Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—Muy bien, muy bien, muy…

Una pezuña resbaló. Por un momento el jabalí pareció aguantarse sobre dos patas mientras las otras dos arañaban la roca helada. Susan se lanzó hacia el otro lado, sin soltarse del cuello, y sintió el abismo que la arrastraba bajo sus pies.

Allí no había nada.

Se dijo a sí misma: «Si me caigo él me cogerá, si me caigo él me cogerá, si me caigo él me cogerá…».

El polvo de hielo hizo que le escocieran los ojos. Una pezuña salió disparada y a punto estuvo de darle en la cabeza.

Una voz más anciana dijo: «No me cogerá. Si me caigo ahora no merezco ser recogida».

Ella tenía el ojo de la criatura a pocos centímetros de distancia. Y entonces se dio cuenta…

… De las profundidades de los ojos de todos los animales, salvo los más inusuales, viene un eco. Y en el ojo oscuro que ella tenía delante había alguien devolviéndole la mirada…

Encontró la roca con el pie y concentró todo su ser en el mismo, pisando para darse impulso hacia arriba en un último esfuerzo. Cerdo y mujer se balancearon un momento y luego una pezuña volvió a encontrarse con el suelo y el jabalí se lanzó hacia delante por el risco.

Susan se arriesgó a mirar hacia atrás.

Los perros seguían moviéndose de forma extraña. Sus movimientos eran ligeramente entrecortados, como si en vez de moverse mediante músculos ordinarios se limitaran a fluir de una posición a la siguiente.

No son perros, pensó. Son formas de perros.

Hubo otro impacto por debajo de ella. La nieve salió volando hacia arriba. El mundo se inclinó. Notó que la forma del jabalí cambiaba cuando sus músculos se contrajeron y lo mandaron planeando mientras una losa de hielo y roca se desprendía y empezaba el largo descenso hacia la oscuridad.

Susan salió despedida cuando la criatura aterrizó y fue a parar dando tumbos sobre una capa profunda de nieve. Agitó los brazos frenéticamente, esperando empezar a resbalar hacia abajo en cualquier momento.

Lo que pasó, sin embargo, fue que su mano encontró una rama cubierta de nieve. A un par de metros el jabalí estaba tumbado de costado, jadeando y soltando vapor.

Ella se puso de pie. El espolón se había ensanchado hasta dar paso a una colina, sobre la cual había un puñado de árboles congelados.

Los perros habían alcanzado el abismo y estaban dando vueltas, luchando para no resbalar.

Ella vio que los perros podían saltar fácilmente al otro lado. Hasta el jabalí lo había conseguido llevándola a ella encima. Agarró la rama con las dos manos y tiró de ella. La rama se desprendió con un crujido, como un carámbano roto, y ella la blandió como si fuera un garrote.

—Venga —dijo—. ¡Saltad! ¡Atreveos! ¡Venga!

Uno de los perros lo hizo. La rama lo pilló mientras aterrizaba y Susan se revolvió, haciendo girar la rama en sentido ascendente, levantando al animal perplejo del suelo y mandándolo al precipicio.

Por un momento la silueta del perro se estremeció y después, aullando, desapareció en el abismo.

Ella bailó unos pocos pasos de rabia y triunfo.

—¡Sí! ¡Sí! ¿Quién quiere más? ¿Alguien?

Los demás perros la miraron a los ojos y decidieron que ninguno quería más y que no, nadie. Por fin, después de un par de intentos nerviosos, consiguieron dar media vuelta, sin dejar de resbalar, y emprendieron el regreso a la meseta.

Una figura les cortó el paso.

Hacía un momento no estaba allí, pero ahora daba la impresión de ser permanente. Parecía que lo hubieran hecho de nieve, con tres bolas de nieve amontonadas la una sobre la otra. Tenía puntos negros en lugar de ojos. La boca eran más de aquellos puntos formando un semicírculo. Y una zanahoria hacía las veces de nariz.

Y un par de ramas en vez de brazos.

Por lo menos eso parecían desde lejos.

Uno de los brazos tenía agarrado un palo curvado.

Un cuervo vestido con un trozo mojado de papel rojo aterrizó en uno de los brazos.

—¿Pío pío pío? —sugirió—. ¿Feliz solsticio? ¿Chipchipchip? ¿A qué estáis esperando? ¿A la Vigilia de los Puercos?

Los perros retrocedieron.

El muñeco de nieve se sacudió la nieve de encima, dejando al descubierto una figura descarnada y vestida con una túnica negra ondeante.

La Muerte escupió la zanahoria.

Jo. Jo. Jo.

Los cuerpos grises se volvieron borrosos y reverberaron mientras los perros buscaban desesperadamente cambiar de forma.

