cosas por el estilo.

—¿Eso es todo? —preguntó Vimes.

—Sí, señor —dijo Visita.

—¿No son más que citas religiosas?

—Eso es, señor.

—¿Alguna idea de por qué las tenía en la boca? El pobre diablo parecía que se estuviera fumando un último cigarrillo.

—No, señor.

—Podría entenderlo si fuera uno de esos mensajes del tipo «aplasta a tus enemigos» —dijo Vimes—. Pero solo dice «sigue trabajando y no causes problemas».

—Ceno era un dios bastante liberal, señor. No se le daban bien los mandamientos.

—Parece casi decente, para ser un dios.

Visita no pareció aprobar aquello.

—Los cenotinos murieron a lo largo de quinientos años de provocar algunas de las guerras más sanguinarias del continente, señor.

—Les perdonas los rayos y se te echa a perder la congregación, ¿eh? —dijo Vimes.

—¿Perdón, señor?

—Oh, nada. Bueno, gracias, agente. Esto, me encargaré de que el capitán Zanahoria sea informado y le doy gracias una vez más, no quiero ocupar su precioso tie…

La voz en desesperada aceleración de Vimes llegó demasiado tarde para evitar que Visita se sacara un rollo de papel de la coraza.

—Le he traído el último ejemplar de la revista ¡Levantaos!, señor, y también el Loneta de vigilancia de este mes, que contiene muchos artículos que estoy seguro de que le interesarán, incluyendo la exhortación del pastor Mercachifle Nasal a que la congregación se levante y hable con sinceridad a la gente a través de sus buzones, señor.

—Esto, gracias.

—No puedo evitar ver que los panfletos y revistas que le di la semana pasada siguen sobre su mesa igual que los dejé, señor.

—Oh, sí, bueno, lo siento, ya sabe usted cómo son las cosas, la cantidad de trabajo que hay últimamente, y que hace tan difícil encontrar tiempo para…

—Es mejor afrontar la condenación eterna cuanto antes, señor.

—Pienso en ella todo el tiempo, agente. Gracias.

«Injusto —pensó Vimes después de que Visita se fuera—. Dejan una nota en la escena de un crimen en mi ciudad y ¿acaso tiene la decencia de ser una nota de amenaza? No. ¿El último garabato moribundo de un hombre decidido a nombrar a su asesino? No. Son simples ripios religiosos. ¿De qué sirven las pistas si son más misteriosas que el misterio?»

Garabateó una nota sobre la traducción de Visita y la metió en su bandeja de entrada.

* * *

Cuando ya era demasiado tarde, Angua recordó por qué solía evitar el distrito del matadero en aquella época del mes.

Podía cambiar a voluntad en cualquier momento. Eso era lo que la gente olvidaba de los hombres lobo. Pero recordaban lo más importante. La luna llena era el desencadenante irresistible: los rayos lunares descendían hasta el centro de su memoria mórfica y pulsaban todos los interruptores, no importaba que ella los quisiera encendidos o no. La luna llena estaba a solamente un par de días de distancia. Y el olor delicioso de los animales en sus corrales y de la sangre de los mataderos empezaba a rechinar contra su vegetarianismo estricto. La mezcla estaba desencadenando su TPL.

Miró con ferocidad el edificio sombrío que tenía delante.

—Creo que iremos por detrás —dijo—. Y puedes llamar tú.

—¿Yo? ¡A mí no me harán ni caso! —exclamó Jovial.

—Tú enséñales la placa y diles que eres de la Guardia.

—¡No me harán caso! ¡Se reirán de mí!

—Vas a tener que hacerlo tarde o temprano. Vamos.

La puerta la abrió un hombre corpulento con un delantal ensangrentado. Que se quedó pasmado cuando una mano de enano le agarró del cinturón mientras otra mano de enano se le plantaba delante de la cara, sosteniendo una placa, y una voz de enano en las inmediaciones de su ombligo le decía:

—Somos la Guardia, ¿vale? ¡Oh, sí! ¡Y si no nos dejas entrar nos comeremos tus tripas de entremeses!

—Buen intento —murmuró Angua. Levantó a Jovial para apartarla de en medio y dedicó una sonrisa afable al carnicero—. ¿Señor Calcetín? Nos gustaría hablar con un empleado suyo, el señor Dorfl.

El hombre no había superado lo de Jovial, pero consiguió reponerse.

