Bueno, estaban sentados. Y era bastante probable que fueran gente.
Jovial se acercó a Angua.
—¿Cómo se llama este sitio? —susurró.
—La verdad es que no tiene nombre —dijo Angua—. Pero a veces lo llamamos El Otro Barrio.
—Por fuera no parece una taberna. ¿Cómo lo encontraste?
—No se encuentra. Uno… gravita hacia aquí.
Jovial lanzó una mirada nerviosa a su alrededor. No estaba segura de dónde estaban, solamente sabía que se encontraban en el distrito del mercado de ganado, en alguna parte de un laberinto de callejones.
Angua se acercó a la barra.
Una sombra más intensa se materializó en la oscuridad.
—Hola, Angua —saludó la sombra, con una voz profunda y engolada—. Zumo de frutas, ¿verdad?
—Sí. Helado.
—¿Y el enano?
—Lo tomará crudo —dijo una voz desde algún punto de la oscuridad. Hubo una ola de risas en las sombras. Algunas le sonaron muy extrañas a Jovial. No podía imaginárselas saliendo de labios normales.
—Yo también tomaré zumo de frutas —dijo con voz trémula.
Angua echó un vistazo a la enana. Se sentía extrañamente agradecida de que el comentario procedente de las sombras pareciera haber pasado por encima de la pequeña cabeza en forma de bala. Se desenganchó la placa y con cuidado y deliberación la dejó sobre la barra. Tintineó. Luego Angua se inclinó hacia delante y le enseñó la iconografía al hombre de la barra.
Si es que era un hombre. Jovial todavía tenía sus dudas. Un letrero encima de la barra decía: «No cambiéis nunca».
—Tú sabes todo lo que pasa, Igor —dijo Angua—. Ayer mataron a dos ancianos. Y hace poco le robaron un montón de arcilla a ígneo el troll. ¿Te enteraste de eso?
—¿Y a ti qué te importa?
—Matar ancianos va contra la ley —dijo Angua—. Por supuesto, hay muchas cosas que van contra la ley, así que en la Guardia estamos muy ocupados. Nos gusta estar ocupados con cosas importantes. De lo contrario tenemos que ocuparnos de cosas poco importantes. ¿Me sigues?
La sombra pensó en aquello.
—Id a sentaros —dijo—. Os llevaré las copas.
Angua guió a Jovial hasta una mesa de un reservado. La clientela perdió interés en ellas. El zumbido de las conversaciones se reanudó.
—¿Qué es este sitio? —murmuró Jovial.
—Es… un sitio donde la gente pueden ser ellos mismos —dijo Angua lentamente—. Gente que… tiene que tener un poco de cuidado en otros momentos. ¿Sabes?
—No…
Angua suspiró.
—Vampiros, zombis, hombres del saco, gules, oh cielos. Los no-muer… —se corrigió—. Los diferentemente vivos —dijo—. Gente que tiene que pasarse la mayor parte del tiempo teniendo mucho cuidado de no asustar a la gente, encajando. Así es como funcionan las cosas por aquí. Encaja, consigue un trabajo, no preocupes a la gente y es probable que no te encuentres una multitud en la calle con horcas y antorchas. Pero a veces está bien ir a algún sitio donde todo el mundo conozca tu forma.
Ahora que los ojos de Jovial se habían acostumbrado a la penumbra pudo distinguir la variedad de formas sentadas en los bancos. Algunos eran mucho más grandes que los humanos. Algunos tenían orejas puntiagudas y hocicos alargados.
—¿Quién es esa chica? —preguntó—. Parece… normal.
—Es Violeta. Trabaja de Hada de los Dientes. Y a su lado está Schleppel, que es un hombre del saco.
En la esquina más lejana había algo sentado y encorvado con un abrigo enorme y un sombrero alto, puntiagudo y de ala ancha.
—¿Y ese?
—Ese es el Old Man Trouble de la canción —dijo Angua—. Si sabes lo que te conviene, no le molestes.
—Esto… ¿hay hombres lobo por aquí?
—Un par —dijo Angua.
—Odio a los hombres lobo.
—¿Ah?
La clienta más extraña estaba sentada sola a una mesa pequeña y redonda. Parecía ser una señora muy anciana, que llevaba un chal y un sombrero de paja con flores. Se dedicaba a mirar fijamente hacia delante con una expresión de insulsez afable, y en aquel contexto daba más miedo que ninguna de las siluetas de las sombras.
—¿Qué es esa? —preguntó Jovial entre dientes.
—¿Esa? Oh, esa es la señora Gammage.
—¿Y qué hace?
