Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—¿Cómo te has dado cuenta? —preguntó—. ¡Ni siquiera los demás enanos se dan cuenta! ¡He tenido mucho cuidado!

—Digamos simplemente… que tengo talentos especiales —dijo Angua.

Jovial se puso a limpiar un vaso de precipitados con aire distraído.

—No sé por qué te preocupas tanto —dijo Angua—. Yo creía que los enanos apenas le daban importancia a la diferencia entre varón y hembra, a fin de cuentas. La mitad de los enanos que traemos aquí por un número 23 son hembras, eso lo sé, y son las que cuestan más de reducir…

—¿Qué es un número 23?

—«Correr Gritando a la Gente en Estado de Ebriedad y Tratar de Cortarles las Rodillas» —dijo Angua—. Es más fácil ponerles números a estas cosas que escribirlo todo cada vez. Mira, hay muchas mujeres en esta ciudad a quienes les encantaría hacer las cosas a la manera de los enanos. O sea, ¿qué opciones tienen? Camarera, costurera o mujer de alguien. Mientras quepuedes hacer cualquier cosa que haga un hombre…

—Siempre que solamente hagamos lo que hacen los hombres —dijo Jovial.

Angua hizo una pausa.

—Ah —dijo—. Ya veo. Ja. Sí. Esa canción ya me la sé.

—¡No puedo sostener un hacha! —exclamó Jovial—. ¡Me da miedo luchar! ¡Las canciones sobre oro me parecen estúpidas! ¡Odio la cerveza! ¡Ni siquiera puedo beber al estilo de los enanos! ¡Cuando intento echarme una copa entre pecho y espalda ahogo al enano que tengo detrás!

—Entiendo que eso puede ser complicado —dijo Angua.

—¡Vi a una chica caminando por la calle aquí y algunos hombres silbaron al verla pasar! ¡Y pueden llevar vestidosl ¡De coloresl

—Oh, cielos. —Angua intentó no sonreír—. ¿Cuánto tiempo hace que las enanas se sienten así? Yo creía que estaban contentas tal como estaban las cosas…

—Oh, es fácil estar contenta cuando no conoces nada distinto —dijo Jovial, agriamente—. ¡Los pantalones de cota de malla están muy bien si nunca has oído hablar de la lancería!

—La lan… ah, sí —dijo Angua—. La lencería. Sí. —Intentó sentir comprensión y descubrió que podía sentirla, en efecto, pero que tenía que contenerse para no decir que por lo menos tú no tienes que buscar modelos que se puedan desabrochar fácilmente con garras.

—Pensé que podría venir aquí y conseguir un trabajo distinto —gimió Jovial—. Se me da bien coser y fui a visitar el Gremio de Costureras, y resulta que… —Se detuvo y se sonrojó por debajo de la barba.

—Sí-dijo Angua—. Mucha gente comete esa equivocación. —Se incorporó y se sacudió la ropa con la mano—. Has impresionado al comandante Vimes, en todo caso. Creo que aquí estarás bien. En la Guardia todo el mundo tiene problemas. La gente normal no se hace policía. Te adaptarás bien.

—El comandante Vimes es un poco… —empezó a decir Jovial.

—Es buen tipo cuando está de buen humor. Necesita beber pero últimamente no se atreve. Ya sabes: una copa es demasiado pero dos no es suficiente… Y eso le pone nervioso. Cuando está de mal humor te pisa el pie y luego te grita por no estar bien derecho.

—Tú eres normal —dijo Jovial, con timidez—. Tú me caes bien.

Angua le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Eso lo dices ahora —dijo—. Pero cuando lleves un tiempo por aquí descubrirás que a veces puedo ser una perra… ¿Qué es eso?

—¿El qué?

—Esa… pintura. La de los ojos…

—O los dos puntos de luz roja —dijo Jovial.

—¿Ah, sí?

—Es lo último que vio el padre Tubelcek, creo —dijo la enana.

Angua observó el rectángulo negro. Olfateó el aire.

—¡Ahí está otra vez! Jovial dio un paso atrás.

—¿Qué? ¿Qué?

—¿De dónde viene ese olor? —preguntó Angua en tono brusco.

—¡De mí no! —se apresuró a decir Jovial.

Angua cogió un platillo de la mesa de trabajo y lo olisqueó.

—¡Esto es! ¡Lo que olí en el museo! ¿Qué es?

—No es más que arcilla. Estaba en el suelo de la sala donde mataron al viejo sacerdote —dijo Jovial—. Probablemente viene de la bota de alguien.

Angua deshizo un poco de la sustancia con los dedos.

