Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

Él asestó una estocada. Ella no tuvo tiempo de apartarse. Y ni siquiera lo intentó cuando él asestó una segunda.

—Aquí no funciona —dijo ella mientras él miraba el arma con asombro—. Aquí el filo no existe. ¡Aquí no existe la Muerte! Ella le dio una bofetada.

—¡Hola! —le dijo en tono jovial—. ¡Soy la canguro interior!

No le dio un puñetazo. Se limitó a extender un brazo, con la palma por delante, cogiéndolo de debajo de la barbilla y levantándolo por encima de la barandilla.

Él dio una voltereta. Ella nunca supo cómo. De alguna forma consiguió encontrar un punto de apoyo en medio del aire.

Agarró el brazo de ella con su brazo libre; a Susan se le levantaron los pies del suelo y se encontró volando por encima de la barandilla. Consiguió agarrarla con la otra mano, aunque más tarde se preguntaría si no había sido la barandilla la que la había agarrado a ella.

Teatime quedó colgando de su brazo, mirando hacia arriba con expresión pensativa. Ella lo vio agarrar la empuñadura de la espada con los dientes y llevarse una mano al cinturón.

La pregunta «¿está esta persona lo bastante loca como para intentar matar a alguien que lo está sosteniendo?» fue hecha y respondida muy, muy deprisa… Ella dio una patada que lo alcanzó en la oreja.

La tela de su manga empezó a rasgarse. Teatime intentó agarrarse de otro lado. Ella le dio otra patada y se le desgarró el vestido. Por un instante él permaneció agarrado a nada y después, todavía con la expresión de alguien que está intentando solucionar un problema complejo, cayó al vacío, girando sobre sí mismo, haciéndose más pequeño…

Cayó sobre el montón de dientes, haciendo que salieran despedidos por todo el suelo de mármol. Sufrió un espasmo momentáneo…

Y se desvaneció.

Una mano parecida a un manojo de plátanos tiró otra vez de Susan por encima de la barandilla.

—Te puedes meter en líos si pegas a las chicas —dijo Banjo—. No hay que jugar con las chicas.

Detrás de ellos se oyó un «clic».

Las puertas se acababan de abrir de par en par. Una niebla blanca y fría se empezó a extender sobre el suelo.

—Nuestra mamá… —dijo Banjo, intentando encontrar respuestas—. Nuestra mamá estaba aquí…

—Sí —dijo Susan.

—Pero no era nuestra mamá, porque a nuestra mamá la enterraron…

—Sí.

—Vimos cómo llenaban la tumba y todo.

—Sí —dijo Susan, y añadió para sí misma: apuesto a que sí.

—¿Y adonde ha ido nuestro Davey?

—Esto… a otra parte, Banjo.

—¿A un sitio bonito? —preguntó el gigante en tono inseguro. Susan se aferró con alivio a la oportunidad de decir la verdad, o al menos de no mentir por completo.

—Podría ser —dijo ella.

—¿Mejor que aquí?

—Nunca se sabe. Hay gente que diría que las probabilidades están a su favor.

Banjo volvió hacia ella sus ojos rosados de cerdito. Por un momento un hombre de treinta y cinco años se asomó a través de las nubes rosadas de una cara de cinco.

—Eso está bien —dijo—. Podrá ver otra vez a nuestra mamá.

Tanta conversación pareció dejarlo agotado. Hizo un gesto de cansancio.

—Quiero irme a casa —dijo.

Ella observó aquella cara grande y sucia, se encogió de hombros con gesto resignado, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo acercó a la boca.

—Escupe —ordenó. Él obedeció.

Ella le pasó el pañuelo por las partes más sucias y luego se lo metió en la mano.

—Suénate bien —sugirió ella, y luego se apartó con cuidado fuera del alcance hasta que los últimos ecos del estruendo se hubieron apagado—. Puedes quedarte el pañuelo. Por favor —añadió, diciéndolo de corazón—. Ahora métete la camisa por dentro.

—Sí, señorita.

—Ahora ve abajo y barre todos los dientes fuera del círculo. ¿Puedes hacer eso? —Banjo asintió.

—¿Qué es lo que puedes hacer? —le interrogó ella. Banjo se concentró.

—Barrer todos los dientes fuera del círculo, señorita. —Bien. Ya puedes irte.

Susan vio cómo se alejaba pesadamente y luego se quedó mirando la puerta blanca. Estaba segura de que el mago solamente había llegado a la sexta cerradura.

La sala que había al otro lado de la puerta era completamente blanca, y la niebla que se arremolinaba al nivel de las rodillas amortiguaba incluso el ruido de sus pasos.