—¿Qué hace? Bueno, la mayoría de los días viene a por una copa y algo de compañía. A veces nos ponemos… se ponen a cantar. Canciones antiguas, las que ella recuerda. Está casi ciega. Si me estás preguntando si es una no-muerta… no, no lo es.
Ni vampira ni licántropa ni zombi ni hombre del saco. Solamente una señora mayor.
Una cosa enorme y peluda se detuvo arrastrando los pies junto a la mesa de la señora Gammage y le puso un vaso delante.
—Oporto con limón. Aquí tiene, señora Gammage —rugió.
—¡Gracias, Charlie! —rió la anciana—. ¿Cómo va el negocio de la fontanería?
—Va bien, cariño —dijo el hombre del saco, y desapareció en las sombras.
—¿Eso es un fontanero? -se horrorizó Jovial.
—Claro que no. No sé quién era Charlie. Lo más probable es que muriera hace años. Pero ella cree que el hombre del saco es él, ¿y quién la va a desengañar?
—¿Quieres decir que ella no sabe que este sitio es…?
—Mira, es clienta de este sitio desde los viejos tiempos en que se llamaba La Corona y el Hacha —dijo Angua—. Nadie quiere echárselo a perder. A todo el mundo le cae bien la señora Gammage. Ellos… cuidan de ella. Le echan una manita cuando pueden.
—¿Cómo?
—Bueno, oí que el mes pasado alguien entró en su casucha y le robó algunas cosas…
—Eso no suena a ser de mucha ayuda.
—… Y al día siguiente lo tenía todo de vuelta en casa y en las Sombras se encontró a un par de ladrones sin una gota de sangre en sus cuerpos. —Angua sonrió, y su voz adoptó un matiz de burla—. Ya sabes, hoy en día se habla muy mal de los no-muertos, pero nunca se mencionan las cosas maravillosas que hacen por la comunidad.
Igor el barman apareció. Tenía un aspecto más o menos humano, salvo por el pelo en el dorso de las manos y la única ceja no bifurcada que le cruzaba la frente. Tiró un par de posavasos sobre la mesa y dejó sus bebidas.
—Probablemente estás deseando que este sí que fuera un bar de enanos —dijo Angua. Levantó su posavasos con cautela y lo miró por debajo.
Jovial volvió a examinar el lugar. A aquellas alturas, si aquello fuera un bar de enanos, el suelo estaría pegajoso de cerveza, volarían rociadas de líquido por todos lados y la gente estaría cantando. Probablemente estarían cantando la última canción de los enanos, «Oro, oro, oro», o bien algún clásico como «Oro, oro, oro», o quizá el tema de hoy y de siempre, «Oro, oro, oro». Al cabo de pocos minutos se habría lanzado la primera hacha.
—No —dijo—. Nada puede ser tan malo.
—Acábate eso —dijo Angua—. Tenemos que ir a ver… algo.
Una mano grande y peluda agarró a Angua por la muñeca. Ella levantó la vista hasta una cara aterradora, toda ojos y boca y pelo.
—Hola, Shlitzen —dijo ella, tranquila.
—Ja, no paro de oír que hay un barón al que tienes muy poco contento —dijo Shlitzen, con el alcohol cristalizando en su aliento.
—Eso es cosa mía, Shlitzen —dijo Angua—. ¿Por qué no vuelves a esconderte detrás de tu puerta como el buen hombre del saco que eres?
—Ja, dice que estás deshonrando la vieja patria…
—Suéltame, por favor —dijo Angua. Tenía la piel lívida allí donde la estaba agarrando Shlitzen.
La mirada de Jovial fue desde la muñeca del hombre del saco hasta su hombro. Aunque la criatura era larguirucha, los músculos le recorrían el brazo como cuentas en un collar.
—Ja, llevas una placa. -Soltó un soplido—. ¿Qué hace una mujer lo…?
Angua se movió tan deprisa que solamente se vio un borrón. Con la mano libre se sacó algo del cinturón y le dio la vuelta y se lo puso en la cabeza a Shlitzen. Este se quedó quieto y empezó a mecerse suavemente hacia atrás y hacia delante, soltando gemidos débiles. Sobre su cabeza, cayéndole sobre las orejas como esos pañuelos anudados de los bañistas horteras de la playa, había un pequeño rectángulo de una tela pesada.
Angua echó su silla hacia atrás y cogió el posavasos. Las figuras sombrías que había apoyadas en las paredes estaban murmurando.
—Salgamos de aquí —dijo—. Igor, danos medio minuto y luego le puedes quitar la manta de encima. Vamos.
Salieron a toda prisa. La niebla ya había convertido el sol en una simple sugerencia, pero era un día claro y luminoso comparado con la oscuridad que reinaba en El Otro Barrio.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Jovial, corriendo para seguir el ritmo de las zancadas de Angua.
