—No va bien, caballero —dijo—. Ni siquiera puedo agarrar nada con la palanca. Tal vez si volviera a la ciudad y consiguiera un par de dragones podríamos hacer algo. Con ellos se pueden abrir agujeros fundiendo el acero si se les retuerce el cuello de cierta forma y se les da de comer carbón.
—Me dijeron que era usted el mejor cerrajero de la ciudad —dijo Teatime.
Detrás de él, Banjo cambió de posición. El señor Brown pareció molesto…
—Bueno, sí —dijo—. Pero las cerraduras no suelen alterarse a sí mismas cuando uno está trabajando en ellas, eso es lo único que digo.
—Y yo que pensaba que podía usted abrir cualquier cerradura —comentó Teatime.
—Hecha por humanos —aclaró el señor Brown en tono cortante—. Y la mayoría de las cerraduras hechas por enanos. Pero no sé qué es lo que ha hecho esta. Usted nunca mencionó la magia.
—Es una lástima —dijo Teatime—. Entonces la verdad es que ya no necesito de sus servicios. Ya puede volverse a casa.
—Pues no lo siento precisamente. —El señor Brown empezó a guardar sus cosas en su bolsa de herramientas—. ¿Qué hay de mi dinero?
—¿Le debo algo?
—He venido hasta aquí con usted. No me parece que sea culpa mía si todo esto es un asunto mágico. Algo tendría que darme.
—Ah, sí, ya le entiendo —dijo Teatime—. Por supuesto, recibirá usted lo que se merece. ¿Banjo?
Banjo avanzó pesadamente y se detuvo.
La mano del señor Brown ya había salido de la bolsa con una palanca.
—Debes de creer que nací ayer, cabroncete asqueroso —dijo—. Conozco a los de tu calaña. Os creéis que todo es una especie de juego. Haces bromitas para ti mismo y te crees que nadie más se da cuenta y que eres muy listo. Pues bueno, señor Tacita de Té, yo me voy, ¿de acuerdo? Ahora mismo. Con lo que me corresponde. Y no me vas a detener. Y está claro que Banjo tampoco. Yo conocía a la vieja Ma Lilywhite en los buenos tiempos. ¿Te crees que tú eres peligroso? ¿Te crees que tú eres duro? Ma Lilywhite te arrancaría las orejas y te las escupiría en el ojo, diablillo arrogante. Y yo trabajé con ella, así que no me das miedo y tampoco el pequeño Banjo, que no es más que un pobre mamón desgraciado.
El señor Brown miró primero a uno y luego al otro, blandiendo la palanca. Sideney se encogió de miedo frente a las puertas.
Vio que Teatime asentía con elegancia, como si el hombre acabara de pronunciar un pequeño discurso de agradecimiento.
—Aprecio su punto de vista —dijo Teatime—. Y lo tengo que repetir, me llamo Té-a-tí-me. Y ahora, por favor, Banjo.
Banjo se acercó al señor Brown, estiró un brazo hacia abajo y lo levantó por la palanca tan bruscamente que se le salieron los pies de las botas.
—¡Eh, tú me conoces, Banjo! —graznó el cerrajero, forcejeando suspendido en medio del aire—. Me acuerdo de cuando eras pequeño, yo te sentaba en mis rodillas, y a veces trabajaba para tu ma…
—¿Te gustan las manzanas? —preguntó Banjo con voz de trueno.
Brown forcejeó.
—Has de decir sí —dijo Banjo.
—¡Sí!
—¡Te gustan las peras? Has de decir sí.
—¡Vale, sí!
—¿Te gusta caerte por la escalera?
* * *
Dave el Normal levantó las manos pidiendo silencio. Fulminó al grupo con la mirada.
—Este sitio os está poniendo nervioso, ¿no? Pero todos hemos estado antes en sitios malos, ¿verdad?
—No tan malos —dijo Alambrera—. Yo nunca había estado en un sitio donde duele mirar al cielo. Me pone los pelos de punta.
—Brera es un bebééé, nana nana naaana —cantó Ojo de Gato.
Los demás lo miraron. Él soltó una tos nerviosa.
—Lo siento… no sé por qué he dicho eso…
—Si permanecemos juntos no nos pasará nada…
—Pito pito colorito… —murmuró Ojo de Gato.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Lo siento… me ha salido solo…
—Lo que intento decir —dijo Dave el Normal— es que si…
—¡Bombón me está poniendo corazas todo el rato!
—¡No es verdad!
—¡Si dices trolas te arderán los pantalones!
En ese momento sucedieron dos cosas: que Dave el Normal perdió los nervios y que Bombón chilló.
De sus pantalones estaba saliendo una nubecilla de humo.
Se puso a brincar y a darse palmadas desesperadas a sí mismo.
—¿Quién ha hecho eso? ¿Quién ha hecho eso? —exigió saber Dave el Normal.
—Yo no he visto a nadie —dijo Alambrera—. Vamos, es que no había nadie cerca de él. Ojo de Gato ha dicho «te arderán los pantalones» y de pronto…
—¡Ahora se está chupando el dedo gordo! —se mofó Ojo de Gato—. ¡Ña ña ñaaa! ¡Quiere a su mamaíta! Ya sabes lo que les pasa a los niños que se chupan el dedo, que viene ese monstruo enorme con tijeras por todas…
—¡Queréis parar de hablar así! -gritó Dave el Normal—. Caray, es como aguantar a una pandilla de…
Alguien chilló, muy por encima de sus cabezas. El chillido duró un cierto tiempo y pareció que se iba acercando, pero entonces se detuvo y fue reemplazado por una ráfaga de golpes y algún que otro ruido parecido al de un coco rebotando sobre un suelo de piedra.