Lo único que había allí era una cama. Una cama grande con cuatro postes, vieja y polvorienta.

Primero le pareció que estaba desocupada, pero luego vio a la figura, tumbada entre las montañas de almohadas. Daba toda la impresión de ser una frágil ancianita con una cofia. La anciana giró la cabeza y sonrió a Susan.

—Hola, cariño.

Susan no recordaba haber tenido una abuela. La madre de su padre había muerto cuando ella era joven, y por el otro lado de la familia… bueno, ella nunca había tenido abuela. Pero aquella era una abuela como la que ella habría querido.

De las que la parte desagradablemente realista de su mente le recordó que casi nunca existían.

A Susan le pareció oír una risa infantil. Y después otra. En algún lugar, casi demasiado lejano para oírlo, había niños jugando. Siempre era un ruido agradable y tranquilizador.

Siempre y cuando, por supuesto, uno no pudiera oír lo que estaban diciendo.

—No —dijo Susan.

—¿Perdona, cariño? —dijo la anciana.

—Tú no eres el Hada de los Dientes.

—Oh, no… Hasta había una maldita colcha de retales.

—Oh, sí que lo soy, cariño.

—Abuelita, abuelita, qué dientes más grandes tienes… Pero bueno, si hasta llevas un chal, cielos.

—No te entiendo, querida…

—Te has olvidado de la mecedora —dijo Susan—. Siempre pensé que habría una mecedora.

Se oyó un «pop» detrás de ella y luego un chirrido cada vez más débil. Susan ni siquiera se giró.

—Como hayas incluido un gatito que juega con un ovillo de lana te vas a ganar una buena —dijo ella en tono severo, y recogió el candelabro que había junto a la cama. Parecía lo bastante pesado—. No me creo que seas real —añadió con tranquilidad—. Este sitio no lo dirige ninguna ancianita con chal. Has salido de mi cabeza. Así es como te defiendes. Te metes en la cabeza de la gente y encuentras las cosas que funcionan…

Le intentó dar un golpe con el candelabro. El objeto atravesó a la figura que estaba en la cama.

—¿Lo ves? —dijo—. Ni siquiera eres real.

—Oh, yo soy real, cariño —dijo la anciana, mientras su contorno cambiaba.

El candelabro no lo era. Susan miró la nueva figura.

—Na —dijo—. Es horrible, pero no me asusta. Ni eso tampoco. —La figura cambió otra vez, y otra—. No, ni tampoco mi padre. Caramba, estás raspando el fondo del barril, ¿eh? Pero si las arañas me gustan. Las serpientes no me preocupan. ¿Los perros? No. Las ratas no tienen nada de malo, me caen bien. Lo siento, pero ¿a alguien le da miedo eso?

Susan agarró a la cosa y esta vez su forma permaneció estable. Parecía un monito pequeño y arrugado, pero con los ojos hundidos debajo de una frente tan prominente como un balcón. Su pelo era gris y lacio. La cosa forcejeó débilmente apresada en su mano y resolló.

—No me asusto con facilidad —dijo Susan—. Pero te sorprendería lo mucho que me puedo enfadar.

La criatura dejó de hacer fuerza.

—Yo… yo… —murmuró.

Ella lo soltó.

—Eres un hombre del saco, ¿verdad? —dijo ella. La cosa se desplomó hecha una bola cuando ella retiró la mano.

—No «un…» «El…» —dijo.

—¿Qué quieres decir con eso de «el»? —dijo Susan.

—El hombre del saco —dijo el hombre del saco. Y ella vio lo flaco que estaba, la abundancia de mechones blancos y grises que tenía en el pelo, cómo la piel se le tensaba sobre los huesos…

—¿El primer hombre del saco?

—Yo… Había… Me acuerdo de cuando la tierra era distinta. Hielo. Muchos tiempos de… hielo. Y los… ¿cómo se llaman? —La criatura resolló—. Los territorios, los territorios enormes… todos distintos…

—¿Te refieres a los continentes?

—… Todos distintos. —Los ojos negros y hundidos resplandecieron fijos en ella y de pronto la cosa se encabritó, agitando los brazos huesudos—. ¡Yo era la oscuridad en la cueva! ¡Yo era la sombra entre los árboles! ¿Has oído hablar del… grito primordial? ¡Me lo gritaban… a mí! Yo era —la figura se dobló sobre sí misma y se echó a toser—. Y luego… esa cosa, ya sabes, esa cosa… toda brillante y luminosa… un relámpago portátil, una pequeña luz del sol caliente, y entonces ya no hubo oscuridad, solamente sombras, y después hicisteis hachas, hachas en el bosque, y luego… y luego…

Susan se sentó en la cama.