—Incertidumbre existencial —dijo Angua—. No sabe si existe o no. Es cruel, lo sé, pero es lo único que hemos encontrado que funciona contra los hombres del saco. Mantas suaves y azules, preferentemente. —Reparó en la cara de incomprensión que ponía Jovial—. Mira, los hombres del saco se van si metes la cabeza debajo de las mantas. Lo sabe todo el mundo, ¿verdad? Así que si les pones la cabeza a ellos debajo de una manta…
—Ah, ya veo. Ooh, qué malvado.
—Se sentirá bien dentro de diez minutos. —Angua lanzó el posavasos rodando al otro lado del callejón.
—¿Qué estaba diciendo de un barón?
—La verdad es que no le escuchaba —dijo Angua con cautela.
Jovial tiritó en medio de la niebla, pero no solamente de frío.
—Parecía que tenía acento de Überwald, como nosotras. Había un barón que vivía cerca de nuestra casa y que odiaba que la gente se marchara del lugar.
—Sí…
—Toda su familia eran hombres lobo. Uno de ellos se comió a un primo segundo mío.
La memoria de Angua se puso a girar a toda velocidad. Las viejas comidas regresaron para atormentarla desde una época anterior al momento en que dijo: no, esta no es forma de vivir. Un enano, un enano… No, estaba bastante segura de que ella nunca… La familia siempre se había burlado de sus hábitos alimentarios…
—Es por eso que no los soporto —dijo Jovial—. Oh, la gente dice que se los puede domesticar, pero yo digo que cuando se es lobo una vez, se es lobo para siempre. No se puede confiar en ellos. Son básicamente malignos, ¿no? En cualquier momento pueden volver a su estado salvaje, creo yo.
—Sí, puede que tengas razón.
—Y lo peor de todo es que la mayor parte del tiempo van por ahí con toda la pinta de ser gente de la de verdad.
Angua parpadeó, contenta del doble camuflaje que suponían la niebla y la confianza indudable de Jovial.
—Vamos. Ya casi hemos llegado.
—¿Adonde?
—Vamos a ver a alguien que o bien es nuestro asesino o bien sabe quién es el asesino. Jovial se detuvo.
—¡Pero solamente tienes una espada y yo ni siquiera eso!
—No te preocupes, no necesitaremos armas.
—Ah, bien.
—No servirían de nada.
—Ah.
* * *
Vimes abrió la puerta para ver qué eran todos aquellos gritos en la oficina. El cabo que había detrás del escritorio —o habría que decir, detrás y debajo— era un enano que tenía problemas.
—¿Otra vez? ¿Cuántas veces lo han matado a usted esta semana?
—¡Yo estaba ocupado en mis asuntos! —exclamó el titular de la queja, invisible para Vimes.
—¿Amontonando ajo? Usted es un vampiro, ¿verdad? O sea, veamos qué tareas ha estado haciendo… Afilador de estacas para una empresa de cercas, probador de gafas de sol para la Óptica Argus… ¿Son imaginaciones mías o veo una misma tendencia subyacente en esto?
—Disculpe, comandante Vimes.
La mirada de Vimes se encontró con una cara sonriente que solamente deseaba hacer el bien en el mundo, incluso si el mundo prefería que le hicieran otras cosas.
—Ah, agente Visita, sí —dijo a toda prisa—. Me temo que ahora mismo estoy bastante ocupado, y ni siquiera estoy seguro de tener un alma inmortal, ja, ja, y tal vez pueda usted llamar otra vez cuando…
—Es por aquellas palabras que me pidió que buscara —dijo Visita en tono de reproche.
—¿Qué palabras?
—Las que el padre Tubelcek escribió con su propia sangre. Dijo usted que intentara averiguar qué significaban…
—Ah. Sí. Entre en mi despacho. —Vimes se relajó. Aquella no iba a ser otra de aquellas dolorosas conversaciones sobre el estado de su alma y la necesidad de darle un lavado y un cepillado antes de que la condenación eterna calase del todo. Aquella iba a tratar de cosas importantes.
—Es cenotino antiguo, señor. Está sacado de uno de sus libros sagrados, aunque por supuesto cuando digo «sagrados» es obvio que estaban básicamente malinterpretando una…
—Sí, sí, estoy seguro de ello —dijo Vimes, sentándose—. ¿Por casualidad no dirá: «Lo hizo el señor X, aargh, aargh, aargh»?
—No, señor. Esa frase no aparece en ninguna parte de ningún libro sagrado conocido, señor.
—Ah —dijo Vimes.
—Además, he mirado otros documentos presentes en la habitación y el papel no parece estar escrito en la caligrafía del difunto, señor.