—¿El señor Dorfl? ¿Qué ha hecho ahora?

—Simplemente nos gustaría hablar con él. ¿Podemos entrar? El señor Calcetín miró a Jovial, que estaba temblando de nervios y emoción.

—¿Tengo elección? —preguntó.

—Digamos… que tiene una especie de elección —dijo Angua.

Intentó cerrar los orificios nasales al seductor miasma de la sangre. Hasta había una fábrica de salchichas en el edificio. Que usaba todos los trozos de animales que de otra manera nadie se comería, o reconocería siquiera. Los aromas del matadero le revolvían su estómago humano pero, en el fondo, una parte de ella se incorporó y babeó y gimió ansiosa al percibir los olores mezclados a cerdo y buey y cordero y…

—¿Rata? —dijo, olisqueando—. No sabía que abastecía usted el mercado de los enanos, señor Calcetín.

De pronto el señor Calcetín era un hombre que deseaba ser considerado como alguien cooperativo.

—¡Dorfl! ¡Ven aquí ahora mismo!

Se oyó un ruido de pasos y una figura surgió de detrás de una ristra de cuerpos de reses muertas.

Había gente a quien no le hacían gracia los no-muertos. Angua sabía que el comandante Vimes se sentía incómodo en presencia de ellos, aunque últimamente le pasaba menos. La gente siempre necesitaba sentirse superior a alguien. Los vivos odiaban a los no-muertos y los no-muertos despreciaban —y ella sintió que se le cerraban los puños— a los no-vivos.

El gólem llamado Dorfl se tambaleaba un poco porque tenía una pierna ligeramente más corta que la otra. No llevaba ropa porque no tenía nada de nada que esconder, así que Angua pudo ver los retoques allí donde se le había añadido arcilla nueva a lo largo de los años. Había tantos retoques que se preguntó cómo de viejo sería. Originalmente se había hecho en él algún intento de representar la musculatura humana, pero las reparaciones lo habían tapado casi del todo. La cosa parecía una vasija de aquellas que Ígneo despreciaba, hechas por gente que pensaba que al estar hechas a mano tenían que parecer hechas a mano, y que las huellas de dedos cocidas en la arcilla eran una señal de integridad.

Eso era. La cosa parecía hecha a mano. Por supuesto, a lo largo de los años prácticamente se había hecho a sí mismo a base de reparaciones. Sus ojos triangulares emitían un leve resplandor. No había pupilas, solamente el brillo rojo oscuro de un fuego que ardía lentamente.

En una mano tenía un cuchillo de carnicero largo y pesado. La mirada de Jovial gravitó hacia allí y se quedó fija en él con una fascinación aterrada. La otra mano tenía agarrado un trozo de cuerda, al final del cual había una cabra grande, peluda y muy maloliente.

—¿Qué estás haciendo, Dorfl?

El gólem señaló con la cabeza hacia la cabra.

—¿Dando de comer a la cabrajudas?

Dorfl asintió.

—¿Tiene algo que hacer, señor Calcetín? —preguntó Angua.

—No, yo…

—Sí que tiene usted algo que hacer, señor Calcetín —dijo Angua, enfáticamente.

—Ah. ¿Ejem? Sí. ¿Ejem? Sí. Vale. Voy a echar un vistazo a los hervidores de despojos…

Mientras se alejaba, el carnicero se detuvo para blandir un dedo debajo del lugar donde estaría la nariz de Dorfl si el gólem tuviera nariz.

—Como hayas estado causando problemas… —empezó a decir.

—Creo que a esos hervidores realmente les vendría bien algo de atención —le cortó Angua.

El tipo se marchó apresuradamente.

Se hizo el silencio en el patio, aunque los ruidos de la ciudad flotaban por encima de los muros. Del otro lado del matadero venía de vez en cuando el balido de una oveja preocupada. Dorfl estaba completamente inmóvil, con su cuchillo en la mano y mirando el suelo.

—¿Es un troll que intentan que parezca humano? —susurró Jovial—. ¡Mira esos ojos!

—No es un troll —dijo Angua—. Es un gólem. Un hombre de barro. Es una máquina.

—¡Parece humano!

—Es porque es una máquina hecha para parecer un humano. Dio un rodeo detrás de aquella cosa.

—Voy a leer tu chem, Dorfl —dijo.