—Todavía sigue habiendo muchos hombres del saco.

—¡Escondidos debajo de las camas! ¡Acechando en los armarios! Pero —luchó para respirar—, si me hubieras visto a mí… En los viejos tiempos… cuando ellos venían a las cuevas más profundas para hacer sus dibujos de la caza… Yo podía rugir en sus cabezas… de forma que se les caía el estómago por el trasero…

—Y el viejo oficio está muriendo —dijo Susan en tono grave.

—Ah, después vinieron otros… Nunca conocieron aquel terror primero y auténtico. Lo único que conocían —hasta susurrando, el hombre del saco consiguió imprimirle un matiz de sorna a su voz— eran los rincones oscuros. ¡Yo había sido la oscuridad! ¡Yo fui el… primero! Y ahora no era mejor que ellos… asustar a las doncellas, cortar la crema… esconderse en las sombras al final del año… y luego una noche, pensé… ¿para qué?

Susan asintió. Los hombres del saco no eran inteligentes. Aquel momento de incerteza existencial probablemente tardaba mucho más en materializarse en cabezas donde las neuronas rebotaban tan, tan despacio de un lado al otro del cráneo. Y sin embargo… el abuelo también había pensado así. Uno pasaba el suficiente tiempo con humanos y dejaba de ser lo que ellos imaginaban que era para querer convertirse en algo propio. Paraguas y cepillos de plata…

—Y pensaste: ¿qué sentido tiene todo? —dijo ella.

—… Asustar a los niños… acechar… y luego empecé a mirarlos. En los tiempos del hielo no solía haber niños de verdad… Solamente humanos grandes y humanos pequeños, pero no niños. … y… y tenían un mundo distinto en la cabeza… En sus cabezas, allí era donde estaban los viejos tiempos ahora. Los viejos tiempos. Cuando todo era joven.

—Saliste de debajo de la cama…

—Yo los vigilaba… los mantenía a salvo…

Susan intentó no estremecerse.

—¿Y los dientes?

—Yo… oh, no se pueden dejar por ahí, cualquiera podría cogerlos, hacer cosas terribles con ellos. A mí me gustaban los niños, yo no quería que nadie les hiciera daño… —La cosa emitió un borboteo—. Nunca quise hacerles daño, yo solamente los vigilaba, guardaba los dientes en un lugar seguro… y, y, y a veces me quedaba allí sentado escuchándolos…

La cosa siguió balbuceando. Susan escuchó con asombro avergonzado, sin saber si debía apiadarse de aquella cosa o bien, y aquella era una opción en desarrollo, pisotearla.

—… y los dientes… se acuerdan…

La cosa empezó a temblar.

—¿Y el dinero? —le apuntó Susan—. No se ven muchos hombres del saco ricos por ahí.

—… dinero por todas partes… enterrado en agujeros… viejo tesoro… respaldos de sofás… se acumula… inversiones… dinero a cambio de dientes, muy importante, es parte de la magia, lo hace seguro, lo hace correcto, de otra forma es robar… y los etiqueté todos, y los guardé en un lugar seguro, y… y luego me hice viejo, pero encontré a gente… —El Hada de los Dientes soltó una risita, y por un momento Susan lo sintió por los hombres de las cavernas de la antigüedad—. No hacen preguntas, ¿verdad? —continuó a borbotones—. Tú les das el dinero y ellos hacen su trabajo y no hacen preguntas…

—No creen que merezca la pena por lo que cobran —dijo Susan.

—… Y luego vinieron ellos… robando…

Susan se rindió. Los dioses viejos hacen trabajos nuevos.

—Tienes un aspecto terrible.

—… Muchas gracias…

—Quiero decir, enfermo.

—… Muy viejo… todos esos hombres, demasiado esfuerzo… El hombre del saco gimió.

—… Aquí… no te mueres —jadeó—. Simplemente te haces viejo, escuchando las risas…

Susan asintió. Estaba en el aire. Ella no oía las palabras, solamente un parloteo lejano, como si estuviera en la otra punta de un pasillo largo.

—… Y este lugar… Creció a mi alrededor…

—Los árboles —dijo Susan—. Y el cielo. Viene de las cabezas de los niños…

—… Muriendo… Los niñitos… tienes que…

La figura se desvaneció.

Susan se quedó sentada un rato, escuchando el parloteo lejano. Palabras de creyente, pensó ella. Igual que las ostras. Les entra un poquito de porquería y a su alrededor crece una perla. Se levantó y bajó la escalera.

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