Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

La anterior institutriz había usado diversos monstruos y hombres del saco como método de disciplina. Siempre había algo que acechaba para comerse o llevarse a los niños y niñas malos por crímenes como tartamudear o persistir desafiante y exasperantemente en escribir con la mano izquierda. Siempre había un Hombre de las Tijeras que acechaba a las niñas que se chupaban el pulgar, siempre había un Hombre del Saco en el sótano. Con aquellos ladrillos se construía la inocencia de la infancia.

Los intentos de Susan para conseguir que no creyeran en aquellas cosas solamente lograron agravar los problemas.

Twyla había empezado a mojar la cama. Aquello podía ser un mecanismo tosco de defensa contra la terrible criatura con garras que Twyla sabía que vivía debajo.

Esto lo había descubierto Susan en su primera noche, cuando la niña se había despertado llorando por culpa de un hombre del saco que había en el armario.

Ella había suspirado y había ido a echar un vistazo. Se había enfadado tanto que lo había sacado por la fuerza, le había dado en la cabeza con el atizador del cuarto de los niños, le había dislocado el hombro para poner énfasis y lo había sacado a patadas por la puerta de atrás.

Los niños se negaban a no creer en los monstruos porque, francamente, sabían condenadamente bien que estaban allí.

Pero ella había descubierto que también podían creer, y muy firmemente, en el atizador.

Ahora estaba sentada en un banco leyendo un libro. Siempre se preocupaba de llevar todos los días a los niños a un sitio donde pudieran estar con otros niños de la misma edad. Si le cogían el tranquillo al parque de juegos infantiles, pensaba, la vida adulta no podría aterrarles. Además, era bonito oír las voces de los niños jugando, siempre y cuando uno se cuidara de ponerse lo bastante lejos como para no oír lo que estaban diciendo.

Más tarde tenían lecciones. Estas iban muy bien ahora que se había librado de los libros de lectura sobre pelotas que botan y perros que se llaman Toby. Había puesto a Gawain a estudiar las campañas militares del general Tacticus, que eran adecuadamente sanguinarias y, más importante todavía, se consideraban demasiado difíciles para un niño. Como resultado de aquello su vocabulario se estaba multiplicando por dos cada semana y ya podía usar palabras como «desollamiento» en conversaciones cotidianas. Después de todo, ¿qué sentido tenía enseñar a los niños a ser niños? Si era algo que se les daba bien de forma natural.

Y aunque esto la horrorizaba un poco, a Susan se le daban bien los niños de forma natural. Se preguntaba con recelo si sería un rasgo de familia. Y si, a juzgar por la forma en que su pelo se recogía tan fácilmente en un moño de lo más recatado, estaba destinada a tener trabajos como aquel durante el resto de su vida.

Era culpa de sus padres. Ellos no habían querido que las cosas terminaran de aquella manera. O por lo menos, ella confiaba caritativamente en que no lo hubieran querido.

Sus padres habían querido protegerla, mantenerla lejos de los mundos que quedaban fuera de este, de lo que la gente llamaba lo sobrenatural, de… bueno, de su abuelo, para no andarse por las ramas. Aquello, sentía ella, la había dejado un poco marcada.

Por supuesto, si había que ser justos, los padres tenían aquella obligación. El mundo estaba tan lleno de recodos abruptos que si ellos no te ponían unas cuantas marcas para orientarte, no tendrías ninguna posibilidad de encajar. Y ellos habían sido concienzudos y amables y le habían dado un buen hogar y hasta una educación.

Y había sido una buena educación. Pero no fue hasta más adelante cuando Susan se dio cuenta de que había sido una educación en el campo de, bueno, la educación. Lo cual quería decir que si alguien necesitaba calcular el volumen de un cono, siempre podían llamar con plena confianza a Susan Sto-Helit. Cualquiera que no consiguiera recordar las campañas del general Tacticus o la raíz cuadrada de 27,4 no se quedaría decepcionado con ella. Si necesitabas a alguien que pudiera hablar sobre artículos del hogar y cosas que se compran en la tienda en cinco idiomas, entonces Susan era la primera de la cola. La educación había sido fácil.

Lo difícil había sido aprender cosas.

Conseguir una educación era un poco como una enfermedad de transmisión sexual. Te incapacitaba para un montón de trabajos y luego te venía el deseo acuciante de pasársela a otros.

