Pies de barro (Mundodisco, #19) – Terry Pratchett

—Tú tráelo, Fred.

—¿Y si no quiere venir?

—Entonces dile que el comandante Vimes sabe por qué Risitas no ganó los Cien Dólares de Quirm la semana pasada, y dile que sé que Chrysoprase el troll perdió diez mil en esa carrera.

Colon estaba impresionado.

—Tiene una mente retorcida, señor.

—Dentro de nada esto va a empezar a llenarse de gente. Quiero un par de guardias frente a la puerta de esta habitación, preferentemente trolls o enanos, y nadie puede entrar sin mi permiso, ¿de acuerdo?

A Colon se le retorció la cara mientras varias emociones luchaban para abrirse paso en ella. Por fin consiguió decir:

—Pero… ¿envenenado? ¡Si tiene gente que le prueba la comida y todo!

—Entonces tal vez haya sido uno de ellos, Fred.

—¡Por los dioses, señor! No confía usted en nadie, ¿verdad?

—No, Fred. Por cierto, ¿has sido tú? Es broma —añadió Vimes rápidamente, ya que la cara de Colon amenazó con estallar en lágrimas—. Anda, ve. No tenemos mucho tiempo.

Vimes cerró la puerta y se apoyó en ella. Luego giró la llave en la cerradura y colocó una silla debajo de la manecilla.

Por fin recogió al patricio del suelo y lo volvió a colocar en la cama. El hombre soltó un gruñido y los párpados le temblaron.

«Veneno —pensó Vimes—. Lo peor que hay. No hace ruido, el envenenador puede estar a kilómetros de distancia, no se puede ver, muchas veces no huele ni tiene sabor, puede estar en cualquier parte… y ahí está, haciendo su trabajo…»

El patricio abrió los ojos.

—Querría un vaso de agua —pidió.

Junto a la cama había una jarra y un vaso. Vimes cogió la jarra y vaciló.

—Mandaré a alguien a traerlo —dijo.

Lord Vetinari parpadeó, muy despacio.

—Ah, sir Samuel —dijo—, ¿pero en quién se puede confiar?

* * *

Para cuando Vimes bajó la escalera ya se había congregado una multitud en la gran cámara de audiencias. Se dedicaban a pulular, preocupados e inseguros, y como todos los hombres importantes de todas partes, cuando estaban preocupados e inseguros se ponían furiosos.

El primero en abordar a Vimes fue el señor Boggis del Gremio de Ladrones.

—¿Qué está pasando, Vimes? —exigió saber.

Su mirada se encontró con la de Vimes.

—Quiero decir sir Samuel —dijo, perdiendo cierta cantidad de aplomo.

—Creo que lord Vetinari ha sido envenenado —dijo Vimes.

Los murmullos de fondo se detuvieron. Boggis se dio cuenta de que, como la pregunta la había hecho él, ahora todos lo estaban mirando.

—Esto… ¿de forma fatal? —preguntó.

En el silencio que siguió, un alfiler habría provocado un estruendo.

—Todavía no —dijo Vimes.

Por todo el salón la gente giró la cabeza. El centro de la atención universal era el doctor Downey, jefe del Gremio de Asesinos. Downey asintió.

—No estoy al corriente de ningún acuerdo en relación a lord Vetinari —dijo—. Además, tal como estoy seguro de que sabe todo el mundo, hemos establecido el precio para el patricio en un millón de dólares.

—¿Y quién tiene una cantidad así de dinero? —dijo Vimes.

—Bueno… usted, por ejemplo, sir Samuel —dijo Downey. Hubo algunas risas nerviosas.

—En cualquier caso, queremos ver a lord Vetinari —dijo Boggis.

—No.

—¿No? ¿Y por qué no, si puede saberse?

—Órdenes del médico.

—¿En serio? ¿De qué médico?

Detrás de Vimes, el sargento Colon cerró los ojos.

—El doctor James Folsom —dijo Vimes. Pasaron unos segundos antes de que alguien cayera en la cuenta.

—¿Cómo? No puede referirse a… ¿Jimmy Dónut? ¡Pero si es un veterinario de caballos!

—Eso tengo entendido —dijo Vimes.

—¿Pero por qué?

—Porque muchos de sus pacientes sobreviven —dijo Vimes. Levantó las manos mientras las protestas arreciaban—. Y ahora, caballeros, tengo que dejarles. En alguna parte hay un envenenador. Me gustaría encontrarlo antes de que se convierta en asesino.

Y volvió a subir la escalera, intentando no hacer caso de los gritos tras su espalda.

—¿Está seguro de lo del viejo Dónut, señor? —preguntó Colon, alcanzándolo.

—Bueno, ¿tú confías en él? —dijo Vimes.

