Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Susan lanzó el atizador hacia delante por encima del hombro. El atizador hizo un ruido desgarrado al cortar el aire y dejó un rastro de chispas.

Golpeó en la túnica de la Muerte y desapareció.

La Muerte parpadeó.

Teatime sonrió a Susan.

Se giró y miró con cara distraída la espada que tenía en la mano.

La espada se le cayó de los dedos.

La Muerte se giró, la cogió por la empuñadura mientras caía dando vueltas y convirtió su caída en una curva ascendente.

Teatime miró el atizador que tenía clavado en el pecho mientras se doblaba sobre sí mismo.

—Oh, no —dijo—. No puede ser que te haya atravesado. ¡Estás lleno de costillas y cosas!

Se oyó otro «pop» al extraer Twyla su pulgar, y dijo:

—Solamente mata monstruos.

—Para el tiempo ahora —ordenó Susan.

La Muerte chasqueó los dedos. La sala adoptó ese tono púrpura grisáceo del tiempo estacionario. El reloj dejó de hacer tictac.

—¡Me has hecho un guiño! ¡Creía que tenías un plan!

POR SUPUESTO. OH, SÍ. TENÍA PLANEADO VER QUÉ HACÍAS.

—¿Sin más?

ESTÁS LLENA DE RECURSOS. Y POR SUPUESTO, HAS TENIDO UNA EDUCACIÓN.

—¿Cómo?

YO HE AÑADIDO LAS CHISPITAS Y EL SONIDO, SIN EMBARGO. ME HA PARECIDO QUE SERÍA APROPIADO.

—¿Y si yo no hubiera hecho nada?

SUPONGO QUE SE ME HABRÍA OCURRIDO ALGO. ALGO EN EL ÚLTIMO MOMENTO.

—¡Ese era el último momento!

SIEMPRE HAY TIEMPO PARA OTRO ÚLTIMO MOMENTO.

—¡Los niños han tenido que verlo!

EDUCATIVO. EL MUNDO LES DARÁ MUY PRONTO UNA LECCIÓN SOBRE MONSTRUOS. QUE SE ACUERDEN DE QUE SIEMPRE QUEDA EL ATIZADOR.

—Pero han visto que era humano…

CREO QUE TENÍAN UNA IDEA BASTANTE PRECISA DE LO QUE ERA.

La Muerte dio un golpecito al cuerpo de Teatime con el pie.

DEJE DE HACERSE EL MUERTO, SEÑOR TÉ-A-TÍ-ME.

El fantasma del Asesino salió disparado hacia arriba como el muñeco de una caja de sorpresas, con una sonrisa enorme y ligeramente desquiciada.

—¡Acertaste!

POR SUPUESTO.

Teatime empezó a desvanecerse.

YO ME LLEVARÉ EL CUERPO —dijo la Muerte.— ESO EVITARÁ PREGUNTAS INCONVENIENTES.

—¿Para qué hizo todo lo que hizo? —dijo Susan—. O sea, ¿por qué? ¿Por dinero? ¿Poder?

HAY GENTE QUE HARÍA CUALQUIER COSA POR LA PURA FASCINACIÓN DE HACERLO —dijo la Muerte.— O POR LA FAMA. O PORQUE NO DEBERÍAN.

La Muerte recogió el cadáver y se lo echó al hombro. Se oyó un ruido de algo que rebotaba en la chimenea. Él se giró y vaciló.

ESTO… ¿SABÍAS QUE EL ATIZADOR ME IBA A ATRAVESAR?

Susan se dio cuenta de que estaba temblando.

—Claro. En esta habitación es muy poderoso.

¿NUNCA TUVISTE NINGUNA DUDA?

Susan vaciló y luego sonrió.

—Tenía bastante confianza —dijo.

AH. —Su abuelo la miró durante un momento y a ella le pareció detectar apenas un atisbo de duda.— POR SUPUESTO. POR SUPUESTO. DIME, ¿TIENES PLANEADO PRACTICAR LA ENSEÑANZA A MAYOR ESCALA?