NO LO HABÉIS PODIDO RESISTIR AL FINAL, ¿EH? ME TEMO QUE HA SIDO UN ERROR.

Tocó la guadaña. La hoja cobró vida de repente con un chasquido.

LA VIDA SE TE ACABA METIENDO ENTRE CEJA Y CEJA —dijo la Muerte, dando un paso adelante.— HABLANDO METAFÓRICAMENTE, CLARO. ES UN HÁBITO QUE CUESTA QUITARSE. UNA BOCANADA DE AIRE NUNCA ES BASTANTE. DESCUBRIRÉIS QUE OS ENTRAN GANAS DE DAR LA SIGUIENTE.

Un perro empezó a resbalar en la nieve y arañó desesperadamente para salvarse de la fría y larga caída.

¿Y SABÉIS? CUANTO MÁS LUCHA UNO POR CADA MOMENTO, MÁS VIVO PERMANECE… Y AHÍ ES DONDE ENTRO YO, POR CIERTO.

El perro que iba en cabeza consiguió, por un instante, convertirse en una figura gris con túnica antes de ser arrastrado de vuelta a su forma anterior.

EL MIEDO TAMBIÉN ES UN ANCLAJE —dijo la Muerte.— TODOS ESOS SENTIDOS, ABIERTOS A TODOS Y CADA UNO DE LOS FRAGMENTOS DEL MUNDO. ESE CORAZÓN QUE LATE. ESE TORRENTE DE SANGRE. ¿NO NOTÁIS CÓMO OS ARRASTRA DE VUELTA?

Una vez más el Auditor consiguió retener la forma durante unos segundos y así pudo decir: ¡No puedes hacer esto, hay normas!

SÍ. HAY NORMAS. PERO VOSOTROS LAS HABÉIS ROTO. ¿CÓMO OS ATREVÉIS? ¿CÓMO OS ATREVÉIS?

La hoja de la guadaña era una línea azul y fina bajo la luz gris.

La Muerte se llevó un dedo flaco a donde habrían estado sus labios y de pronto pareció pensativo.

Y AHORA SOLAMENTE QUEDA UNA ÚLTIMA PREGUNTA, dijo.

Levantó las manos y pareció crecer. La luz centelleó en sus cuencas oculares. Cuando volvió a hablar, cayeron avalanchas en las montañas.

¿HABÉIS SIDO UNOS NIÑOS BUENOS… O UNOS NIÑOS MALOS? JO. JO. JO.

Susan oyó que los aullidos se alejaban hasta apagarse.

El jabalí yacía en la nieve blanca, que ahora estaba teñida de rojo por la sangre. Ella se arrodilló y trató de levantarle la cabeza.

Estaba muerto. Uno de sus ojos miraba la nada. Le colgaba la lengua.

Dentro de ella se acumuló el llanto. La parte diminuta de Susan que permanecía vigilante, la canguro interior, le dijo que no era más que agotamiento y nerviosismo y la resaca de la adrenalina. Que no era posible que estuviera llorando por un cerdo muerto.

El resto de ella le golpeó en el costado con ambos puños.

—¡No puedes hacer esto! ¡Te hemos salvado! ¡Morirte no es lo que se supone que debes hacer! Se levantó una brisa.

Algo se movió en el paisaje, algo que iba por debajo de la nieve. Las ramas de los árboles vetustos se agitaron suavemente, dejando caer pequeñas agujas de hielo.

Salió el sol.

La luz bañó a Susan como un vendaval silencioso. Resultaba cegadora. Ella se agazapó, levantando el antebrazo para taparse los ojos. La enorme bola roja empezó a convertir en fuego la escarcha de las ramas invernales.

La luz dorada golpeó las cúspides de las montañas, convirtiendo cada una de ellas en un volcán cegador y silencioso. Después avanzó, derramándose en los valles y subiendo con estruendo las laderas, imparable…

Se oyó un gemido.

Donde antes estaba el jabalí ahora había un hombre tumbado en la nieve.

Estaba desnudo salvo por un taparrabos de piel de animal.

Tenía el pelo largo y recogido en una gruesa trenza que le caía por la espalda, tan apelmazada por la sangre y la grasa que parecía de felpa. Y estaba sangrando por todas las partes donde lo habían cogido los perros.

Susan se quedó mirando un momento, y luego, pensando con algo que no era la cabeza, arrancó metódicamente varias tiras de tela de sus enaguas para vendar las heridas más desagradables.

Aptitudes, dijo la parte pequeña de su mente. Una cabeza racional en situaciones de emergencia.

Un algo racional, por lo menos.

Probablemente sea alguna clase de defecto de carácter.

El hombre estaba tatuado. Por debajo de la sangre tenía la piel cubierta de remolinos y espirales azules.

