Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Había tenido especial cuidado en fregar los suelos. El señor Ridcully había insistido mucho en aquello.

—El Gnomo de las Verrugas —dijo para sí mismo, terminando de sacar brillo a un grifo—. Menuda imaginación tienen los Caballeros…

A lo lejos, sin que nadie lo oyera, sonó un ruidito débil, como si alguien estuviera haciendo sonar cascabeles. Clinchnclinclín…

Y alguien aterrizó de golpe en medio de un montón de nieve y dijo: «¡Cojones!», que es algo terrible de decir cuando es tu primera palabra.

* * *

En lo alto, ignorante de la nueva y algo cabreada vida que ahora se estaba sacudiendo la nieve de encima, el trineo avanzaba planeando por el tiempo y el espacio.

LA BARBA SÍ QUE ME ESTÁ COSTANDO UN POCO DE LLEVAR, dijo la Muerte.

—¿Y por qué tiene usted que llevar barba? —preguntó la voz que sonaba entre los sacos—. Pensaba que había dicho que la gente ve lo que espera ver.

LOS NIÑOS NO. A MENUDO VEN LO QUE HAY.

—Bueno, por lo menos le está aportando la mentalidad adecuada, amo. Le está ayudando a meterse en el personaje, o algo así.

PERO ¿BAJAR POR LA CHIMENEA? ¿QUÉ SENTIDO TIENE ESO? SI YO PUEDO ATRAVESAR LAS PAREDES.

—Atravesar las paredes tampoco está bien —dijo la voz de entre los sacos.

A MÍ ME VA BIEN.

—Tiene que ser por las chimeneas. Y lo de la barba, igual.

Una cabeza emergió del montón. Parecía pertenecer al duendecillo más anciano y desagradable del universo. El hecho de que estuviera debajo de un risueño gorrito con un cascabel en la punta no ayudaba en nada a mejorar la situación.

Agitó una mano agarrotada que contenía un grueso fajo de cartas, muchas de ellas en papel de color pastel, a menudo adornadas con conejitos y ositos de peluche y en su mayoría escritas con lápices de colores.

—¿Cree que estos cabroncetes escribirían a alguien que atravesara las paredes? Y el «Jo, jo, jo» necesita un poco de práctica, si no le importa que se lo diga.

JO. JO. JO.

—¡No, no, no! -dijo Albert—. Tiene que poner un poco de vida en ello, señor, sin ánimo de ofensa. Tiene que ser una risa grande y gorda. Tiene usted que… tiene que sonar como si meara usted coñac y cagara pudín de ciruelas, señor, y perdone mi klatchiano.

¿DE VERAS? ¿CÓMO SABES TODO ESO?

—Yo también fui joven, señor. Todos los años colgaba mi calcetín como un buen chico. Para que me lo llenaran de juguetes, tal como está haciendo usted. Bueno, en aquella época era básicamente salchichas y morcilla si uno tenía suerte. Pero siempre caía un cerdito de azúcar rosa en el dedo del pie. No era una buena Vigilia de los Puercos a menos que uno comiera tanto que cayera enfermo como un cerdo, amo.

La Muerte miró los sacos.

Era un detalle extraño pero demostrable que de los sacos de juguetes que transportaba Papá Puerco, sin importar lo que contuvieran en realidad, siempre parecía sobresalir la parte superior de un osito de peluche, un soldado de juguete con la clase de uniforme de colores que destacaría en una discoteca, un tambor y un bastón de caramelo a rayas rojas y blancas. Los contenidos reales siempre resultaban ser cosas un poco chabacanas y que costaban 5,99 dólares.

La Muerte había investigado un par de ellas. Estaba por ejemplo un Ninja Agateo Real, con su Temible Garra de la Muerte, y una Guardia Nocturna Unipersonal del Capitán Zanahoria, con un repertorio completo de armas de juguete, cada una de las cuales costaba tanto dinero como el muñeco de madera original.

Caramba, y las cosas para niñas eran igual de deprimentes. Parecían consistir casi en su totalidad en caballos. La mayoría de ellos sonrientes. Los caballos, en opinión de la Muerte, no tenían que sonreír. Cuando un caballo sonreía era porque estaba tramando algo.

Volvió a suspirar.

Luego estaba el asunto aquel de decidir quién había sido un niño bueno y quién había sido un niño malo. Hasta entonces nunca había tenido que pensar en aquellas cosas. Portarse bien y portarse mal al final lo llevaban a uno al mismo sitio.

Con todo, había que hacerlo bien. De otra manera, no iba a funcionar.

Los cerdos se detuvieron junto a otra chimenea.

—Pues muy bien, aquí estamos —dijo Albert—. James Orinal, ocho años.

