Era bastante fácil imaginarse a un Nobbs ennoblecido. Porque en lo que Nobby andaba errado era en su falta de ambición. Se colaba en los sitios y afanaba cosas que no tenían mucho valor. Si se hubiera colado en continentes con sigilo y hubiera robado ciudades enteras, degollando a muchos de sus habitantes en el proceso, habría sido un pilar de la comunidad.
En el libro no aparecía el nombre «Vimes».
«No-Sufráis-Injusticia Vimes no era un pilar de la comunidad. Mató a un rey con sus propias manos. Era algo que se tenía que hacer, pero a la comunidad, fuera esta lo que fuese, no siempre le gustaba la gente que hacía las cosas que se tenían que hacer o decía las cosas que se tenían que decir. También mandó a otra gente a la muerte, era cierto, pero la ciudad andaba hecha un desastre, había un montón de guerras estúpidas y prácticamente nos habíamos convertido en parte del imperio klatchiano. A veces hacía falta un hijo de puta. La historia necesitaba cirugía. Y a veces el único cirujano que había a mano era el doctor Hacha. Las hachas tienen algo incontestable. Pero matas a un solo rey de las narices y todo el mundo te llama regicida. Tampoco es que lo tuviera por costumbre ni nada parecido…»
Vimes había encontrado el diario del Viejo Carapiedra en la biblioteca de la Universidad Invisible. Había sido un tipo duro, de aquello no había duda. Pero eran tiempos duros. Había escrito: «En los Fornos de la Lucha cocinemos Hombres Nuevos, que no den atención a las Viexas Mentiras». Pero al final habían ganado las viejas mentiras.
«Él le dijo a la gente: sois libres, y ellos dijeron: ¡hurra! Luego les mostró el precio de la libertad y ellos le llamaron tirano, y tan pronto como lo traicionaron, se dieron un paseíto como pollos de granja que acababan de ver el enorme mundo exterior por primera vez y después regresaron al corral y cerraron la puerta…»
—Bing bong bíngueli biip.
Vimes suspiró y se sacó el organizador del bolsillo.
—¿Sí?
—Memorando: cita con el botero, dos de la tarde —dijo el diablillo.
—Todavía no son las dos, y además eso era el martes —dijo Vimes.
—¿Entonces lo tacho de la lista de Cosas Por Hacer?
Vimes volvió a guardarse el organizador desorganizado en el bolsillo y volvió a mirar por la ventana.
¿Quién tenía motivos para envenenar a lord Vetinari?
No, aquella no era la pregunta correcta. Lo más probable era que si te ibas a alguna zona remota de las afueras de la ciudad y limitabas la investigación a las ancianitas que no salían mucho de casa por culpa de todo ese papel de pared sobre la puerta, pudieras encontrar a alguien que no tuviera un motivo. Pero, para seguir vivo, el patricio siempre había organizado las cosas de tal manera que un futuro sin él representara un riesgo mayor que un futuro con él todavía de pie.
Por tanto, la única gente que se arriesgaría a matarlo eran los locos —y los dioses sabían que Ankh-Morpork tenía locos de sobra— o bien alguien con una confianza absoluta en que si la ciudad se desplomaba él acabaría en lo alto del montón de escombros.
Si Fred tenía razón —y por lo general el sargento era un buen indicador de cómo pensaba el hombre de la calle porque él era el hombre de la calle—, entonces aquella persona era el capitán Zanahoria. Pero Zanahoria era una de las pocas personas en la ciudad a quienes parecía caerles bien Vetinari.
Por supuesto, había otra persona que podía salir ganando.
«Mierda —pensó Vimes—. Soy yo, ¿verdad?»
Alguien más llamó a la puerta. A este no lo reconoció.
Abrió la puerta con cautela.
—Soy yo, señor. Culopequeño.
—Ah, entre. —Era agradable saber que había por lo menos una persona en el mundo con más problemas que él—. ¿Cómo está su señoría?
—Estable —respondió Culopequeño.
—La muerte es estable —dijo Vimes.
—Quiero decir que está vivo, señor, sentado y leyendo. El señor Dónut le preparó un mejunje pegajoso que sabía a algas, y yo le he añadido unas sales de glubulo. Señor, ¿se acuerda del anciano de la casa en el puente?
—¿Qué anci…? Ah, sí. —Le parecía que había pasado mucho tiempo—. ¿Qué pasa con él?
—Bueno… me pidió usted que echara un vistazo y… saqué unas cuantas pinturas. Esta es una de ellas, señor. —Y le dio un rectángulo que era casi todo negro.
—Qué raro. ¿De dónde la ha sacado?
—Esto… ¿ha oído usted alguna vez la historia de los ojos de los muertos, señor?
—Asuma que no he tenido ninguna educación literaria, Culopequeño.
