Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—¿Cómo lo voy a saber? Podría ser…

El vacío se abrió delante de él y notó cómo le absorbía los pensamientos.

—Estás hablando del capitán Zanahoria, ¿verdad, Fred?

—Es posible, señor. O sea, ninguno de los gremios dejaría que un tío de otro gremio fuera gobernante ahora, y a todo el mundo le cae bien el capitán Zanahoria, y bueno… se rumorea que es el heredero del trono, señor.

—De eso no hay pruebas, sargento.

—No soy quién para decirlo, señor. De eso no entiendo. No sé qué sería una prueba -dijo Colon, con solamente un pequeño asomo de desafío—. Pero tiene esa espada suya, y la marca de nacimiento en forma de corona, y… bueno, todo el mundo sabe que es rey. Por su krisma.

«Carisma —pensó Vimes—. Oh, sí. Zanahoria tiene carisma. Hace que pase algo en la cabeza de la gente. Puede convencer a un leopardo en plena carga para que se rinda y entregue sus dientes y se dedique a hacer trabajo benéfico para la comunidad, y eso sí que molestaría muchísimo a las ancianitas.»

Vimes no se fiaba del carisma.

—No más reyes, Fred.

—Como usted diga, señor. Por cierto, Nobby ha aparecido.

—El día no para de complicarse, Fred.

—Dijo que tenía que hablar con él sobre todos esos funerales, señor…

—Supongo que el trabajo no se detiene. Muy bien, vete y dile que venga para aquí. Vimes se quedó solo.

No más reyes. Vimes tenía dificultades para poner en claro por qué tenía que ser así, por qué el concepto le revolvía las mismas entrañas. Al fin y al cabo, muchos de los patricios habían sido tan malos como cualquier rey. Y sin embargo… venían a ser… malos pero en términos igualitarios. Lo que hacía rechinar los dientes de Vimes era la idea de que los reyes eran una clase distinta de seres humanos. Una forma superior de vida.

Mágicos de algún modo. Pero, eh, parecía que algo de magia sí había de por medio. Ankh-Morpork todavía parecía estar infestada de Real Esto y Real Aquello, y de ancianos diminutos que cobraban unos cuantos peniques semanales por hacer tareas sin sentido, como el Maestro de las Llaves del Rey o el Guardián de las Joyas de la Corona, por mucho que no hubiera llaves ni por supuesto joyas.

La realeza era como los dientes de león. No importaba cuántas cabezas cortaras, las raíces seguían enterradas, esperando para brotar de nuevo.

Parecía ser una enfermedad crónica. Era como si hasta la persona más inteligente tuviera un pequeño punto ciego en la mente donde alguien había escrito: «Reyes. Qué buena idea». A quien fuera que había creado a la humanidad se le había escapado un fallo fundamental de diseño. Que era su tendencia a doblarse por las rodillas.

Se oyeron unos golpes en la puerta. No debería ser posible que unos golpes sonaran furtivos, y sin embargo aquellos lo conseguían. Tenían ecos armónicos. Y los ecos le decían al cerebelo: la persona que llama, si nadie responde, va a acabar abriendo la puerta de todos modos y colándose, después de lo cual sin duda robará todos los cigarrillos que haya por ahí, leerá cualquier correspondencia sobre la que pose la vista, abrirá unos cuantos cajones y echará un trago de tantas botellas de alcohol como encuentre, pero no va a llegar a cometer ningún crimen importante porque no es un criminal en el sentido de tomar decisiones morales, sino en el mismo en que una comadreja es malvada: le viene dado por su misma forma. Eran unos golpes que decían mucho por sí solos.

—Entra, Nobby —dijo Vimes en tono fatigado.

El cabo Nobbs se coló en la habitación. Otro de sus rasgos distintivos era que podía doblarse para avanzar con la misma eficacia que para andar de lado.

Hizo un saludo marcial incómodo.

En el cabo Nobbs había algo absolutamente inmutable, se dijo Vimes. Hasta Fred Colon se había adaptado a los cambios en la naturaleza de la Guardia de la Ciudad, pero nada podía alterar de ninguna forma al cabo Nobbs. No importaba qué le hicieras, en el cabo Nobbs siempre había algo fundamentalmente nóbbico.

—Nobby…

—¿Síseñor?

—Esto… siéntate, Nobby.

El cabo Nobbs puso cara de recelo. No era así como solían empezar los rapapolvos.

—Esto, Fred dijo que quería usted verme, señor Vimes, por el tema de los horarios…

—¿Cómo? ¿Yo? Ah, sí. Nobby, ¿a cuántos funerales de abuelas tuyas has ido de verdad?

—Esto… a tres… —dijo Nobby, incómodo.

—¿A tres?

—Resultó que Tata Nobbs no estaba muerta del todo la primera vez.