—¿En Dónut? ¡Por supuesto que no!

—Exacto. No es de fiar, así que no confiamos en él. Hasta ahí todo bien. Pero yo lo he visto revivir a un caballo cuando todo el mundo decía que estaba para ir al matadero. Los médicos de caballos tienen que conseguir resultados, Fred.

Y aquello era bastante cierto. Cuando un médico, después de muchas sangrías y auscultaciones, se encontraba con que el paciente se había muerto de pura desesperación, siempre podía decir: «Ay, cielos, es la voluntad de los dioses, son treinta dólares, por favor», y salir de allí con toda libertad. Esto se debía a que los seres humanos, técnicamente, no valen nada. Un buen caballo de carreras, por otro lado, podía valer veinte mil dólares. Un veterinario que lo dejara marcharse demasiado pronto a ese enorme prado cercado que hay en el cielo podía esperar oír un día una voz, procedente de un callejón oscuro, diciéndole algo como: «El señor Chrysoprase está muy molesto», y descubrir que lo poco que le quedaba de vida estaba lleno de incidentes.

—Parece que nadie sabe dónde están el capitán Zanahoria y Angua —dijo Colon—. Es su día libre. Y Nobby está desaparecido.

—Bueno, eso es algo que agradecer…

—Bíngueli, bíngueli, bong bip —dijo una voz desde el bolsillo de Vimes.

Vimes sacó el pequeño organizador y levantó la tapa.

—¿Sí?

—Esto… Doce del mediodía —dijo el diablillo—. Comida con lady Sybil.

Se quedó mirando sus caras.

—Esto… es correcto, ¿no? —dijo.

* * *

Jovial Culopequeño se limpió la frente.

—El comandante Vimes tiene razón. Podría ser arsénico —dijo—. A mí me parece envenenamiento con arsénico. Mire qué color tiene.

—Cosa mala —dijo Jimmy Dónut—. ¿Se ha estado comiendo su lecho?

—Me parece que están todas las sábanas, así que supongo que la respuesta es no.

—¿Cómo está meando?

—Ejem. De la forma normal, supongo.

Dónut chasqueó la lengua contra los dientes. Tenía una dentadura asombrosa. Era lo segundo en lo que más se fijaba la gente cuando lo miraba. Sus dientes eran del mismo color que el interior de una tetera sin lavar.

—Hazlo caminar un poco con la rienda suelta —dijo.

El patricio abrió los ojos.

—Es usted médico, ¿verdad?

Jimmy Dónut lo miró indeciso. No estaba acostumbrado a pacientes que pudieran hablar.

—Bueno, sí… Tengo muchos pacientes —dijo.

—¿De veras? Pues yo no soy precisamente paciente —dijo el patricio. Intentó levantarse de la cama pero volvió a hundirse en ella.

—Voy a preparar un bebedizo —dijo Jimmy Dónut, apartándose—. Tienes que cogerle el morro y echárselo en la garganta dos veces al día, ¿de acuerdo? Y nada de avena.

Salió a toda prisa, dejando a Jovial a solas con el patricio.

El cabo Culopequeño examinó la sala. Vimes no le había dado muchas instrucciones. Le había dicho: «Estoy seguro de que no han sido los que le prueban la comida. Seguro que saben que les pueden obligar a comerse el plato entero. Aun así, haremos que Detritus hable con ellos. Tú descubre el cómo, ¿vale? Y déjame a mí el quién».

Si no era un veneno que se comía ni se bebía, ¿qué otra cosa quedaba? Probablemente se podía poner en un paño y hacer que la víctima lo inhalara, o bien se lo podía verter un poco en el oído mientras dormía. O hacer que lo tocara. Tal vez un pequeño dardo… O la picadura de un insecto…

El patricio se agitó y observó a Jovial a través de unos ojos rojos y vidriosos:

—Dígame, joven. ¿Es usted policía?

—Esto… acabo de empezar, señor.

—Parece usted comulgar con el credo de los enanos.

Jovial no se molestó en contestar. No tenía sentido negarlo. De alguna forma, la gente se daba cuenta de que eras un enano simplemente echándote un vistazo.

—El arsénico es un veneno muy popular —dijo el patricio—. Tiene cientos de usos en el hogar. Los diamantes triturados estuvieron de moda durante centenares de años, a pesar de que no funcionaban. Y también las arañas gigantes, por alguna razón. El mercurio es para la gente que tiene paciencia y el agua fuerte para quienes no. La cantaridina tiene sus seguidores. Se puede hacer mucho con las secreciones de diversos animales. Los fluidos corporales de la oruga de la Mariposa Cuántica del Clima pueden dejar a un hombre bastante, bastante indefenso. Y a pesar de todo seguimos acudiendo al arsénico como si fuera un viejo, viejo amigo.