Abrió los ojos y miró el cielo.

—¿Puedes levantarte?

La mirada del hombre se volvió hacia ella. Intentó moverse pero volvió a caer hacia atrás.

Al final ella se las apañó para incorporar al hombre y dejarlo sentado. Él se tambaleó mientras Susan le ponía uno de sus brazos alrededor de los hombros de ella y le ayudaba a ponerse de pie. Ella intentó con todas sus fuerzas no hacer caso del hedor, que tenía una fuerza casi física.

Lo más fácil parecía ser ir colina abajo. Aunque el cerebro del hombre todavía no funcionara, sus pies parecieron entender la idea.

Bajaron dando bandazos por los bosques helados, mientras la nieve emitía un resplandor anaranjado bajo el sol naciente. En las hondonadas acechaba una penumbra fría y azul, como pequeños remansos de invierno.

Al lado de ella el hombre tatuado dio un gorgoteo. Se soltó de ella y aterrizó de rodillas sobre la nieve, agarrándose la garganta y asfixiándose. Su respiración sonaba como una sierra.

—¿Y ahora qué? ¿Qué problema hay? ¿Qué problema hay?

Él la miró con los ojos en blanco y se volvió a llevar las manos a la garganta.

—¿Te has atragantado? —Ella la palmeó la espalda con todas sus fuerzas, pero ahora el hombre estaba a cuatro patas en el suelo, luchando por respirar.

Susan le puso las manos por debajo de los hombros, lo puso de pie y luego le rodeó la cintura con los brazos. Oh dioses, ¿cómo funcionaba aquello?, si hasta había recibido lecciones para hacerlo, a ver, ¿no había que cerrar un puño y luego rodearlo con otra mano y luego tirar hacia arriba y hacia dentro, así…?

El hombre tosió y algo rebotó en un árbol y aterrizó en la nieve.

Ella se arrodilló para echarle un vistazo. Era una judía pequeña y negra.

Un pájaro trinó en una rama alta. Ella levantó la vista. Un carrizo se meció en dirección a ella y revoloteó hasta otra rama.

Cuando volvió a bajar la vista, el hombre había cambiado. Ahora llevaba ropa, pieles gruesas, con una capucha y botas de piel. Se apoyaba en una lanza con punta de piedra y parecía mucho más fuerte.

Algo corrió por entre los árboles, apenas visible salvo por su sombra. Por un momento Susan vislumbró una liebre blanca antes de que se alejara saltando por un nuevo camino.

Ella volvió a mirar. Ahora las pieles habían desaparecido y el hombre parecía mayor, aunque tenía los mismos ojos. Llevaba una túnica blanca y gruesa y tenía mucho aspecto de sacerdote.

Cuando un pájaro volvió a cantar, ella no apartó la vista. Y se dio cuenta de que se había equivocado al pensar que el hombre cambiaba igual que pasan las páginas de un libro. Todas las imágenes estaban presentes al mismo tiempo, junto con muchas otras. Lo que uno veía dependía de cómo mirara.

Sí. Es una suerte que yo esté experimentada y totalmente acostumbrada a estas cosas, pensó ella. Si no, ahora estaría bastante preocupada…

Ahora estaban en el margen del bosque.

Un poco más allá, cuatro jabalíes enormes esperaban soltando bocanadas de vapor, delante de un trineo que tenía aspecto de estar construido a base de árboles toscamente limpiados de ramas. En la madera ennegrecida había caras, posiblemente talladas a piedra o posiblemente grabadas a lluvia y a viento.

Papá Puerco se subió al trineo y se sentó. En los últimos metros había ganado peso y ahora era casi imposible ver otra cosa que a aquel hombre enorme con su túnica roja, en cuya tela se iban formando cristales de hielo aquí y allí. Solamente en ciertos destellos ocasionales de la escarcha se adivinaba algún atisbo de pelo o de colmillos.

Se reacomodó en el asiento y luego estiró un brazo para extraer una barba postiza, que sostuvo en alto con gesto interrogante.

LO SIENTO —dijo una voz desde detrás de Susan.— ES MÍA.

Papá Puerco saludó con la cabeza a la Muerte, como un artesano a otro, y luego a Susan. Ella no estaba segura de si le estaba dando las gracias: era más bien un gesto de reconocimiento, de admitir que ciertamente se había hecho algo que tenía que hacerse. Pero no era dar las gracias.

Luego dio una sacudida a las riendas y chasqueó la lengua y el trineo se alejó patinando.

Ellos lo miraron alejarse.

—Recuerdo haber oído —dijo Susan en tono distante— que la idea de que Papá Puerco lleva un traje rojo y blanco se inventó hace bastante poco.

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