—¿Y entonces por qué te has tomado tanto tiempo libre?

—Prefiero no decirlo, señor…

—¿Por qué no?

—Porque se va a cabrear, señor.

—¿Cabrear?

—Ya sabe, señor… echar pestes.

—Puede que sí, Nobby. —Vimes suspiró—. Pero eso no será nada comparado con lo que volará por los aires si no me lo dices…

—Lo que pasa es que es el tricentri… el tricera… que el año que viene se celebran los trescientos años de la cosa esta, señor Vimes…

—¿Sí?

Nobby se humedeció los labios.

—No quería pedir días libres para el asunto. Fred dijo que usted era un poco sensible con el tema. Pero… sabe que soy miembro de los Huevos Pelados, señor…

Vimes asintió.

—Esos payasos que se disfrazan y fingen que luchan batallas antiguas con espadas sin afilar —dijo.

—La Sociedad de Recreación Histórica de Ankh-Morpork, señor —dijo Nobby, con un matiz de reproche en la voz.

—Eso he dicho.

—Bueno… Vamos a recrear la Batalla de Ankh-Morpork para las celebraciones, ¿sabe? Y eso quiere decir ensayos extra.

—Todo empieza a tener sentido —dijo Vimes, asintiendo con expresión fatigada—. O sea que has estado desfilando de arriba para abajo con tu pica de hojalata, ¿eh? ¿En horas de trabajo?

—Esto… no exactamente, señor Vimes… esto… He estado montando de arriba para abajo en mi caballo blanco, para ser sinceros…

—¡Ah! Jugando a ser general, ¿eh?

—Esto… un poco más que general, señor.

—Continúa.

La nuez de Nobby subió y bajó nerviosamente.

—Esto… voy a ser el rey Lorenzo, señor. Esto… ya sabe… el último rey, el rey al que su… esto…

El aire se congeló.

– Tú…vas a ser… —empezó a decir Vimes, desgranando cada palabra como si fuera una sombría uva de la ira.

—Ya dije yo que se cabrearía —dijo Nobby—. Fred Colon también dijo que se cabrearía.

—¿Por qué vas a ser tú…?

—Lo echamos a suertes, señor.

—¿Y perdiste?

Nobby se encogió.

—Esto… no perdí exactamente, señor. No precisamente. Más bien es como que gané, señor. Todo el mundo quería ese papel. O sea, te dan un caballo y un buen disfraz y todo, señor. Y de verdad era un rey, a fin de cuentas, señor.

—¡Era un monstruo salvaje!

—Bueno, de eso hace mucho tiempo, señor —dijo Nobby, nervioso.

Vimes se tranquilizó un poco.

—¿Y quién sacó la bolita de interpretar a Carapiedra Vimes?

—Esto… esto…

¡Nobby!

Nobby bajó la cabeza.

—Nadie, señor. Nadie quería interpretarlo, señor. —El pequeño cabo tragó saliva, y luego se lanzó de cabeza con el aire de un hombre decidido a acabar con todo de una vez—. Así que estamos haciendo un muñeco de paja, señor, para que arda bien cuando lo arrojemos a la hoguera por la noche. Va a haber fuegos artificiales, señor —añadió, con una terrible certeza.

La cara de Vimes perdió toda expresión. Nobby prefería que la gente gritara. Le habían estado gritando durante la mayor parte de su vida. Aguantaba bien los gritos.

—Nadie quería ser Carapiedra Vimes —dijo Vimes con frialdad.

—Porque estaba en el bando que perdió y todo eso, señor.

—¿Que perdió? Los Cabezas de Hierro de Vimes ganaron. Gobernó la ciudad durante seis meses. Nobby se volvió a encoger.

—Sí, pero… en la Sociedad todo el mundo dice que no tendría que haberlo hecho, señor. Dicen que fue de pura chiripa, señor. Después de todo, lo superaban diez a uno, y tenía verrugas, señor. Y era un poco cabrón, señor, si lo pensamos bien. Le cortó la cabeza a un rey, señor. Hay que ser un tipo sin escrúpulos para hacer eso, señor. Sin ánimo de ofender, señor Vimes.

Vimes negó con la cabeza. ¿Qué importaba, al fin y al cabo? (Pero de alguna formaque importaba.) De todo aquello hacía mucho tiempo. No importaba lo que creyeran un puñado de románticos degenerados. Los hechos eran los hechos.

—Muy bien, lo entiendo —dijo—. En realidad es casi gracioso. Porque hay algo más que tengo que decirte, Nobby.

—¿Síseñor? —dijo Nobby, con aspecto aliviado.

—¿Te acuerdas de tu padre?

Nobby pareció nuevamente al borde del pánico.

—¿Qué clase de pregunta es esa para hacerle a alguien de repente, señor?

—Una mera pregunta social.