—No lo tenía en mente.

La Muerte se giró hacia el balcón y luego pareció recordar algo más. Se hurgó debajo de la túnica.

HE HECHO ESTO PARA TI.

Ella extendió la mano y cogió un trozo de cartulina mojada. De la parte inferior caían gotas de agua. Más o menos en el medio, parecía que alguien había pegado unas cuantas plumas marrones.

—Gracias. Ejem… ¿qué es?

ALBERT DIJO QUE TENÍA QUE TENER NIEVE, PERO PARECE QUE SE HA DERRETIDO —dijo la Muerte.— Es, POR SUPUESTO, UNA TARJETA DE FELICITACIÓN DE LA VlGILIA.

—Oh.

TAMBIÉN TENÍA QUE HABER UN PETIRROJO, PERO TUVE UNAS DIFICULTADES CONSIDERABLES AL INTENTAR QUE SE QUEDARA.

—Ah…

NO SE MOSTRABA COOPERATIVO EN ABSOLUTO.

—¿En serio…?

NO DIO NINGUNA MUESTRA DE ENTRAR EN EL ESPÍRITU DE LA VIGILIA DE LOS PUERCOS.

—Oh. Ejem. Bien. ¿Abuelo?

¿SÍ?

—¿Por qué? Es decir, ¿por qué has hecho todo esto?

El se quedó bastante quieto un momento, como si estuviera ensayando frases mentalmente.

CREO QUE TIENE QUE VER CON LAS COSECHAS —dijo por fin.— SÍ. ESO ES. Y PORQUE LOS HUMANOS SON TAN INTERESANTES QUE HASTA HAN INVENTADO LA SOSEZ. ES ASOMBROSO.

—Oh.

BUENO PUES… FELIZ VIGILIA DE LOS PUERCOS.

—Sí. Feliz Vigilia de los Puercos.

La Muerte se detuvo otra vez, frente a la ventana.

Y BUENAS NOCHES, NIÑOS… DE TODAS PARTES.

* * *

El cuervo revoloteó hasta posarse en un tronco cubierto de nieve. Su prótesis de pecho rojo estaba desgarrada y le colgaba inútilmente por detrás.

—Mira que ni siquiera llevarnos a casa… —dijo entre dientes—. Mira esto, ¿quieres? Nieve y páramos helados por todas partes. Ya no puedo volar ni un centímetro más. Me podría morir de hambre aquí, ¿sabes? ¡Ja! La gente no para de hablar a todas horas del reciclaje, pero pruebas un poco de ecología práctica y ellos… no… quieren… saber… nada. ¡Ja! Me apuesto a que a un petirrojo sí que lo llevarían a casa. Oh, sí.

IUC —dijo la Muerte de las Ratas en tono comprensivo, y luego olisqueó.

El cuervo vio que la pequeña figura encapuchada escarbaba en la nieve.

—Así que me limitaré a morir congelado aquí, ¿vale? —dijo lúgubremente—. Un manojo patético de plumas con mis patitas retorcidas de frío. Ni siquiera voy a ser una buena comida para nadie, y déjame que te diga que en mi especie es una desgracia morirse tan flac…

Entonces vio que debajo de la nieve había algo de un color blanco más sucio. Y a medida que la rata seguía escarbando, salió a la luz algo que muy bien podría haber sido una oreja.

El cuervo mantuvo la mirada fija.

—¡Es una oveja! —dijo.

La Muerte de las Ratas asintió con la cabeza.

—¡Una oveja entera![22]

IIIC.

—¡Oh, uau! —dijo el cuervo, brincando hacia delante y con los ojos dando vueltas—. ¡Eh, y apenas se ha enfriado!

La Muerte de las Ratas le dio unas palmaditas felices en el ala.

IIIC-YIC. YIK-IIIC.