—Bueno… pues dicen…
—¿Quién lo dice?
– Ellos, señor. Ya sabe, ellos.
—¿La misma gente que son «todo el mundo» en la frase «lo sabe todo el mundo»? ¿La gente que vive en «la comunidad»?
—Sí, señor. Supongo que sí, señor.
Vimes hizo un gesto con una mano.
—Ah, ellos. Bueno, siga.
—Dicen que lo último que ve un moribundo se le queda grabado en los ojos, señor.
—Ah, eso. No es más que una vieja historia.
—Sí, es asombroso, la verdad. O sea, si no fuera cierta no se entendería que hubiera sobrevivido, ¿no? Pues me pareció ver esta chispita roja, así que hice que el diablillo pintara un cuadro realmente grande antes de que se desvaneciera por completo. Y justo en el centro…
—¿No es posible que el diablillo se lo inventara? —preguntó Vimes, mirando otra vez la pintura.
—No tienen imaginación para mentir, señor. Lo que ven es lo que hay.
—Ojos resplandecientes.
—Dos puntos rojos —dijo Culopequeño escrupulosamente—. Que muy bien podrían ser un par de ojos resplandecientes, señor.
—Bien dicho, Culopequeño. —Vimes se frotó la barbilla—. ¡Maldición! Espero que no sea alguna clase de dios. Es lo único que me falta en un momento así. ¿Puede hacer copias para enviarlas a todas las Casas de la Guardia?
—Sí, señor. El diablillo tiene buena memoria.
—A ello, pues.
Pero antes de que Culopequeño pudiera salir, se volvió a abrir la puerta. Vimes levantó la vista. Eran Zanahoria y Angua.
—¿Zanahoria? Creía que hoy era tu día libre.
—¡Hemos descubierto un asesinato, señor! En el Museo del Pan de los Enanos. ¡Pero cuando hemos vuelto a la Casa de la Guardia nos han dicho que lord Vetinari había muerto!
«;Ah, sí? —pensó Vimes—. Así son los rumores. Si pudiéramos modularlos con la verdad, anda que no serían útiles…»
—No respira mal para ser un cadáver —dijo—. Creo que se pondrá bien. Alguien lo ha cogido con la guardia baja, eso es todo. Tengo un médico que lo está tratando. No os preocupéis.
«Alguien lo ha cogido con la guardia baja —pensó—. Sí. Y su guardia soy yo.»
—Espero que el hombre sea un líder en su campo, es todo lo que puedo decir —dijo Zanahoria en tono severo.
—Es mejor que eso: es el médico de los líderes del campo —aseguró Vimes. «Su guardia soy yo y no lo vi venir.»
—¡Si le pasara algo sería terrible para la ciudad! —exclamó Zanahoria.
Vimes no vio nada más que preocupación inocente tras la mirada franca de Zanahoria.
—Lo sería, ¿verdad? —dijo—. En todo caso, está bajo control. ¿Decís que ha habido otro asesinato más?
—En el Museo del Pan de los Enanos. ¡Alguien ha matado al señor Hopkinson con su propio pan!
—¿Le han obligado a comérselo?
—Le han golpeado con él, señor —dijo Zanahoria en tono de reproche—. Pan de batalla, señor.
—¿Es el anciano de la barba blanca?
—Sí, señor. Seguro que se acuerda, se lo presenté cuando lo llevé a ver la exposición de las Galletas Boomerang.
A Angua le pareció entrever que una mueca de remembranza se apresuraba a cruzar culpable la cara de Vimes.
—¿Quién se está dedicando a matar ancianos? —preguntó Vimes al mundo en general.
—No lo sé, señor. La agente Angua se ha puesto de paisano —Zanahoria movió las cejas con aire conspiratorio— y no ha encontrado el olor de nadie. Y tampoco han robado nada. Esto es lo que han usado para matarlo.
El Pan de Combate era mucho más grande que una hogaza ordinaria. Vimes le dio la vuelta con cautela.
—Los enanos lo lanzan como si fuera un disco, ¿verdad?
—Sí, señor. En los juegos de las Siete Montañas del año pasado Roncador Muerdeescudos cortó la parte superior de una hilera de seis huevos duros a cincuenta metros de distancia, señor. Y lo hizo con una hogaza de caza estándar. Pero esto de aquí, bueno, es un artefacto cultural. Ya no tenemos la tecnología para cocer un pan como este. Es único.
—¿Valioso?
—Mucho, señor.
—¿Lo bastante como para robarlo?
—¡No se lo podrían sacar de encima! ¡Cualquier enano honrado lo reconocería!
—Hum. ¿Te has enterado de lo de ese sacerdote que han asesinado en el Puente Ilegítimo?
Zanahoria pareció horrorizado.
—¿No será el viejo padre Tubelcek? ¿De veras?
