Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Banjo había encontrado una escoba y una fregona en alguna parte. El círculo estaba vacío y, haciendo gala de una iniciativa sorprendente, el hombre estaba borrando con cuidado la tiza.

—¿Banjo?

—Sí, señorita.

—¿Te gusta este sitio?

—Hay árboles, señorita.

Probablemente eso quiere decir «sí», decidió Susan.

—¿Y no te preocupa el cielo?

Ella miró, desconcertado.

—No, señorita…

—¿Sabes contar, Banjo?

Él puso cara de orgullo.

—Sí, señorita. Con los dedos, señorita.

—O sea que sabes contar hasta… —le apuntó Susan.

—Trece, señorita —respondió Banjo, ufano. Ella le miró las manazas.

—Cielos.

Bueno, pensó, ¿y por qué no? Es grande y de confianza y qué otra clase de vida le queda.

—Creo que sería buena idea que tú hicieras el trabajo del Hada de los Dientes, Banjo.

—¿Y no sería un problema, señorita? ¿No le importará al Hada de los Dientes?

—Tú… hazlo hasta que ella vuelva.

—Muy bien, señorita.

—Yo… esto… me encargaré de que haya alguien que te eche un ojo hasta que le hayas hecho al trabajo. Creo que la comida la traen con el carromato. Y no has de dejar que nadie te engañe. —Le miró las manos, hizo que su vista trepara más y más arriba por las laderas inferiores hasta ver la cima del Monte Banjo y añadió—: Aunque no creo que nadie lo intente, la verdad.

—Sí, señorita. Lo tendré todo limpio, señorita. Esto…

La cara grande y rosada la miró.

—¿Sí, Banjo?

—¿Puedo tener un cachorro, señorita? Una vez tuve un gatito, señorita, pero nuestra mamá lo ahogó porque era sucio. —La memoria de Susan le lanzó un nombre.

—¿Un cachorro que se llame Toby?

—Sí, señorita. Toby, señorita.

—Creo que llegará muy pronto, Banjo.

Él pareció confiar plenamente en aquello.

—Gracias, señorita.

—Y ahora me tengo que ir.

—Sí, señorita.

Ella volvió a mirar hacia lo alto de la torre. La tierra de la Muerte podía ser oscura, pero cuando estabas en ella nunca pensabas que te fuera a pasar nada malo. Estabas más allá de los lugares en que podían pasar cosas malas. Pero aquí…

Cuando uno era adulto solamente tenía miedo de, bueno, de cosas lógicas. La pobreza. La enfermedad. Que descubrieran. Pero por lo menos no enloquecías de terror por algo que había debajo de la escalera. El mundo no estaba lleno de luces y sombras arbitrarias. ¿El maravilloso mundo de la infancia? Bueno, no era una versión reducida del mundo adulto, eso estaba claro. Era más bien como el de los adultos pero escrito con letras enormes y pesadas. Todo era… más. Más de todo.

Dejó a Banjo barriendo y salió al mundo perpetuamente soleado.

Bilioso y Violeta se le acercaron corriendo. Bilioso estaba blandiendo una rama de árbol como si fuera un garrote.

—No necesitas eso —dijo Susan. Lo que quería era dormir.

—Hemos estado hablando del tema y hemos pensado que teníamos que volver para ayudarte —dijo Bilioso.

—Ah. Coraje democrático —dijo Susan—. Bueno, ya se han marchado todos. A donde sea que vayan.

Bilioso bajó la rama, agradecido.

—No creas que… —empezó a decir.

—Mirad, vosotros dos podéis echar una mano —dijo Susan—. Ahí dentro está todo hecho un desastre. Id a ayudar a Banjo.

—¿A Banjo?

—Él es… quien más o menos lleva el lugar ahora. —Violeta se rió.

—Pero si está…

—Está a cargo de todo esto —dijo Susan en tono cansino.

—Muy bien —dijo Bilioso—. Además, estoy seguro de que podemos decirle lo que tiene que hacer…

—¡No! Ya habido demasiada gente que le ha dicho lo que tiene que hacer. Ya sabe qué hacer. Solamente ayudadlo a empezar, ¿de acuerdo? Pero… Si Papá Puerco vuelve ahora, tú desaparecerás, ¿verdad? —No sabía cómo hacerle la pregunta.

—Voy, ejem, a dejar mi antiguo trabajo —dijo Bilioso—. Ejem… Voy a seguir trabajando como sustituto de vacaciones para los demás dioses. —La miró con expresión suplicante.

—¿De veras? —Susan miró a Violeta. Oh, bueno, tal vez si ella cree en él, por lo menos… Podría funcionar. Nunca se sabe.

—Bien —dijo—. Divertios. Ahora me voy a casa. Esta no es forma de pasar la Vigilia de los Puercos.

Encontró a Binky esperándola junto al arroyo.