Y se había hecho institutriz. Era uno de los pocos trabajos que una dama reconocida podía tener. Y se había adaptado bien al puesto. Había jurado que si alguna vez se sorprendía bailando por los tejados con deshollinadores se mataría a sí misma a golpes con su propio paraguas.

Después del té les leyó un cuento. A ellos les gustaban sus cuentos. El del libro era bastante espantoso, pero la versión de Susan fue bien recibida. Ella se dedicaba a traducir a medida que leía:

—… y entonces Jack cortó el tallo de la planta de judías, añadiendo asesinato y vandalismo ecológico a los cargos ya mencionados de robo, incentivación y asalto a la propiedad ajena, pero se salió con la suya y vivió feliz para siempre sin sentir ni un asomo de culpa por lo que había hecho. Lo cual demuestra que si eres un héroe se te perdona todo, porque nadie hace preguntas inconvenientes. Y ahora —cerró el libro de un golpe— es hora de ir a la cama.

La anterior institutriz les había enseñado a los niños una oración que incluía la esperanza de que uno u otro dios se llevara su alma si se morían mientras estaban dormidos… oración que, a menos que Susan anduviera muy equivocada, tenía el mensaje subyacente de que aquello sería bueno.

Un día, aseguraba Susan, le seguiría la pista a aquella mujer.

—Susan —dijo Twyla desde debajo de las mantas.

—¿Sí?

—¿Te acuerdas de cuando la semana pasada escribimos cartas a Papá Puerco?

—¿Sí?

—Pues… en el parque Rachel me ha dicho que no existe y que en realidad son los padres. Y todos los demás han dicho que tenía razón.

Se oyó un leve movimiento procedente de la otra cama. El hermano de Twyla se había dado la vuelta y estaba escuchando subrepticiamente.

Oh, cielos, pensó Susan. Había confiado en poder evitar aquello. Iba a volver a pasar otra vez como con el Pato del Pastel del Alma.

—¿Qué más da si de todas maneras recibís regalos? —preguntó, apelando de forma directa a la codicia.

—Sí da.

Oh cielos, oh cielos. Susan se sentó en la cama, preguntándose cómo demonios iba a salir de aquella. Dio unas palmaditas en la única mano que había a la vista.

—Míralo de esta manera, entonces —dijo, y tomó aire mentalmente—. Allá donde la gente sea obtusa y absurda… y allá donde tengan, aun siguiendo los criterios más generosos, la capacidad de atención de un pollito en medio de un huracán y la capacidad indagadora de una cucaracha con una sola pata… y allá donde la gente sea estúpidamente crédula, esté patéticamente apegada a las certezas que aprenden de niños y, en general, domine tanto las realidades del universo como una ostra domina el montañismo… sí, Twyla, Papá Puerco existe.

De debajo de las mantas no vino nada más que silencio, pero ella notó que su tono de voz había funcionado. Las palabras no habían tenido ningún significado. Aquello, como podría haber dicho su abuelo, era la esencia de la humanidad.

—Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Susan.

* * *

Ni siquiera era un bar. No era más que una sala donde la gente bebía mientras esperaba a otra gente con la que tenía negocios. Unos negocios que solían consistir en la transferencia de la propiedad de algo de una persona a otra, pero bien pensado, ¿qué negocio no era así?

Había cinco hombres de negocios sentados a una mesa iluminada por una vela en un platillo. En medio de la mesa había una botella abierta. Los hombres tenían cierto cuidado de mantenerla lejos de la llama de la vela.

—Pasan de las seis —dijo uno, un hombre enorme con rastas y con una barba donde se podían criar cabras—. Los relojes han dado la hora hace una eternidad. No va a venir. Vamonos.

—Siéntate, ¿quieres? Los Asesinos siempre llegan tarde. Por culpa del estilo, ¿de acuerdo?

—Este está sonado.

—Es excéntrico.

—¿Qué diferencia hay?

—Una buena bolsa de monedas.

Los tres que todavía no habían hablado se miraron entre ellos.

—¿Qué es esto? No me dijiste nada de que fuera un Asesino —dijo Alambrera—. No dijo nada de que el tipo fuera un Asesino, ¿a que no, Banjo?

Se oyó un ruido parecido a un trueno lejano. Era Banjo Lily-white, que estaba carraspeando.