JA, SÍ. EN SU CARTA LLEGA A DECIR: «APUESTO A QUE NO ESISTES, PORQUE TODO EL MUNDO SABE QUE HERES LOS PADRES». OH,SÍ, dijo la Muerte, en un tono que casi sonaba a sarcasmo. ESTOY SEGURO DE QUE SUS PADRES SE MUEREN DE GANAS DE DESTROZARSE LOS CODOS BAJANDO POR TRES METROS Y MEDIO DE CHIMENEA ESTRECHA Y SIN LIMPIAR, SEGURO, VAMOS. VOY A DEJARLE MÁS HOLLÍN DE LO NORMAL EN LA ALFOMBRA.

—Sí, señor. Buena idea. Y hablando de eso… Vaya para abajo, señor.

¿Y SI NO LE DOY NADA COMO CASTIGO POR NO CREER?

—Sí, pero ¿qué va a demostrar con eso? La Muerte suspiró.

SUPONGO QUE TIENES RAZÓN.

—¿Ha comprobado la lista?

Sí, DOS VECES. ¿ESTÁS SEGURO DE QUE ES SUFICIENTE?

—Segurísimo.

TENGO QUE DECIRTE LA VERDAD, NO HE ENTENDIDO UNA PALABRA. ¿CÓMO SE PUEDE SABER SI SE HA PORTADO BIEN O MAL, POR EJEMPLO?

—Oh, bueno… No lo sé… Hay que ver si ha puesto la ropa en el armario, ese tipo de cosas…

Y SI SE HA PORTADO BIEN, ¿PUEDO DARLE SU CUADRIGA DE GUERRA KLATCHIANA CON HOJAS DE ESPADA GIRATORIAS DE VERDAD?

—Eso es.

¿Y SI SE HA PORTADO MAL?

Albert se rascó la cabeza.

—Cuando yo era chaval, nos daban un saco de huesos. Era asombroso cómo los niños empezaban a portarse mejor hacia final de año.

OH, CIELOS. ¿Y HOY EN DÍA?

Albert se llevó un paquete a la oreja y lo sacudió un poco.

—Suena a calcetines.

CALCETINES.

—Podría ser un chaleco de lana.

LE ESTÁ BIEN EMPLEADO, SI SE ME PERMITE AVENTURAR UNA OPINIÓN…

Albert recorrió con la mirada los tejados nevados y suspiró. Aquello no estaba bien. Estaba ayudando porque, bueno, porque la Muerte era su amo y no había nada que decir al respecto, y si su amo tuviera corazón lo tendría en el sitio correcto. Pero…

—¿Está seguro de que deberíamos estar haciendo esto, amo?

La Muerte se detuvo con medio cuerpo ya dentro de la chimenea.

¿SE TE OCURRE UNA ALTERNATIVA MEJOR, ALBERT?

Y aquello era todo. A Albert no se le ocurría. Alguien tenía que hacerlo.

* * *

Volvía a haber osos en la calle.

Susan no les hacía caso y ni siquiera iba con cuidado de no pisar las grietas.

Los osos se mantenían a cierta distancia, un poco perplejos y ligeramente transparentes, visibles tan solo para los niños y para Susan. Las noticias como Susan volaban. Los osos habían oído hablar del atizador. Nueces y bayas, parecían decir sus expresiones. Es por eso que hemos venido. ¿Dientes enormes y afilados? ¿Qué dientes enor…? Ah, éstos dientes enormes y afilados? Son solamente para, ejem, abrir las nueces. Y algunas de esas bayas pueden ser muy traicioneras.

Los relojes de la ciudad estaban dando las seis cuando regresó a la casa. Tenía su propia llave. Tampoco es que fuera exactamente una sirvienta.

No se podía ser duquesa y sirvienta a la vez. Pero ser institutriz era algo aceptable. Se entendía que no era exactamente lo que eras, sino solamente una forma de pasar el tiempo hasta el momento de hacer lo que toda chica, o muchacha, tenía que hacer en la vida, por ejemplo, casarse con un hombre. Se entendía que era como un juego.

Los padres le tenían respeto. Ella era hija de un duque, mientras que el señor Gaiter era un hombre a tener en cuenta en el ramo de las botas y zapatos al por mayor. La señora Gaiter estaba ansiosa por dar el salto a la Clase Alta, algo que confiaba en conseguir leyendo libros sobre etiqueta. A Susan la trataba con esa deferencia preocupada que ella creía que había que emplear con cualquiera que conociera la diferencia entre una servilleta de mesa y una servilleta del té desde su mismo nacimiento.

Susan nunca se había encontrado antes con la idea de que se podía ascender en la sociedad ganando puntos, por decirlo de alguna manera, sobre todo porque los nobles a los que había conocido en casa de su padre no usaban servilleta de mesa ni de té, sino un estado mental que venía a ser: «Tíralo al suelo y los perros se lo comerán».

Cuando la señora Gaiter le había preguntado con voz temblorosa cómo se dirigía una al primo segundo de una reina, Susan había respondido sin pensar: «Normalmente lo llamábamos Jamie», y la señora Gaiter había tenido que irse a su habitación a sufrir una migraña.

El señor Gaiter se limitaba a saludarla con la cabeza cuando se la cruzaba en un pasillo y nunca le decía gran cosa. Estaba bastante seguro de conocer su posición en materia de botas y zapatos y con eso le bastaba.

Gawain y Twyla, a quienes al parecer les había puesto esos nombres alguien que los quería, ya estaban en la cama a la hora en que llegó Susan, por insistencia propia. A ciertas edades existe la creencia muy extendida de que irse antes a la cama hace que amanezca más temprano.

Se dispuso a ordenar el aula, a preparar las cosas para el día siguiente y a recoger las cosas que los niños habían dejado tiradas por ahí. Y entonces algo dio unos golpecitos en el cristal de una ventana.

Ella echó un vistazo a la oscuridad y luego abrió la ventana. Un montón de nieve cayó al exterior.

En verano la ventana daba a las ramas de un cerezo. En la oscuridad invernal solamente se veían pequeñas líneas grises allí donde la nieve se había posado en ellas.

—¿Quién hay? —preguntó Susan.

Algo dio un par de saltitos por entre las ramas congeladas.

—Pío pío pío, ¿te lo puedes creer? —dijo el cuervo.

—¿Tú otra vez?

—¿Habrías preferido tal vez un pequeño y encantador petirrojo? Escucha, tu abue…

—¡Largo de aquí!

Susan cerró la ventana de un golpe y corrió las cortinas. Les dio la espalda, para asegurarse, y trató de concentrarse en el interior de la sala. Le iba bien pensar en cosas… normales.

Estaba el árbol de la Vigilia de los Puercos, una versión más pequeña del grande que había en el salón. Ella había ayudado a los niños a fabricar adornos de papel para el mismo. Sí. Iba a pensar en aquello.

Estaban las guirnaldas de papel. Estaban las sobras de acebo, que no se habían usado en las salas principales porque no tenían bastantes bayas, y a las que se les habían puesto bayas falsas de plastilina y ahora estaban pegadas de cualquier manera en los estantes y detrás de los cuadros.

Estaban los dos calcetines que colgaban de la repisa de la pequeña chimenea del aula. Estaban los dibujos de Twyla, que eran todos de cielos azules llenos de goterones de pintura y hierba violentamente verde y casas rojas con cuatro ventanas cuadradas. Estaban…

… Las cosas normales.

Cuadró los hombros y se las quedó mirando, mientras sus uñas tamborileaban pensativamente en una caja de lápices de madera.

Alguien abrió la puerta. En el umbral apareció la figura despeinada de Twyla, agarrándose al pomo con una mano.

—Susan, vuelve a haber un monstruo debajo de mi cama…

Las uñas de Susan dejaron de tamborilear.

—… Puedo oír cómo se mueve…

Susan suspiró y se volvió hacia la criatura.

—Muy bien, Twyla. Voy ahora mismo.

La niña asintió y volvió a su cuarto, subiéndose a la cama de un salto a modo de precaución contra los zarpazos.

Se oyó un «tzing» metálico cuando Susan retiró el atizador del pequeño soporte metálico que compartía con las pinzas y la paleta del carbón.

Suspiró. La normalidad era lo que uno quería que fuese.

Fue al dormitorio de los niños y se inclinó como si fuera a arropar a Twyla. Entonces su mano salió disparada y se metió debajo de la cama. Agarró un puñado de pelo. Tiró de él.

El hombre del saco salió como un tapón de corcho, pero antes de recuperar el equilibrio ya estaba despatarrado contra la pared con un brazo retorcido detrás de la espalda. Aun así consiguió girar la cabeza, solamente para ver la cara de Susan fulminándolo con la mirada a muy pocos centímetros de la suya.

Gawain se puso a dar saltos sobre su cama.

—¡Hazle la Voz! ¡Hazle la Voz! —gritó.

—¡No me hagas la Voz, no me hagas la Voz! —suplicó el hombre del saco en tono ansioso.

—¡Dale en la cabeza con el atizador!

—¡Con el atizador no! ¡Con el atizador no!

—Eres tú, ¿verdad? —dijo Susan—. El mismo de esta tarde…

—¿No vas a atizarle con el atizador? —preguntó Gawain.

—¡Con el atizador no! —gimió el hombre del saco.

—¿Eres nuevo en la ciudad? —susurró Susan.

—¡Sí! —Al hombre del saco se le arrugó la frente en expresión perpleja—. Pero ¿cómo es que me puedes ver?

—Esta es una advertencia amistosa, ¿lo entiendes? Porque estamos en la Vigilia de los Puercos.

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