* * *

Los Auditores revoloteaban, nerviosos. Y como pasaba siempre con su especie cuando algo salía radicalmente mal y necesitaba ser reparado al instante, se pusieron cómodos para intentar averiguar a quién echar la culpa. Uno dijo: Ha sido…

Y entonces se detuvo. Los Auditores vivían por consenso, lo cual hacía que elegir cabezas de turco fuera un poco problemático. El auditor se alegró. Al fin y al cabo, si todo el mundo era culpable, entonces en realidad no era culpa de nadie. Aquello era lo que significaba la responsabilidad colectiva, al fin y al cabo. Había sido la mala suerte o algo así.

Otro dijo: Por desgracia, la gente puede hacerse una idea equivocada. Es posible que nos hagan preguntas.

Uno dijo: ¿Qué pasa con la Muerte? Al fin y al cabo, ha interferido.

Uno dijo: Ejem… no exactamente.

Uno dijo: Oh, vamos. Ha metido a la chica por medio.

Uno dijo: Esto… no. Ella se ha metido sola.

Uno dijo: Sí, pero es él quien le ha dicho…

Uno dijo: No. No es verdad. De hecho, él se ha asegurado de no decir…

Hizo una pausa y entonces dijo: ¡Maldición!

Uno dijo: Por otro lado…

Las túnicas se giraron en su dirección.

¿Sí?

Uno dijo: No hay ninguna prueba propiamente dicha. Nada escrito. Unos humanos se emocionaron y decidieron atacar el país del Hada de los Dientes. Es una mala noticia, pero no tiene nada que ver con nosotros. Nosotros estamos escandalizados, claro.

Uno dijo: Sigue habiendo lo de Papá Puerco. La gente se va a dar cuenta. Es posible que hagan preguntas.

Flotaron todos un momento sin decir nada.

Al final uno dijo: Tal vez tengamos que correr…

Hizo una pausa, reacio incluso a pensar aquella palabra, pero consiguió continuar:… un riesgo.

* * *

La cama, pensó Susan, mientras la niebla pasaba a su lado. Y por la mañana, cosas humanas decentes como café y gachas. Y la cama. Cosas reales…

Binky se detuvo. Ella frunció el ceño a sus orejas un momento y luego lo apremió a que continuara. El animal relinchó y se negó a moverse.

Una mano esquelética le había agarrado la brida. La Muerte se materializó.

EL ASUNTO NO HA TERMINADO. TODAVÍA HAY COSAS QUE HACER. LO SIGUEN TORTURANDO.

Susan hizo un gesto de abatimiento.

—¿El qué? ¿Quiénes?

PONTE HACIA DELANTE. YO DIRIJO.

La Muerte se subió a la silla de montar y estiró el brazo alrededor de ella para coger las riendas.

—Escucha, he ido… —empezó a decir Susan.

SÍ. LO SÉ. EL CONTROL DE LA CREENCIA —dijo la Muerte, mientras el caballo reanudaba su marcha. —SOLAMENTE SE LE PODRÍA OCURRIR A UNA MENTE MUY SIMPLE. UNA MAGIA TAN VIEJA QUE A DURAS PENAS ES MAGIA. QUÉ FORMA TAN SENCILLA DE HACER QUE MILLONES DE NIÑOS DEJEN DE CREER EN PAPÁ PUERCO.

—¿Y tú qué estabas haciendo? —exigió saber Susan.

YO TAMBIÉN HE HECHO LO QUE ME PROPUSE HACER. HE MANTENIDO UN ESPACIO. UN MILLÓN DE ALFOMBRAS CON PISADAS DE HOLLÍN, MILLONES DE CALCETINES LLENOS, TODOS ESOS TEJADOS CON MARCAS DE PATINES… A LA INCREDULIDAD LE VA A COSTAR SOBREVIVIR EN VISTAS DE ESO. ALBERT DICE QUE NO PIENSA PROBAR OTRA COPA DE JEREZ EN DÍAS. PAPÁ PUERCO TENDRÁ UN SITIO AL QUE VOLVER, AL MENOS.

—¿Y qué tengo que hacer yo ahora?

TIENES QUE TRAER DE VUELTA A PAPÁ PUERCO.

—¿Ah, sí? ¿Por la paz y la buena voluntad y el tintineo de campanillas? A quién le importa. ¡Solo es un payaso viejo y gordo que hace que la gente se sienta orgullosa en la Vigilia de los Puercos! ¿Todo esto lo he pasado por un viejo que ronda los dormitorios de los niños?

NO. ES PARA QUE SALGA EL SOL.

—¿Qué tiene que ver la astronomía con Papá Puerco?

LOS DIOSES VIEJOS HACEN TRABAJOS NUEVOS.

* * *

El Prefecto Mayor no estaba asistiendo al banquete. Había hecho que una de las doncellas le llevara una bandeja a sus aposentos, donde tenía una invitada y estaba haciendo todas esas cosas que hace un hombre cuando se encuentra a sí mismo inesperadamente téte-á-téte con el sexo opuesto, como intentar sacarse brillo a las botas contra los pantalones o limpiarse las uñas con las otras uñas.

—¿Un poco más de vino, Gwendoline? Apenas tiene alcohol —dijo, inclinándose hacia ella.