—Es verdad —dijo una voz procedente de las laderas superiores—. No dijiste nada de nada.

Los demás esperaron a que el retumbar del trueno se apagara. Hasta la voz de Banjo era descomunal.

—Está —el primero que había hablado hizo un gesto vago con las manos, intentando transmitir la idea de alguien a quien le faltaban un tornillo, seis tuercas, dos docenas de arandelas, varios muelles, un juego completo de bujías y todo un surtido de engranajes-… sonado. Y tiene un ojo raro.

—Solamente es de cristal, ¿vale? —dijo el que llamaban Ojo de Gato, haciendo una señal a un camarero para que les trajera cuatro cervezas y un vaso de leche—. Y nos paga diez mil dólares a cada uno. Me da igual cómo sea su ojo.

—Yo he oído que está hecho de lo mismo que usan para las bolas de cristal de los adivinos. Eso no me podéis decir que esté bien. Y además se te queda mirando con él —dijo el primero que había hablado. Era el que llamaban Bombón, aunque nadie había descubierto nunca por qué.[4]

Ojo de Gato suspiró. Estaba claro que el señor Teatime tenía algo raro, qué duda cabía. Pero todos los Asesinos tenían algo raro. Y el hombre pagaba bien. Muchos Asesinos usaban a soplones y cerrajeros. Iba contra las normas, técnicamente, pero los criterios se estaban relajando en todas partes, ¿no? Normalmente te pagaban tarde y poco, como si fueran ellos los que te estaban haciendo el favor. Pero Teatime era legal. Cierto, al cabo de unos minutos de hablar con él te empezaban a lagrimear los ojos y sentías la necesidad de frotarte la piel hasta por dentro, pero nadie era perfecto, ¿verdad?

Bombón se inclinó hacia delante.

—¿Sabéis qué? —dijo—. Me da que podría estar aquí ya. ¡Disfrazado! ¡Riéndose de nosotros! Bueno, si está aquí riéndose de nosotros… —Hizo crujir los nudillos.

Dave «el Normal» Lilywhite, el último de los cinco, miró a su alrededor. Sí que había muchas figuras solitarias en aquella sala oscura y de techo bajo. La mayoría llevaba capas con capuchas de gran tamaño. Estaban sentados solos, en los rincones, escondidos bajo las capuchas. Ninguno de ellos parecía muy amistoso.

—No seas memo, Bombón —murmuró Ojo de Gato.

—Es la clase de cosas que hacen —insistió Bombón—. ¡Son maestros del disfraz!

—¿Con ese ojo suyo?

—Ese tipo de al lado de la chimenea lleva un parche en el ojo —dijo Dave el Normal. Dave el Normal no hablaba demasiado. Pero observaba mucho.

—Esperará hasta que tengamos la guardia baja y luego hará jajajajá —dijo Bombón.

—No te pueden matar si no es por dinero —dijo Ojo de Gato. Pero ahora había una pizca de duda en su voz.

Mantuvieron sus ojos en el hombre de la capucha. Él mantuvo su ojo en ellos.

Si se les pidiera que describieran cómo se ganaban la vida, los cinco hombres que estaban sentados a aquella mesa dirían cosas del tipo: «Un poco de todo» o «Lo que se puede», aunque en el caso de Banjo seguramente diría: «¿Ein?». Eran, según los estándares de una sociedad indiferente, criminales, aunque a ellos no se les ocurriría pensar en sí mismos en esos términos y ni siquiera eran capaces de deletrear palabras como «villanos». Lo que hacían por lo general era trasladar cosas. A veces esas cosas estaban en el lado equivocado de una puerta de acero, por ejemplo, o en la casa equivocada. Otras veces esas cosas eran en realidad gente que ni de lejos era lo bastante importante como para molestar al Gremio de Asesinos, pero que de todos modos estaba colocada de forma inconveniente y por tanto se les podía buscar un sitio mucho mejor, por ejemplo, algún fondo marino.[5] Ninguno de los cinco pertenecía a ningún gremio formal y por lo general encontraban sus clientes entre aquella gente que, por razones personales poco claras, no quería molestar a los gremios, a veces porque ellos mismos pertenecían a uno. Y tenían mucho trabajo. Siempre había algo que necesitaba ser trasladado de A a B o bien, por supuesto, al fondo de C.

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