Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—Está al caer —dijo Bombón, mientras el camarero les traía las cervezas.

Banjo carraspeó. Era una señal de que le acababa de llegar otro pensamiento.

—Lo que yo no entiendo —dijo— es…

—¿Sí? —preguntó su hermano.[6]

—Lo que no entiendo es, ¿desde cuándo hay camarero en este sitio?

—Buenas tardes —dijo Teatime, dejando la bandeja sobre la mesa.

Ellos lo miraron fijamente y en silencio. Él les dedicó una sonrisa cordial.

La mano enorme de Bombón dio una palmada en la mesa.

—¡Nos has estado espiando, mequet…! —empezó a decir.

Los hombres que trabajaban en aquel ramo desarrollaban cierta presciencia. Dave el Normal y Ojo de Gato, que estaban sentados a los lados de Bombón, se apartaron como aquel que no quiere la cosa.

—¡Hola! —dijo Teatime. Hubo un movimiento fugaz y un cuchillo quedó temblando clavado en la mesa entre el pulgar y el índice de Bombón.

Este se lo quedó mirando con cara de horror.

—Me llamo Teatime —dijo Teatime—. ¿Tú cuál eres?

—Soy… Bombón —dijo Bombón, sin quitar los ojos del cuchillo que todavía vibraba.

—Es un nombre interesante —dijo Teatime—. ¿Por qué te llamas Bombón, Bombón?

Dave el Normal tosió.

Bombón miró a Teatime a la cara. El ojo de cristal era una simple esfera de color gris ligeramente resplandeciente. El otro ojo era un punto en un mar de color blanco. El único contacto que había tenido Bombón con la inteligencia había sido para darle una paliza y robárselo todo cada vez que tenía oportunidad, pero ahora un repentino instinto de supervivencia lo mantuvo pegado a su silla.

—Porque no me afeito —dijo.

—A Bombón no le gustan los cuchillos, señor —dijo Ojo de Gato.

—¿Y tienes muchos amigos, Bombón? —preguntó Teatime.

—Alguno que otro, sí…

Con un torbellino repentino de movimientos que sobresaltó a los hombres, Teatime se dio la vuelta, agarró una silla, la hizo girar hacia la mesa y se sentó en ella. Tres de los hombres ya se habían llevado las manos a las espadas.

—Yo no tengo muchos —dijo en tono de disculpa—. Me parece que no se me da muy bien. Por otro lado… parece que tampoco tengo ningún enemigo. Ni uno solo. Eso está bien, ¿verdad?

* * *

Teatime había estado pensando dentro de aquel chisporroteante y crepitante castillo de fuegos artificiales que era su cabeza. Y el tema de sus pensamientos era la inmortalidad.

Puede que estuviera bastante, bastante chiflado, pero no era ningún tonto. En el Gremio de Asesinos había toda una serie de pinturas y bustos de miembros famosos que en el pasado habían… no, claro, aquello no era cierto. Había pinturas y bustos de los clientes famosos de aquellos miembros, con una plaquita metálica llamativamente humilde atornillada al lado donde solía haber algún pequeño comentario sin pretensiones del tipo: «Abandonó este valle de lágrimas el 3 de grunio del Año de la Sanguijuela de Costado, con la ayuda del Honorable K. W. Dobson (Casa de la Víbora)». Muchas instituciones educativas con solera tenían majestuosos recordatorios en algún salón donde constaban los nombres de los ex alumnos que habían entregado la vida por su monarca y su patria. Los recordatorios del Gremio de Asesinos eran muy parecidos, salvo por la cuestión de la vida de quién había sido entregada.

Todos los miembros del Gremio querían tener su sitio allí. Porque llegar allí representaba la inmortalidad. Y cuanto más importante era tu cliente, más increíblemente discreta y sobria era la plaquita de metal, a fin de que nadie pudiera pasar por alto tu nombre.

De hecho, si eras muy, muy conocido ni siquiera tendrían que molestarse en escribir tu nombre…

Los hombres que estaban sentados a la mesa se dedicaban a observar a Teatime. Siempre era difícil saber en qué estaba pensando Banjo, o incluso si estaba pensando, pero los otros cuatro estaban teniendo pensamientos del estilo de: Menudo capullo engreído, como todos los Asesinos. Se cree que lo sabe todo. Me lo podría cargar con una sola mano, sin problemas. Y sin embargo… se oyen rumores. Esos ojos me ponen los pelos de punta…

—¿Y cuál es el trabajo, pues? —preguntó Alambrera.