La voz del patricio sonaba algo soñolienta.

—¿No es cierto, joven Vetinari? Ciertamente, señor. Correcto. Pero entonces, ¿dónde lo ponemos, teniendo en cuenta que todo el mundo lo va a buscar? En el último sitio donde mirarían, señor. Mal. Una estupidez. Lo pondremos donde nadie miraría nunca…

La voz se redujo a un murmullo.

En las sábanas, pensó Jovial. O hasta en la ropa. Entrando por la piel, lentamente…

Jovial aporreó la puerta. Un guardia la abrió.

—Traed otra cama.

—¿Qué?

—Otra cama. De donde sea. Con sábanas limpias. Bajó la vista. La alfombra del suelo no era muy grande. Aun así, en un dormitorio, donde la gente podía caminar descalza… —Y llevaos esta alfombra y traed otra. ¿Qué más?

Detritus entró, saludó a Jovial con la cabeza y examinó la habitación con atención. Al cabo de un tiempo cogió una jarra de la mesa.

—Esto tendrá que valer-dijo—. Si quiere una más grande, que se la busque.

—¿Cómo? —preguntó Jovial.

—El viejo Dónut me ha dicho de tomar una muestra de aguas mayores —dijo Detritus, saliendo otra vez.

Jovial abrió la boca para detener al troll, pero luego se encogió de hombros. A fin de cuentas, cuantas menos cosas hubiera allí, mejor.

Y aquello parecía ser todo, a menos que se pusiera a arrancar el papel de las paredes.

* * *

Sam Vimes miró por la ventana.

Vetinari nunca se había preocupado mucho por la cuestión de los guardaespaldas. Sí que había empleado —es decir, todavía empleaba— probadores de comida, pero aquello era lo habitual. Eso sí, Vetinari había añadido su propio toque personal. A los probadores se les pagaba y se les trataba bien, y eran todos hijos del jefe de cocineros. Pero su principal mecanismo de protección era ser siempre un poquito más útil vivo que muerto, desde el punto de vista de todos. A los grandes y poderosos gremios no les caía bien, pero la idea de que él estuviera en el poder les gustaba mucho más que la idea de que alguien de un gremio rival ocupara el Despacho Oblongo. Además, lord Vetinari representaba la estabilidad. Era una estabilidad de tipo frío y clínico, pero parte de su genialidad consistía en haber descubierto que la estabilidad era lo que la gente quería por encima de todo.

Una vez le había dicho a Vimes, en aquella misma sala, y de pie frente a aquella misma ventana: «Creen que quieren buen gobierno y justicia para todos, Vimes, pero ¿qué es lo que ansian en realidad, en el fondo de sus corazones? Solamente que las cosas sigan yendo como siempre y que mañana sea más o menos igual que hoy».

Ahora Vimes se giró:

—¿Cuál es mi siguiente jugada, Fred?

—No sé, señor.

Vimes se sentó en la silla del patricio.

—¿Te acuerdas del patricio anterior?

—¿Del viejo lord Espasmo? Y del que había antes que él, lord Winder. Oh, sí. Eran malos como la peste, ya lo creo. Por lo menos este último no soltaba risitas ni llevaba vestidos de mujer.

«El pretérito imperfecto —pensó Vimes—. Ya se está infiltrando. No muy pretérito, pero sí bastante imperfecto.»

—Están muy silenciosos abajo, Fred —dijo.

—Conspirar no suele armar mucho ruido, señor, por lo general.

—Vetinari no ha muerto, Fred.

—Noseñor. Pero no está exactamente al mando, ¿verdad?

Vimes se encogió de hombros.

—Supongo que no hay nadie al mando.

—Es posible, señor. Pero el tiempo dirá.

Colon estaba en postura rígida de firmes, con la mirada clavada en la media distancia y una voz cuidadosamente modulada para evitar cualquier asomo de emoción en las palabras.

Vimes reconoció la postura. Él también la usaba cuando le hacía falta.

—¿Qué quieres decir, Fred? —preguntó.

—Nada de nada, señor. Es una forma de hablar, señor.

Vimes se reclinó en el asiento.

«Esta mañana —pensó—, yo sabía lo que me deparaba el día. Iba a encargarme del maldito escudo de armas. Luego tenía mi reunión de siempre con Vetinari. Iba a leer algunos informes después del almuerzo, tal vez ir a ver cómo les va con la nueva Casa de la Guardia en la calle Chinchulín y acostarme temprano. Y ahora Fred está sugiriendo… ¿qué?»

—Escucha, Fred, si de verdad va a haber un nuevo gobernante, no seré yo.

—¿Quién va a ser, señor? —la voz de Colon seguía teniendo aquel tono lento y deliberado.

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