Vimes se contuvo de decir «Ah, ¿lo conoces?». Porque Zanahoria conocía a todo el mundo. Si a Zanahoria lo dejaran caer en medio de una espesa selva tropical, empezaría: «¡Hola, señor Corre Rápido Entre Los Árboles! ¡Hola, señor Habla Con El Bosque, qué espléndida cerbatana! ¡Y qué sitio tan original para ponerse una pluma!».
—¿Tenía más de un enemigo? —preguntó Vimes.
—¿Perdón, señor? ¿Por qué más de uno?
—Yo diría que el hecho de que tenía uno es obvio, ¿no crees?
—Es… era un anciano muy agradable —dijo Zanahoria—. Apenas salía de casa. Se pasa… se pasaba todo el tiempo con sus libros. Muy religioso. Me refiero a toda clase de religiones. Las estudiaba. Un poco raro, pero inofensivo. ¿Por qué querría alguien matarlo? ¿O al señor Hopkinson? ¿A dos ancianos inofensivos?
Vimes le dio el Pan de Batalla.
—Lo descubriremos. Agente Angua, quiero que eche un vistazo a esto. Llévese… sí, llévese al cabo Culopequeño —dijo—.
Ha estado trabajando en el caso. Angua también es de Überwald, Culopequeño. Tal vez tengan amigos en común. Esas cosas.
Zanahoria asintió jovialmente. La expresión de Angua se volvió rígida.
—¡Ah, h’druk g’har dGuardia, p’mpisc’nijo! —dijo Zanahoria—. H’h Angua tAgente… Angua g’har barg’a p’mpisc’nijo Kad’k…[10]
Angua pareció concentrarse.
—Grr’dukk d’buz-h’drak… —consiguió decir.
Zanahoria se rió.
—¡Acabas de decir «pequeña y deliciosa herramienta minera de naturaleza femenina»!
Jovial se quedó mirando a Angua, que le devolvió la mirada con cara inexpresiva mientras murmuraba:
—Bueno, el enano es un idioma difícil si no llevas toda la vida comiendo grava…
Jovial seguía mirándola.
—Esto… gracias —consiguió decir—. Esto… será mejor que vaya a ordenar mis cosas.
—¿Qué pasa con lord Vetinari? —preguntó Zanahoria.
—Tengo a mi mejor hombre en el caso —dijo Vimes—. Fiable, de confianza, que conoce los entresijos de este lugar como la palma de su mano. En otras palabras, yo me encargo.
La expresión esperanzada de Zanahoria se transformó en perplejidad dolida.
—¿No me quiere a mí? —preguntó—. Yo podría…
—No. Consiéntele un capricho a un viejo. Quiero que vuelvas a la Casa de la Guardia y te pongas a cargo.
—¿A cargo de qué?
—¡De todo! Ponte a la altura de la situación. Trasiega papeles. Hay que diseñar la nueva lista de turnos. ¡Grita a la gente! ¡Lee informes!
Zanahoria hizo el saludo marcial.
—Sí, comandante Vimes.
—Bien. Ya puedes irte.
«Y si algo le pasa a Vetinari —añadió Vimes para sí mismo mientras el desalentado Zanahoria salía—, nadie podrá decir que estabas cerca de él.»
* * *
La rejilla de la puerta del Real Colegio de Armas se abrió de golpe, con un acompañamiento lejano de cacareos y rugidos.
—¿Sí? —dijo una voz—. ¿Qué queréis vos?
—Soy el cabo Nobbs —dijo Nobby.
Un ojo se asomó a la rejilla. Y contempló en su completa y espantosa amplitud el trabajo de artesanía divina que era el cabo Nobbs.
—¿Es usted el babuino? Tenemos un encargo de…
—No. Vengo por no sé qué escudo con armas —dijo Nobby.
—¿Usted? —dijo la voz. El dueño de la voz estaba dejando muy claro que era consciente de que había muchos grados de nobleza, desde algo situado por encima de la realeza hasta el vulgo que estaba abajo del todo, pero que en lo tocante al cabo Nobbs había que acuñar toda una nueva categoría: tal vez el vulguísimo.
—Me han dicho que venga —dijo Nobby con abatimiento—. Es por este anillo que tengo.
—Entre por la puerta de atrás —dijo la voz.
* * *
Jovial estaba ordenando el equipo improvisado que había instalado en el baño cuando un ruido le hizo levantar la vista. Angua estaba apoyada en la puerta.
—¿Qué quieres? —preguntó Jovial con brusquedad.
—Nada. Simplemente se me ha ocurrido decir: no te preocupes. No se lo diré a nadie si tú no quieres.
—¡No sé de qué estás hablando!
—Creo que mientes.
A Jovial se le cayó un tubo de ensayo y luego se desplomó en una silla.