—Nosotros no hacemos trabajos —dijo Teatime—. Llevamos a cabo servicios. Y este servicio supone diez mil dólares para cada uno de vosotros.

—Eso es mucho más que la tarifa del Gremio de Ladrones —dijo Dave el Normal.

—Nunca me ha gustado el Gremio de Ladrones —dijo Teatime, sin girar la cabeza.

—¿Por qué no?

—Hacen demasiadas preguntas.

—Nosotros no hacemos preguntas —se apresuró a decir Alambrera.

—Nos vamos a llevar de maravilla —dijo Teatime—. Tomaos otra copa mientras esperamos a los demás miembros de nuestra pequeña troupe.

Alambrera vio que los labios de Dave el Normal empezaban a articular las letras iniciales de la palabra «Quiénes…». Y aquellas letras le parecieron poco propicias para un momento como aquel. Así que le dio una patada a la pierna de Dave el Normal por debajo de la mesa.

La puerta se abrió un poco. Entró una figura, pero apenas. Lo que hizo fue insertarse en la obertura y deslizarse pegado a la pared de forma calculada para no llamar la atención. Es decir, calculada por alguien a quien no se le daban bien aquella clase de cálculos.

Luego se los quedó mirando por encima del cuello subido de su túnica.

—Es un mago —dijo Bombón.

La figura correteó y acercó una silla a la mesa.

—¡No lo soy! —dijo entre dientes—. ¡Vengo de incógnito!

—Venga de donde venga —dijo Dave el Normal—, es usted alguien con un sombrero puntiagudo. Este es mi hermano Banjo, ese es Bombón, este es Alamb…

El mago miró a Teatime con expresión desesperada.

—¡Yo no quería venir!

—El señor Sideney aquí presente es ciertamente un mago —dijo Teatime—. O por lo menos un estudiante. Pero no le van muy bien las cosas, razón por la cual ha decidido unirse a nosotros en esta empresa.

—¿Exactamente cómo de mal le van las cosas? —preguntó Dave el Normal.

El mago intentó rehuir las miradas de todos los presentes.

—Cometí un error relacionado con una apuesta —dijo.

—¿Quieres decir que la perdiste? —apuntó Alambrera.

—Pagué a tiempo —dijo Sideney.

—Sí, pero Crysoprase el troll le tiene un poco de manía al dinero que se convierte en plomo al día siguiente —dijo Teatime en tono jovial—. Así que nuestro amigo necesita ganar un poco de dinero en metálico deprisa y en un ambiente donde los brazos y las piernas sigan en su sitio.

—Nadie me dijo nada de que fuera a haber magia de por medio —dijo Bombón.

—Nuestro destino es… probablemente ustedes lo considerarían algo parecido a la torre de un mago, caballeros —dijo Teatime.

—Pero no será realmente la torre de un mago, ¿verdad? —dijo Dave el Normal—. Los magos tienen un sentido del humor muy raro con las trampas que estallan.

—No.

—¿Hay guardias?

—Creo que sí. Según las leyendas. Pero nada del otro mundo. Dave el Normal frunció los ojos.

—¿En esa… torre hay cosas valiosas?

—Oh, sí.

—Entonces, ¿por qué no hay muchos guardias?

—La… persona que es propietaria del lugar probablemente no es consciente del valor de lo que… de lo que tienen allí.

—¿Hay cerraduras? —preguntó Dave el Normal.

—De camino recogeremos a un cerrajero.

—¿A cuál?

—Al señor Brown.

Ellos asintieron. Todo el mundo —por lo menos todo el mundo «del negocio», y todo el mundo «del negocio» sabía lo que era «el negocio», y si uno no sabía lo que era «el negocio» es que no era un hombre de negocios— conocía al señor Brown. Su presencia en las inmediaciones de un trabajo confería a este cierto grado de respetabilidad. Era un anciano pulcro que había inventado la mayor parte de las herramientas que llevaba en su bolsón de cuero. No importaba qué treta usaras para entrar en un lugar, o si vencías a un pequeño ejército, o si encontrabas la cámara secreta del tesoro, tarde o temprano hacías venir al señor Brown, que aparecía con su bolsa de cuero y sus cacharritos con muelles y sus frasquitos de alquimia extraña y sus botitas pulcras. El tipo se pasaba diez minutos sin hacer nada más que mirar la cerradura, después elegía una pieza de metal doblado de un llavero con varios centenares de piezas casi idénticas, y menos de una hora más tarde se estaba alejando con un diez por ciento neto de las ganancias. Por supuesto, no era obligatorio usar los servicios del señor Brown. Siempre quedaba la opción de pasarse el resto de la vida mirando una puerta cerrada.