El gólem dejó ir a la cabra y levantó el cuchillo de carnicero y lo dejó caer bruscamente sobre un tajo de carnicero que había al lado de Jovial, haciendo que la enana saltara de lado. Luego sacó una pizarra que tenía colgada del hombro con un cordel, desenganchó el lápiz y escribió:

SÍ.

Cuando Angua levantó la mano, Jovial se dio cuenta de que había una línea fina que cruzaba de lado a lado la frente del gólem. Para su horror, toda la parte superior de su cabeza se levantó. Angua, bastante impertérrita, tanteó el interior. Su mano salió sosteniendo un pergamino amarillento.

El gólem se quedó inmóvil. Se le apagaron los ojos.

Angua desenrolló el papel.

—Alguna escritura sagrada —dijo—. Es lo que hay siempre. Alguna religión antigua y muerta.

—¿Lo has matado?

—No. No se puede quitar lo que no está ahí. —Devolvió el pergamino a su sitio y cerró la cabeza con un clic.

El gólem volvió a la vida y el brillo regresó a sus ojos.

Jovial había estado conteniendo la respiración. Ahora salió toda de golpe.

—¿Qué le has hecho? —consiguió decir.

—Díselo, Dorfl —dijo Angua.

Los gruesos dedos del gólem se movieron a toda velocidad mientras el lápiz avanzaba por la pizarra.

SOY UN GÓLEM. ME HICIERON CON ARCILLA. MI VIDA SON LAS PALABRAS. MEDIANTE PALABRAS SIGNIFICATIVAS EN MI CABEZA ADQUIER0 LA VIDA. MI VIDA ES TRABAJAR. OBEDEZCO TODAS LAS ORDENES. NO DESCANSO.

—¿Qué palabras significativas?

TEXTOS RELEVANTES QUE CONSTITUYEN EL CENTRO DE LA CREENCIA. EL GÓLEM DEBE TRABAJAR. EL GÓLEM DEBE TENER UN AMO.

La cabra se tumbó al lado del gólem y empezó a rumiar.

—Ha habido dos asesinatos —dijo Angua—. Estoy bastante segura de que un gólem cometió uno y probablemente los dos. ¿Puedes decirnos algo, Dorfl?

—Lo siento, mira —dijo Jovial—. ¿Me estás diciendo que esta… cosa funciona con palabras? O sea… ¿la misma cosa me está diciendo que funciona con palabras?

—¿Por qué no? Las palabras tienen poder. Todo el mundo lo sabe —dijo Angua—. Hay más gólems por ahí de los que la gente cree. Han pasado de moda, pero duran. Pueden trabajar bajo el agua, o en la oscuridad total, o hundidos en veneno hasta las rodillas. Durante años. No necesitan comer ni descansar. Son…

—¡Pero eso es esclavitud! —exclamó Jovial.

—Por supuesto que no. Sería como esclavizar a un pomo de puerta. ¿Tienes algo que decirme, Dorfl?

Jovial no quitaba la vista del cuchillo que había en el tajo. Palabras como «largo» y «pesado» y «afilado» se acomodaban en su cabeza mejor que cualesquiera palabras que hubiera en el cráneo de barro del gólem.

Dorfl no dijo nada.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí, Dorfl?

YA HACE TRESCIENTOS DÍAS.

—¿Y tienes tiempo libre?

SONIDO DE RISA HUECA. ¿QUE VOY A HACER YO CON TIEMPO LIBRE?

—Quiero decir, ¿no estás siempre en el matadero?

A VECES HAGD ENTREGAS A DOMICILIO.

—¿Y te reúnes con otros gólems? Escúchame, Dorfl, sé que las cosas como tú os mantenéis en contacto de alguna forma. Y si un gólem está matando a gente de verdad, tenéis menos futuro que una taza mellada. La gente se va a plantar aquí en un santiamén con antorchas llameantes. Y con mazos. ¿Me sigues hasta ahora?

El gólem se encogió de hombros.

NO SE PUEDEN LLEVAR LO QUE NO EXISTE, escribió.

Angua levantó las manos en gesto exasperado.

—Estoy intentando ser civilizada —dijo—. Te podría confiscar ahora mismo. Bajo la acusación de Obstruir La Justicia

Cuando Ha Sido Un Día Agotador Y Ya Me He Hartado. ¿Conoces al padre Tubelcek?

EL VIEJO SACERDOTE QUE VIVE EN EL PUENTE.

—¿Cómo es que lo conoces?

Autore(a)s: