Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Simplemente crecía al borde de la columna torrencial de agua, con aspecto de ser un cruce entre un gusano y una flor.

La Muerte se arrodilló y lo examinó con atención, de tan pequeño que era. Pero por alguna razón, en aquel mundo sin ojos ni luz, también era de color rojo brillante. El derroche de la vida en cuestiones como aquella nunca dejaba de asombrarlo.

Se metió una mano dentro de la túnica y sacó un rollo pequeño de un material negro, parecido al juego de herramientas de un joyero. Con mucho cuidado, sacó de uno de los compartimientos una guadaña de un par de centímetros de largo y la sostuvo con gesto expectante entre el índice y el pulgar.

En alguna parte por encima de su cabeza una corriente de agua errática hizo que un cascote de roca se desprendiera y cayera dando tumbos, levantando nubecillas de cieno al rebotar en los organismos tubulares.

El cascote aterrizó justo al lado de aquella flor viva y luego rodó arrancándola de la roca.

La Muerte hizo girar rápidamente su guadaña diminuta justo cuando la florecilla se apagaba…

A menudo se habla de la visión omnipotente de diversas entidades sobrenaturales. Se dice que pueden ver la caída de hasta el último gorrión.

Y puede que sea cierto. Pero solamente hay una de esas entidades que siempre está presente cuando el gorrión choca contra el suelo.

El alma del gusano tubícula era muy pequeña y simple. No le preocupaba el pecado. Nunca había codiciado el pólipo del prójimo. Nunca había apostado ni había bebido alcohol. Nunca le habían preocupado cuestiones del tipo «¿Por qué estoy aquí?», ya que no tenía sentido del «aquí» ni, ya puestos, del «yo».

Con todo, algo se desprendió bajo la hoja quirúrgica de la guadaña y se desvaneció en las aguas arremolinadas.

La Muerte guardó con cuidado el instrumento y se puso de pie. Todo iba bien, las cosas estaban funcionando de forma satisfactoria, y…

… pero no era así.

Del mismo modo en que los mejores ingenieros son capaces de oír ese cambio minúsculo que indica que un cojinete está fallando mucho antes de que los instrumentos más precisos puedan detectar que algo va mal, la Muerte captó una nota discordante en la sinfonía del mundo. Era una nota incorrecta entre miles de millones, pero eso la hacía más llamativa, como una piedrecita minúscula dentro de un zapato muy grande.

Movió un dedo en medio del agua. Durante un momento apareció un contorno azul en forma de puerta. La Muerte entró en él y desapareció.

Las criaturas tubulares no fueron conscientes de su marcha. Tampoco habían sido conscientes de su llegada. Nunca jamás eran conscientes de nada.

* * *

Un coche de caballos avanzaba pesadamente por las calles gélidas y neblinosas, con el cochero acurrucado en su asiento. El cochero parecía ser un abrigo marrón enorme y grueso.

Una figura salió disparada de entre las volutas de niebla y de pronto estaba sentada en el pescante al lado del cochero.

—¡Hola! —dijo—. Me llamo Teatime. ¿Cómo se llama usted?

—Eh, bájate de aquí, no estoy autorizado a lle…

El cochero se calló de golpe. Era asombroso cómo Teatime había sido capaz de meter un cuchillo por entre cuatro capas de ropa gruesa y detenerlo justo en el punto preciso para pinchar la carne.

—¿Perdón? —dijo Teatime con una sonrisa jovial.

—Esto… no hay nada valioso, ¿sabe? Nada de nada, solamente unos cuantos sacos de…

—Oh, cielos —dijo Teatime, con la cara repentinamente convertida en un acre de preocupación—. Bueno, eso ya lo veremos, ¿no?… ¿Cómo se llama usted, señor?

—Ernie. Esto… Ernie —dijo Ernie—. Sí. Ernie. Esto…

Teatime giró ligeramente la cabeza.

—Vengan, caballeros. Este es mi amigo Ernie. Esta noche va a ser nuestro cochero.

Ernie vio que media docena de figuras emergían de la niebla y se subían al carromato detrás de su espalda. No se giró para mirarlas. Por el hormigueo que notaba en los riñones supo que aquello no supondría un paso adelante ejemplar en su carrera. Pero parecía que una de las figuras, una criatura que parecía una montaña descomunal y desgarbada, llevaba un fardo alargado echado al hombro. El fardo se movía y hacía ruidos ahogados.

—Deje de temblar, Ernie. Solamente necesitamos a alguien que nos lleve —dijo Teatime, mientras la carreta traqueteaba sobre los adoquines.

—¿Adonde, señor?

—Oh, no nos importa. Pero primero me gustaría que se parara usted en la plaza Sator, cerca de la segunda fuente.

El cuchillo se retiró. Ernie dejó de intentar respirar por las orejas.

—Ejem…

—¿Qué le pasa? Parece usted tenso, Ernie. Yo siempre digo que un buen masaje en el cuello es lo mejor para eso.

—No tengo permiso para llevar pasajeros, señor. Charlie me va a echar una bronca de las buenas.

—Oh, por eso no se preocupe —dijo Teatime, dándole una palmada en la espalda—. ¡Aquí somos todos amigos!

—¿Para qué nos llevamos a la chica? —preguntó una voz detrás de ellos.

—Pegar a las chicas no está bien —dijo una voz grave—. Nuestra mamá decía que nada de pegar a las chicas. Que eso es de chicos malos, eso decía nuestra mamá…

—Calla, Banjo.

—Nuestra mamá decía…

—¡Chist! Ernie no quiere escuchar nuestros problemas —dijo Teatime, sin apartar la mirada del cochero.

—¿Yo? Yo soy sordo como una tapia —balbuceó Ernie, que en ciertos sentidos aprendía muy deprisa—. Y tampoco veo a más de un metro y medio. Y no recuerdo las caras que sí que veo, tampoco. ¿Mala memoria? ¡Ja! Que me lo digan a mí.

Caray, a veces puedo estar por ejemplo en el carromato, hablando con gente, ja, tal como estoy hablando con ustedes ahora, y cuando se marchan, ja, por mucho que lo intente, ¿se creen que me acuerdo de algo de ellos o de cuántos eran o de qué llevaban o de nada de ninguna chica ni nada? —Para entonces su voz ya era un jadeo muy agudo—. ¡Ja! ¡A veces me olvido de cómo me llamo!

—Ernie, ¿verdad? —dijo Teatime, dedicándole una sonrisa feliz—. Ah, y ya hemos llegado. Oh, cielos, parece que hay alboroto.

Se oyó el ruido de una pelea un poco más adelante y de pronto pasaron un par de trolls enmascarados perseguidos por tres miembros de la Guardia. Ninguno de ellos hizo caso del carromato.

—He oído que la banda de los desecho iba a intentar reventar esta noche la cámara acorazada de Packley’s —dijo una voz detrás de Ernie.

—Parece que el señor Brown al final no va a unirse a nosotros —dijo otra voz. Hubo una risita.

—Oh, yo no estaría tan seguro de eso, señor Lilywhite, no estaría tan seguro ni mucho menos —dijo una tercera voz, procedente de las inmediaciones de la fuente—. ¿Me puede aguantar la bolsa mientras subo, por favor? Tenga cuidado, pesa un poco.

Era una vocecilla atildada. Una voz como aquella indicaba que su propietario guardaba el dinero en un bolsito de cuero y siempre contaba el cambio con cuidado. A Ernie le pasó todo esto por la cabeza y luego intentó con todas sus fuerzas olvidar que lo había pensado.

—Conduzca, Ernie —dijo Teatime—. Dé un rodeo por detrás de la universidad, creo yo.

Mientras el coche de caballos avanzaba, la vocecilla atildada dijo:

—Hay que coger todo el dinero y luego salir con mucho sigilo. ¿Tengo razón?

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Lo aprendí sentado en las rodillas de mi madre, sí.

—Aprendió usted muchas cosas tumbado en las rodillas de su madre, señor Lilywhite.

—¡No diga nada de nuestra mamá! —La voz sonó como un terremoto.

—Es el señor Brown, Banjo. Ojo con lo que dices.

—¡No tiene que decir nada de nuestra mamá!

—¡De acuerdo, de acuerdo! Hola, Banjo… Creo que tengo un caramelo en alguna parte… Sí, ten, mira. Sí, tu mamá sabía cómo hacer las cosas. Hay que entrar sin hacer ruido, tomarte tu tiempo, coger lo que has venido a buscar y salir con sigilo y ordenadamente. No hay que quedarse en la escena a contar el botín y a deciros entre vosotros lo valientes que sois, ¿tengo razón?

—Parece que le ha ido a usted bien, señor Brown. —El carromato se alejó traqueteando hacia el otro extremo de la plaza.

—Nada más que un pellizco para gastos, señor Ojo de Gato. Un pequeño regalo de la Vigilia de los Puercos, se podría decir. Nunca hay que agarrar todo y echar a correr. Se coge un poco y se sale andando. Se viste con pulcritud. Ese es mi lema. Ve limpio y sal caminando despacio. Y nunca hay que correr. Nunca hay que correr. La Guardia siempre persigue a los que corren. Son como terriers de caza. No, hay que salir caminando despacio, doblar la esquina tranquilamente, esperar a que haya mucho alboroto y entonces dar media vuelta y volver andando. Eso no lo pueden entender, ¿veis? La mitad de las veces se apartan a un lado para dejarte pasar. «Buenas noches, agentes», les dices, y te vuelves a casa a tomarte una taza de té.

—¡Uau! Eso te saca de los líos, está claro. Si uno tiene suficientes agallas.

—Oh, no, señor Bombón. No te saca de los líos. Te mantiene fuera.

Era como una lección magistral, pensó Ernie (y de inmediato trató de olvidarlo). O como un gimnasio de barrio en el que acabara de entrar un campeón de boxeo.

—¿Qué te pasa en la boca, Banjo?

—Se le ha caído un diente, señor Brown —dijo otra voz, y soltó una risita.

—Me se ha caído un diente —dijo el trueno que era Banjo.

—No aparte la vista de la calle, Ernie —dijo Teatime a su lado—. No queremos tener un accidente, ¿verdad…?

La calle estaba desierta, a pesar del bullicio de la ciudad tras sus espaldas y de la mole cercana de la universidad. Había unas pocas calles, pero los edificios estaban abandonados. Y algo le estaba pasando al sonido. El resto de Ankh-Morpork parecía muy lejano, los sonidos llegaban como si atravesaran un muro muy grueso. Estaban entrando en ese rincón despreciado de Ankh-Morpork que hacía tiempo solía ser el vertedero de la universidad y que ahora se conocía como los Solares Irreales.

—Putos magos —murmuró Ernie de forma automática.

—¿Cómo dice? —preguntó Teatime.

—Mi bisabuelo decía que antes nosotros teníamos tierras aquí. ¡Niveles bajos de magia, y un cuerno! Ja, a los magos les da igual, ellos tienen toda clase de conjuros que los protegen. Un poco de magia por aquí, un poco de magia por allí… Es de sentido común que tiene que ir a parar a algún sitio, ¿no?

—Antes había señales de advertencia —dijo la voz atildada desde detrás de ellos.

—Sí, bueno, las señales de advertencia en Ankh-Morpork es como si tuvieran escrito «Leña de la buena» —dijo otra voz.

—O sea, es de sentido común, tiran un conjuro viejo para hacer explotar esto, otro para hacer girar aquello y otro para que crezcan las zanahorias, con lo que todos terminan interfiriéndose entre ellos y ¿quién sabe lo que terminan haciendo? —dijo Ernie—. Mi bisabuelo decía que a veces se despertaban por la mañana y el sótano estaba por encima del desván. Y eso no es lo peor que les pasó —añadió en tono lúgubre.

—Sí, he oído que a veces era tan grave que podías ir andando por la calle y te encontrabas contigo mismo viniendo por el otro lado —contribuyó alguien—. Llegó un punto en que no sabías si era una empanada o tenías la picha hecha un lío, he oído.

—El perro solía traer a casa toda clase de cosas —dijo Ernie—. Mi bisabuelo decía que si aparecía con algo en la boca estaban todo el rato tirándose detrás del sofá. Conjuros de fuego corroídos que empezaban a soltar chispas, varitas rotas que soltaban humo verde y no sé qué más… y si veías al gato jugar con algo, era mejor no intentar averiguar qué era, os lo aseguro.

Sacudió las riendas, casi olvidando su situación actual en medio de la corriente de resentimiento hereditario.

—O sea, ellos dicen que todos los libros viejos de conjuros y cosas de esas están enterrados muy hondo y que ahora reciclan los conjuros usados, pero no me parece que sirva de mucho cuando tus patatas echan a caminar por ahí —gruñó—. Mi bisabuelo fue a hablar del tema con el jefe de los magos y el tipo fue y le dijo —puso una voz nasal estrangulada que era su idea de cómo hablaba uno cuando tenía estudios—: «Oh, puede que haya alguna molestia transitoria ahora mismo, buen hombre, pero vuelva dentro de cincuenta mil años y verá». Putos magos.

El caballo dobló un recodo.

Estaban en un callejón sin salida. Las casas a medio derrumbarse, con las ventanas rotas y las puertas robadas, se apoyaban las unas en las otras a ambos lados de la calle.

—Yo oí que decían que iban a limpiar este sitio —dijo alguien.

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