—Muy bien. ¿Dónde está ese sitio? —preguntó Bombón.

Teatime se giró y le dedicó una sonrisa.

—Si soy yo quien os paga a vosotros, ¿por qué no soy yo el que hace las preguntas?

Bombón ni siquiera intentó sostenerle la mirada a aquel ojo de cristal esta vez.

—Solamente quiero estar preparado, nada más —murmuró.

—Un buen reconocimiento es la esencia de una operación exitosa —dijo Teatime. Se giró, levantó la vista para mirar la mole que era Banjo y añadió—: ¿Qué es esto?

—Este es Banjo —dijo Dave el Normal, liándose un cigarrillo.

—¿Hace trucos?

El tiempo se detuvo un momento. Los demás hombres miraron a Dave el Normal. Este era famoso en el mundo del hampa profesional de Ankh-Morpork como un hombre reflexivo y paciente, y se le consideraba algo así como un intelectual porque algunos de sus tatuajes no tenían faltas de ortografía. Era digno de confianza en situaciones de peligro y por encima de todo era honrado, ya que los buenos criminales tienen que ser honrados. Si tenía algún defecto, era cierta tendencia a aplicar castigos terminales y definitivos a cualquiera que dijera algo de su hermano.

Y si tenía alguna virtud, era cierta tendencia a elegir el momento adecuado. Los dedos de Dave el Normal prensaron el tabaco dentro del papel y se lo llevaron a los labios.

—No —dijo.

Alambrera intentó descongelar la conversación.

—No es lo que se dice listo, pero siempre es útil. Puede levantar a dos hombres con cada mano. Por el cuello.

—Posí —dijo Banjo.

—Parece un volcán —dijo Teatime.

—¿Ah, sí? —dijo Dave el Normal Lilywhite. Alambrera estiró un brazo a toda prisa y lo retuvo en su asiento.

Teatime se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa.

—Ojalá seamos amigos, señor Dave el Normal —dijo—. Me duele de verdad pensar que podría no estar entre amigos. —Le dedicó otra sonrisa jovial. Luego se volvió hacia el resto de la mesa—. ¿Nos hemos decidido, caballeros?

Ellos asintieron. Hubo cierta renuencia, dada la idea reinante de que Teatime tendría que estar en una sala con paredes acolchadas, pero diez mil dólares eran diez mil dólares, posiblemente incluso más.

—Bien —dijo Teatime. Miró a Banjo de arriba abajo—. Entonces supongo que deberíamos empezar.

Y le dio un golpe muy fuerte a Banjo en la boca.

La Muerte no comparecía en persona con motivo del cese de cada vida. No era necesario. Los gobiernos gobiernan, pero los primeros ministros y los presidentes no se presentan en persona en las casas de la gente para decirles cómo tienen que vivir sus vidas, debido al peligro mortal que esto supondría. En vez de eso existen las leyes.

Pero de vez en cuando la Muerte se daba una vuelta para ver si las cosas funcionaban como era debido o, por decirlo de forma más exacta, para ver si estaban dejando de funcionar como era debido en las zonas menos importantes de su jurisdicción.

Y ahora estaba caminando por un mar oscuro.

El cieno se elevaba formando nubes en torno a sus pies mientras él caminaba por el fondo marino. Su túnica flotaba a su alrededor.

Reinaban el silencio, la presión y una total, total oscuridad. Pero también había vida, aun tan por debajo de las olas. Había calamares gigantes y langostas con dientes en los párpados. Había bichos parecidos a arañas con el estómago en las patas y peces que fabricaban su propia luz. Era un mundo de pesadilla negro y silencioso, pero la vida habita en todos los lugares donde puede. Donde no puede, simplemente tarda un poco más.

El destino de la Muerte era una suave elevación del fondo marino. El agua a su alrededor ya se estaba volviendo más cálida y estaba aumentando la población de criaturas con aspecto de haber sido montadas con los restos que quedaban de todo lo demás.

Invisible pero palpable, una columna enorme de agua hirviendo manaba abundantemente de una fisura en el suelo. En algún lugar, muy por debajo, había rocas calentadas casi hasta la incandescencia por el campo mágico del Disco.

Alrededor de aquel respiradero se habían depositado agujas de minerales. Y en aquel oasis minúsculo había crecido una forma de vida. No necesitaba aire ni luz. Ni siquiera necesitaba comida en el sentido en que el resto de especies entendían aquel término.

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