—No me importaría, señor Mayor.

—Oh, llámame Horace, por favor. ¿Y tal vez algo de picar para tu pollo?

—Me temo que parece que se ha ido a alguna parte —dijo el Hada del Buen Humor—. Me temo que soy, soy, soy una compañía bastante aburrida… —Se sonó la nariz haciendo mucho ruido.

—Oh, yo no diría eso ni mucho menos —dijo el Prefecto Mayor. Le gustaría haber tenido tiempo para ordenar un poco sus aposentos, o por lo menos para quitar algunas de las prendas sucias más embarazosas del rinoceronte disecado.

—Todo el mundo ha sido tan amable —dijo el Hada del Buen Humor, secándose los ojos chorreantes—. ¿Quién era ese flacucho que no paraba de hacer muecas graciosas para mí?

—Era el tesorero. ¿Por qué no…?

—Pues él parecía de muy buen humor.

—Son las pastillas de extracto de rana, se las come a puñados —dijo el Prefecto Mayor en tono desdeñoso—. Digo yo que por qué no…

—Oh, cielos. Espero que no sean adictivas.

—Estoy seguro de que no se las seguiría tomando si fueran adictivas —dijo el Prefecto Mayor—. Ahora, ¿por qué no se toma otra copa de vino, y entonces… y entonces…? —Un pensamiento feliz le acometió-… Y entonces… y entonces tal vez le puedo enseñar la Remembranza del archicanciller Intestinio. Tiene un, un, un, un techo muy interesante. Caramba, sí.

—Eso estaría muy bien —dijo el Hada del Buen Humor—. ¿Cree usted que me animaría?

—Oh, ya lo creo, ya lo creo —dijo el Prefecto Mayor—. ¡Está claro! ¡Bien! Pues voy a, ejem, voy nada más a… Me… —Señaló vagamente en dirección a su vestidor, mientras daba saltitos de un pie al otro—. Voy nada más a… voy… nada más…

Se fue corriendo al vestidor y cerró de un portazo detrás de sí. Su mirada frenética recorrió los estantes y las perchas.

—Túnica limpia —murmuró—. Peinar cara, lavar calcetines, cambiar pelo, ¿dónde está esa loción para en lugar del afeitado…?

Del otro lado de la puerta vino el sonido adorable del Hada del Buen Humor al sonarse la nariz. De este lado vino el ruido del grito ahogado del Prefecto Mayor cuando, dejando de lado toda precaución por culpa de la prisa y de un sentido muy malo del olfato, se salpicó la cara por error con el aguarrás que usaba para tratarse los pies.

En alguna parte por encima de ellos, un niño muy pequeño y regordete provisto de un arco, una flecha y unas alas ridiculamente poco aerodinámicas zumbaba impotente topándose contra una ventana cerrada en la que la escarcha estaba trazando el contorno de una señora oriental bastante atractiva. La otra ventana ya tenía un dibujo en hielo de un jarrón con girasoles.

* * *

En la Gran Sala ya se había hundido una de las mesas. Era una de las costumbres del banquete que, aunque hubiera muchos platos, cada mago iba a su propio ritmo, una tradición instituida para evitar que los más lentos impidieran avanzar a los demás. Y también se podía repetir si uno quería, de forma que si un mago se sentía particularmente atraído por la sopa podía volver y volver a ella durante una hora antes de empezar con las fases preliminares de los platos de pescado.

—¿Cómo te sientes ahora, viejo amigo? —preguntó el decano, que estaba sentado al lado del tesorero—. ¿Hemos vuelto a las pastillas de extracto de rana?

—Yo, ejem, yo, ejem, no, no estoy mal del todo —dijo el tesorero—. Por supuesto, fue, fue toda una impresión cuando…

—Pues lástima, porque aquí tengo tu regalo de la Vigilia de los Puercos —dijo el decano, pasándole una cajita. Que traqueteaba—. Puedes abrirla ahora si quieres.

—Ah, vaya, qué amable…

—Es de mi parte —dijo el decano.

—Qué encantador…

—Lo he comprado con mi dinero, ¿sabes? —dijo el decano, blandiendo una pata de pavo con displicencia.

—El papel de envoltorio es muy bonito…

—Yo añadiría que cuesta más de un dólar.

—Por todos los cielos…

El tesorero arrancó lo que quedaba del papel de envoltorio.

—Es una caja para guardar pastillas de extracto de rana. ¿Lo ves? Pone «Pastillas de Extracto de Rana», ¿lo ves? —El tesorero la agitó.

—Oh, qué amable —dijo débilmente—. Si hasta tiene algunas pastillas dentro. Qué considerado. Me vendrán muy bien.

—Sí —dijo el decano—. Las cogí de tu mesilla de noche. Al fin y al cabo, ya me había gastado un dólar.

El tesorero asintió agradecido y colocó la cajita pulcramente junto a su plato. Aquella noche de forma excepcional le habían permitido tener cuchillos. Y le habían permitido comer cosas que no fueran esas que solamente se pueden pescar con una cuchara de madera.

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