—Vaya, gracias. Lo mismo digo…

* * *

Muy, muy lejos de allí y mucho, mucho tiempo atrás, se abrió la puerta de una tienda. El pequeño fabricante de juguetes acudió a toda prisa procedente del taller de la trastienda y se detuvo como si, en admirable previsión, hubiera caído muerto.

TIENE USTED UN CABALLITO DE BALANCÍN MUY GRANDE EN EL ESCAPARATE —dijo el nuevo cliente.

—Ah, sí, sí, SÍ. —El tendero manoseó nerviosamente sus gafas de montura cuadrada. No había oído el timbre y aquello le preocupaba—. Pero me temo que es solamente para exposición, se trata de un encargo especial de lord…

NO. YO SE LO COMPRO.

—No, pero es que oiga…

¿HAY OTROS JUGUETES?

—Sí, claro, pero…

ENTONCES ME LLEVO EL CABALLO. ¿CUÁNTO LE HABRÍA PAGADO ESTE LORD QUE DICE?

—Esto, acordamos doce dólares, pero…

YO LE DOY CINCUENTA —dijo el cliente.

El pequeño tendero se detuvo a media queja y arrancó de nuevo a media codicia. En efecto, había otros juguetes, se dijo a sí mismo a toda prisa. Y aquel cliente, pensó en un alarde de premonición, parecía de esa gente que no aceptaba un no por respuesta y que casi nunca se molestaba en hacer la pregunta correspondiente. Lord Selachii se enfadaría, pero lord Selachii no estaba presente. El desconocido, por otro lado, sí que estaba presente. Increíblemente presente.

—Esto… bueno, dadas las circunstancias… esto… ¿quiere que se lo envuelva?

NO. ME LO LLEVARÉ TAL COMO ESTÁ. GRACIAS. Y SALDRÉ POR DETRÁS, SI NO LE IMPORTA.

—Esto… ¿y cómo ha entrado? —dijo el tendero, sacando el caballito del escaparate.

ATRAVESANDO LA PARED. ES MUCHO MÁS CONVENIENTE QUE BAJAR POR LA CHIMENEA, ¿NO LE PARECE?

La aparición dejó caer una bolsita tintineante sobre el mostrador y levantó el caballito sin esfuerzo. El tendero no estaba en posición de aferrarse a nada. Hasta la cena de la noche anterior estaba amenazando con abandonarlo.

La figura miró las estanterías restantes.

HACE USTED BUENOS JUGUETES.

—Esto… gracias.

POR CIERTO, —dijo el cliente, mientras se marchaba— HAY UN NIÑITO AHÍ FUERA CON LA NARIZ CONGELADA Y PEGADA AL CRISTAL. UN POCO DE AGUA TIBIA DEBERÍA IR DE PERLAS.

La Muerte salió caminando a donde Binky lo esperaba en la nieve y ató el caballito de juguete detrás de la silla de montar.

ALBERT VA A ESTAR MUY CONTENTO. NO PUEDO ESPERAR A VER SU CARA. JO. JO. JO.

Mientras la luz de la Vigilia de los Puercos se resbalaba de las torres de la Universidad Invisible, el Bibliotecario se coló en la Gran Sala con unas partituras firmemente agarradas en los pies.

Mientras la luz de la Vigilia de los Puercos iluminaba las torres de la Universidad Invisible, el archicanciller se sentó en su estudio dejando escapar un suspiro y se quitó las botas.

Había sido una noche puñeteramente larga, de eso no había duda. Un montón de cosas extrañas. La primera vez que había visto echarse a llorar al Prefecto Mayor, por ejemplo.

Ridcully echó un vistazo a la puerta del nuevo cuarto de baño. Bueno, había resuelto los problemas iniciales, y una buena ducha tibia lo dejaría como nuevo. Y luego podía ir bien limpito al recital de órgano.

Se quitó el sombrero y alguien cayó del mismo con un tintineo. Un gnomo diminuto rodó por el suelo.