—Creo que solo es arcilla de alfarero —dijo Jovial—. En el Gremio la usábamos. Para hacer vasijas —añadió, en caso de que Angua no hubiera entendido aquello—. ¿Sabes? Crisoles y cosas. Esta da la impresión de que alguien ha intentado cocerla pero se ha equivocado con la temperatura. ¿Ves cómo se deshace?

—Alfarería —dijo Angua—. Conozco a un alfarero…

Volvió a echar un vistazo a la iconografía de la enana.

Por favor, no, pensó. Que no sea uno de ellos.

* * *

La puerta principal del Colegio de Armas —las dos puertas principales— estaban abiertas. Los dos heraldos se dedicaron a revolotear emocionados alrededor del cabo Nobbs mientras este salía dando tumbos.

—¿Su señoría tiene todo lo que necesita?

—Nfff —dijo Nobby.

—Si podemos ayudarle en lo que sea…

—Nnnf.

—En cualquier cosa… —Nnnf.

—Siento lo de las botas, milord, pero la serpiente alada ha estado enferma. Cuando se seca no cuesta nada de quitar.

Nobby se alejó dando tumbos por la calle.

—Hasta camina con nobleza, ¿no crees?

—Creo que más que nobleza, nobbleza.

—Es repugnante que un hombre de su alcurnia solamente sea cabo.

* * *

Ígneo el troll retrocedió hasta quedar con la espalda pegada a su torno de alfarero.

—Yo no lo hice —dijo.

—¿No hiciste el qué? —preguntó Angua.

Ígneo vaciló.

Ígneo era enorme y… bueno, rocoso. Se movía por las calles de Ankh-Morpork como un pequeño iceberg y, lo mismo que un iceberg, había más en él de lo que se veía a simple vista. Era conocido como suministrador de cosas. Más o menos toda clase de cosas. En lo suyo era un perito, aunque dadas sus enormes dimensiones, algunos preferían llamarle perista. Ígneo nunca hacía preguntas innecesarias, porque no se le ocurría ninguna.

—Ná —dijo por fin. Ígneo siempre había considerado que la negación general era más fiable que la refutación específica.

—Me alegro de oírlo —dijo Angua—. Ahora dime… ¿De dónde sacas la arcilla?

La cara de ígneo crujió mientras intentaba averiguar adonde podía ir encaminada aquella línea de interrogatorio.

—Tengo resibos —dijo—. Todo pagao como debe ser.

Angua asintió. Probablemente era cierto. ígneo, a pesar de tener aspecto de no ser capaz de contar más de diez sin arrancarle el brazo a alguien, y de estar profundamente involucrado en la compleja jerarquía del crimen de la ciudad, era conocido por pagar sus facturas. Si uno quería tener éxito en el mundo del crimen necesitaba tener reputación de honrado.

—¿Has visto alguna de este tipo antes? —preguntó ella, enseñándole la muestra.

—Es arcilla -dijo Ígneo, relajándose un poco—. Veo arcilla todo el tiempo. No tiene número de serie. Arcilla es arcilla. Tengo montones ahí en la trastienda. Se usa pa hacer ladrillos y vasijas y cosas. En esta ciudad hay montones de alfareros y todos tenemos lo mismo. ¿Por qué pregunta por la arcilla?

—¿No puedes decirme de dónde ha salido?

ígneo cogió el pedacito, lo olisqueó y lo frotó con los dedos.

—Esta es basuco —dijo, con un aspecto mucho más feliz ahora que la conversación empezaba a alejarse de los asuntos más personales—. Es como… arcilla cutre, vale solo para esas alfareras con colgantes en las orejas que hacen tazones para café que no se pueden levantar con las dos manos. —La volvió a frotar—. También tiene mucho grog. O sea, trocitos de vasijas viejas, machacados finos, finos. Así es más fuerte. Cualquier alfarero tiene montones de esto. —La volvió a frotar—. Esta la han calentado un poco, pero nostá bien cocida.

—¿Pero no puedes decirme de dónde viene?

—Lo más que puedo decir es que viene del suelo, señora —dijo ígneo. Estaba un poco más relajado ahora que parecía que el interrogatorio no tenía que ver con cuestiones como la de una remesa reciente de estatuas huecas ni nada parecido. Tal como a veces pasaba en aquellas circunstancias, intentó ser de utilidad—. Venga a echar un vistazo a esto.

Se alejó al trote. Las guardias lo siguieron a través del almacén, ante las miradas de una docena de trolls cautelosos. A nadie le gustaba ver policías de cerca, sobre todo si la razón para trabajar en el taller de ígneo era que se trataba de un sitio tranquilo y agradable y que preferías no llamar mucho la atención durante unas semanas. Además, aunque era cierto que mucha gente iba a Ankh-Morpork porque era una ciudad llena de oportunidades, a veces lo que buscaban era la oportunidad de no ser colgados, empalados o desmembrados por cualesquiera que fueran los delitos que dejaban atrás, en las montañas.