—¿Del viejo Pelusilla? No mucho, señor. No solía verlo mucho, excepto cuando venía la policía militar para sacarlo a rastras del desván.

—¿Sabes mucho de tus, ejem, antecesores?

—Eso es mentira, señor. Estoy limpio de antecesores, señor, no importa lo que le hayan podido decir.

—Ah. Bien. Esto… No sabes realmente lo que quiere decir «antecesores», ¿verdad, Nobby?

Nobby cambió de postura, incómodo. No le gustaba que lo interrogara la policía, sobre todo porque él era uno de ellos.

—No con todas las palabras, señor.

—¿Nunca te han contado nada sobre tus ancestros? —Otra expresión preocupada cruzó la cara de Nobby, así que Vimes se apresuró a añadir— ¿Tus antepasados?

—Solamente del viejo Pelusilla, señor. Señor… si al final de todo esto va a preguntarme por los tres sacos de verduras que desaparecieron de la tienda de la calle de la Mina de Melaza, yo ni siquiera estaba cerca de…

Vimes hizo un gesto vago con la mano.

—¿No te… dejó nada? ¿Nada?

—Un par de cicatrices, señor. Y ese truco que hago con el codo. A veces duele cuando cambia el tiempo. Siempre me acuerdo del viejo Pelusilla cuando el viento sopla desde el Eje.

—Ah, ya…

—Y esto, claro. —Nobby hurgó debajo de su coraza oxidada. Era un verdadero prodigio. Hasta la armadura del sargento Colon podía lucir, o incluso brillar. Pero cualquier metal que estuviera cerca de la piel de Nobby se corroía enseguida. El cabo se sacó una correa de cuero que le colgaba alrededor del cuello. En la que había un anillo de oro. A pesar del hecho de que el oro no se puede corroer, este había desarrollado cierta pátina de todos modos.

—Me lo dejó cuando estaba en su lecho de muerte —dijo Nobby—. Bueno, cuando digo «dejó»…

—¿Te dijo algo?

—Bueno, sí, dijo: «¡Devuélveme eso, pequeño cabrón!», señor. Verá, lo llevaba sujeto con una correa alrededor del cuello, señor, igual que yo. Pero no es como un anillo de verdad, señor. Yo lo habría vendido, pero es el único recuerdo que tengo de él. Menos cuando el viento sopla desde el Eje.

Vimes cogió el anillo y lo frotó con el dedo. Era un anillo con sello, y en el sello había un escudo de armas. El paso del tiempo y el desgaste y la presencia inmediata del cuerpo del cabo Nobbs lo habían dejado casi ilegible.

—Eres armígero, Nobby.

Nobby asintió.

—Pero tengo un champú especial para ello, señor.

Vimes suspiró. Era un hombre sincero. Siempre le había parecido que era uno de los mayores defectos de su personalidad.

—Cuando tengas un momento, pásate por el Colegio de Heraldos en la calle Mollymog, ¿quieres? Lleva este anillo y diles que te he enviado yo…

—Esto…

—Tranquilo, Nobby —dijo Vimes—. No te meterás en problemas. Propiamente dichos.

—Si usted lo dice, señor.

—Y no hace falta que tú me llames «señor», Nobby.

—Noseñor.

Después de que Nobby se marchara, Vimes metió la mano por detrás de la mesa y cogió un ejemplar descolorido de La nobleza de Twurp, o bien, tal como lo veía él personalmente, la guía de la clase criminal. En aquellas páginas no aparecían los moradores de los arrabales, sino sus caseros. Y aunque vivir en un arrabal se consideraba una prueba bastante definitiva de criminalidad, por alguna razón ser el propietario de una calle entera allí simplemente hacía que te invitaran a los mejores eventos sociales.

Últimamente parecía que sacaban una edición nueva cada semana. Por lo menos en una cosa sí estaba en lo cierto Dragón. En Ankh-Morpork todo el mundo parecía suspirar por un estandarte encima de la chimenea.

Buscó «de Nobbes».

Hasta había un maldito escudo de armas. Una de las figuras que sostenían el escudo era un hipopótamo, presumiblemente uno de los hipopótamos reales de Ankh-Morpork y por tanto el antepasado de Roderick y Keith. El otro era alguna clase de toro, con una expresión muy parecida a la de Nobby. Sostenía un ankh dorado, que, teniendo en cuenta que era el escudo de armas de los de Nobbes, lo más probable es que fuera robado. El escudo era rojo y verde, y sobre el mismo había un galón blanco con cinco manzanas. No estaba muy claro qué tenían que ver con el arte de la guerra. Tal vez fueran alguna clase de retruécano o juego de palabras que hacía que los del Real Colegio de Armas se palmearan los muslos de la risa, aunque lo más probable era que si Dragón se palmeaba el muslo demasiado fuerte se le cayera la pierna.

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