—Oh, otro. Pensaba que nos habíamos deshecho de todos vosotros —dijo Ridcully—. ¿Y tú qué eres?

El gnomo lo miró con expresión nerviosa.

—Esto… ¿se acuerda de que cada vez que había otra aparición mágica oía usted un ruido de, ejem, cascabeles? —dijo. Su expresión sugería que se estaba acercando a algo que sabía que le iba a reportar un guantazo.

—¿Sí?

El gnomo sostuvo en alto unas campanillas muy pequeñitas y las agitó nerviosamente. Hicieron clinclinclinclín en un tono muy triste.

—Suena bien, ¿eh? Era yo. Soy el Hada del clinclinclinclín.

—Largo de aquí.

—También hago efectos especiales a base de polvo de hadas centelleante acompañado de un «tuing», si le gusta.

—¡Largo!

—¿ Qué le parece «Las campanas de San Ungulante»? —preguntó el gnomo a la desesperada—. Típica de esta época del año. Muy bonita. ¿Por qué no canta conmigo? Dice así: «Las campanas [clong] de San [clangj…».

Ridcully le asestó un golpe directo con el pato de goma y el gnomo se escapó por el rebosadero del baño. De las tuberías vino un eco de palabrotas y el tañido espontáneo de campanillas.

Por fin en paz absoluta, el archicanciller se quitó la túnica.

Para cuando el Bibliotecario terminó de bombear, los remaches de los tanques de almacenamiento del órgano chirriaban. Satisfecho, trepó al asiento con los nudillos y se detuvo para inspeccionar, con enorme satisfacción, los teclados que tenía delante.

El enfoque que daba Jodido Estúpido Johnson a la música era similar a su enfoque hacia cualquier campo que su genialidad hubiera acariciado de la misma forma en que a un campo de patatas lo toca una helada tardía. Haz que suene fuerte, decía. Hazlo ancho. Que lo abarque todo. Y así es como el Gran Órgano de la Universidad Invisible era el único del mundo donde uno podía tocar una sinfonía entera orquestada para tormenta eléctrica y ruido de sapos aplastados.

Del gorro de baño puntiagudo de Mustrum Ridcully caía una cascada de agua tibia.

El señor Johnson había diseñado, seguramente no a propósito, un cuarto de baño perfecto: o por lo menos perfecto para cantar en él. Los ecos y la resonancia de las tuberías pulían todas las pequeñas imperfecciones y le daban una voz grave y poderosa hasta al cantante más enclenque.

Así que Ridcully cantó.

— … cuando yo salía dadadadadada a hacer no me acuerdo qué y a coger el dadadada, vislumbré a una guapa señoríiiita, creo que era, y entonces…

Los tubos del órgano zumbaban de tanta energía contenida. El Bibliotecario hizo crujir sus nudillos. Aquello le llevó algún tiempo. Luego tiró de la válvula que soltaba la presión.

El zumbido se convirtió en un repiqueteo imperioso.

Con mucho cuidado, pisó el pedal del embrague.

Ridcully dejó de cantar cuando los tonos del órgano entraron por la pared.

Música para el baño, ¿eh?, pensó. Justo lo que necesito.

Era una lástima que todo lo amortiguaran las instalaciones del cuarto de baño, sin embargo.

Fue en aquel punto cuando se fijó en una palanquita que decía «Tuberías musicales».

Ridcully, que era un hombre que nunca se preguntaba para qué servía cualquier clase de interruptor cuando era mucho más rápido y fácil averiguarlo pulsándolo, hizo precisamente eso. Pero en lugar de la música que estaba esperando, la única recompensa que recibió fue simplemente el que varios paneles de gran tamaño se desplazaran de lado y en silencio, revelando hilera tras hilera de grifos de latón.

Ahora el Bibliotecario estaba perdido, soñando en alas de la música. Sus manos y pies bailaban sobre los teclados, avanzando a golpecitos hacia el crescendo que terminaba el primer movimiento de la Suite Catastrófica de Bubbla.

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