—No mires hacia allí —dijo Angua.

—¿Por qué? —preguntó Jovial.

—Porque estamos solas y hay por lo menos dos docenas de ellos —dijo Angua—. Y toda nuestra ropa está diseñada para gente que tiene un juego completo de brazos y piernas.

Ígneo cruzó una puerta y salió al patio de detrás de la fábrica. Había montones altos de vasijas colocados en paletas. Ladrillos curándose en largas hileras. Y bajo un tejado tosco había varios montículos grandes de arcilla.

—Miren —dijo ígneo, generoso—. Arcilla.

—¿Tiene un nombre especial cuando está apilada así? —preguntó Jovial medrosamente. Tocó la sustancia.

—Sí —dijo ígneo—. Esto es lo que llamamos técnicamente un montón.

Angua negó con la cabeza tristemente. Menudas pruebas. La arcilla era arcilla. Ella había confiado en que hubiera de distintas clases y resultaba que era tan común como el polvo.

Y entonces ígneo «ayudó a la investigación policial».

—¿Les importa salir por la puerta datrás? —murmuró—. Están poniendo nerviosos a mis chicos y saldrán vasijas que no podré vender.

Señaló un par de portones que había en la tapia trasera, lo bastante grandes como para que pasara por ellos un carro. Luego hurgó en su delantal y sacó un llavero de gran tamaño.

La salida tenía un candado grande y reluciente y nuevo.

—¿Tú tienes miedo de que te roben? -preguntó Angua.

—Señora, eso es injusto —dijo ígneo—. Alguien rompió la cerradura vieja cuando entraron a robar hace tres, cuatro meses.

—Repugnante, ¿no? —dijo Angua—. Le hace preguntarse a uno por qué paga sus impuestos, supongo.

En cierta forma, ígneo era mucho más inteligente que, por ejemplo, el señor Cortezadehierro. No hizo caso alguno del comentario

—No fue nada importante —dijo, acompañándolas a la cancela abierta tan deprisa como se atrevió.

—¿Fue arcilla lo que robaron? —preguntó Jovial.

—No vale mucho pero es el principio del tema —dijo—. No entiendo para qué lo hicieron. No es muy normal que media tonelada de arcilla salga por la puerta asín sin más.

Angua volvió a mirar el candado.

—Pues sí —dijo en tono distante.

La puerta se cerró tras ellas con un chirrido. Ahora estaban fuera, en un callejón.

—Qué raro que alguien robe un montón de arcilla —dijo Jovial—. ¿Informó a la Guardia?

—Creo que no —dijo Angua—. Las avispas no se quejan demasiado de los picotazos. Además, Detritus cree que Ígneo está metido en el contrabando de tocho a las montañas, así que se muere por una excusa para echar un vistazo ahí dentro… Mira, técnicamente hoy sigue siendo mi día libre. —Dio un paso atrás y levantó la vista hacia el muro alto y lleno de pinchos que rodeaba el patio—. ¿Se puede cocer arcilla en un horno de panadero? —preguntó.

—Oh, no.

—¿Porque no calienta bastante?

—No, porque la forma no es la adecuada. Algunas vasijas se cocerían del todo y otras se quedarían poco hechas. ¿Por qué lo preguntas?

«¿Por qué lo he preguntado? —pensó Angua—. Oh, qué demonios…»

—¿Te apetece una copa?

—Que no sea cerveza —se apresuró a decir Jovial—. Ni en ninguna parte donde haya que cantar cuando bebes. Ni palmearse las rodillas.

Angua asintió, comprensiva.

—¿En algún sitio, de hecho, donde no haya enanos?

—Esto… sí…

—Allí donde vamos —dijo Angua— eso no será un problema.

La niebla se estaba levantando deprisa. Se había pasado toda la mañana dando vueltas por callejones y sótanos. Y ahora regresaba para pasar la noche. Emanaba del suelo y se alzaba desde el río y descendía del cielo, como una manta pegajosa, amarilla y rasposa, como el río Ankh en forma de gotitas. Conseguía filtrarse por las grietas y, en contra de todo sentido común, lograba sobrevivir en salas iluminadas, llenando el aire de una neblina que hacía que lloraran los ojos y chisporrotearan las velas. Afuera, todas las figuras acechaban, todas las siluetas eran una amenaza…

En un callejón gris que salía de una calle gris Angua se detuvo, cuadró los hombros y empujó una puerta.

La atmósfera de aquella sala larga, de techo bajo y oscura se alteró al entrar ella. El instante resonó como un cuenco de cristal y luego se produjo una sensación de relajación. La gente volvió a la posición inicial en sus asientos.

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