Dave el Normal llegó a la puerta a tiempo de ver el cuerpo del señor Brown el cerrajero pasar rebotando hacia abajo, moviéndose muy deprisa y absolutamente sin ninguna elegancia. Un momento después su bolsa bajó de un volantín el recodo de la escalera. Se rasgó en el rebote y hubo un tintineo cuando las herramientas y las ganzúas salieron botando tras su difunto propietario.
Llevaba mucha velocidad. Lo más seguro es que llegara rodando hasta abajo del todo.
Dave el Normal levantó la vista. Dos vueltas de la escalera por encima de él, al otro lado del enorme hueco, Banjo lo estaba mirando.
Banjo no sabía distinguir lo que debía hacerse de lo que no. Siempre había dejado aquella clase de cosas para su hermano.
—Esto… el pobre se debe de haber resbalado —murmuró Dave el Normal.
—Oh, sí… resbalado —dijo Bombón.
Y también levantó la vista.
Era raro. No las había visto antes. La torre blanca parecía emitir un resplandor desde dentro. Pero ahora había sombras moviéndose por la piedra. Dentro de la piedra.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. Ese ruido…
—¿Qué ruido?
—Ha sonado… como cuchillos arañando algo —dijo Bombón—. Muy cerca.
—¡Aquí solamente estamos nosotros! —dijo Dave el Normal—. ¿De qué tienes miedo? ¿De que te ataquen las margaritas? Venga… vamos a ayudarle…
* * *
Susan no podía atravesar la puerta. Esta simplemente resistía sus intentos. Lo único que Susan consiguió fueron unos moretones. Así que finalmente decidió hacer girar el pomo.
Oyó que el oh dios tragaba saliva. Pero ella ya estaba acostumbrada a la idea de los edificios que eran más grandes por dentro. Su abuelo nunca había sido capaz de cogerle el tranquillo a las dimensiones.
La segunda cosa que llamaba la atención eran las escaleras. Arrancaban la una delante de la otra dentro de lo que ahora era una torre grande y redonda, cuya cúspide se perdía entre neblinas. Las escaleras de caracol subían trazando círculos hasta el infinito.
La mirada de Susan regresó a la primera cosa. Era un montón grande y cónico que estaba en medio del suelo.
Era blanco. Relucía bajo la luz fría que bajaba desde la niebla.
—Son dientes —dijo ella.
—Creo que voy a vomitar —dijo el oh dios miserablemente.
—Tampoco es que los dientes asusten tanto —dijo Susan. Lo dijo pero no lo pensaba. Aquel montón era horripilante de verdad.
—¿He dicho yo que tenga miedo? Es solo que vuelvo a tener resaca… Oh,yo…
Susan avanzó hacia el montón, moviéndose con cautela.
Eran dientes pequeños. Dientes infantiles. Y quien fuera que los había amontonado no lo había hecho con mucho cuidado. Habían quedado algunos desperdigados por el suelo. Se dio cuenta porque pisó uno, y el pequeño crujido resbaladizo la llenó de ansiedad por no pisar más.
La misma persona que los apiló probablemente también había trazado las marcas de tiza alrededor del obsceno montón.
—Hay muchísimos —susurró Bilioso.
—Por lo menos veinte millones, dado el tamaño del diente de leche medio —dijo Susan. La dejó pasmada descubrir que le había salido casi automáticamente.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Por el volumen del cono —dijo Susan—. Pi por el radio al cuadrado por la altura, dividido por tres. Apuesto a que la señorita Trasero nunca se imaginó que esas cosas me vendrían bien en un sitio como este.
—Es asombroso. ¿Lo has hecho de cabeza?
—Aquí pasa algo —dijo Susan en voz baja—. No creo que esta sea la finalidad del Hada de los Dientes. Tanto esfuerzo para conseguir los dientes, ¿y luego los deja tirados de cualquier manera? No. Además, en el suelo hay una colilla. No me imagino al Hada de los Dientes como alguien que fuma de liar.
Se quedó mirando las marcas de tiza.
Unas voces en lo alto la hicieron levantar la vista. Le pareció ver una cabeza mirando por encima de la barandilla y retirándose enseguida. No pudo ver bien la cara, pero lo que vio no le recordó mucho a un hada.
Volvió a mirar el círculo de tiza que rodeaba los dientes. Alguien había querido que todos los dientes estuvieran en un mismo sitio y había dibujado un círculo para enseñar a los demás dónde tenían que ponerlos.
Alrededor del círculo había dibujados unos cuantos símbolos.
Ella tenía buena memoria para los pequeños detalles. Era otro rasgo de familia. Y un pequeño detalle se desperezó en su memoria como una abeja soñolienta.
—Oh, no —dijo con voz entrecortada—. Espero que nadie haya intentado…
Alguien gritó, alguien en la blancura de arriba.
Un cuerpo bajó rodando por la escalera que quedaba más cerca de ella. En algún momento había sido un hombre flaco de mediana edad. Técnicamente todavía lo era, pero la larga escalera espiral no lo había tratado muy bien.
Cayó a trompicones por el mármol blanco y se deslizó carnosamente hasta detenerse.
Entonces, mientras ella corría hacia el cuerpo, este se desvaneció, sin dejar más rastro que una mancha de sangre.
Un tintineo la hizo levantar la vista de nuevo hacia la escalera. Dando vueltas y más vueltas, saltando en el aire como un salmón, una palanca bajó rebotando la última docena de peldaños, aterrizó de punta sobre una losa del suelo y se quedó allí, erguida y vibrante.
* * *
Alambrera llegó a lo alto de la escalera, jadeando.
—¡Allí abajo hay gente, señor Teatime! —dijo sin resuello—. ¡Dave y los demás han bajado a atraparlos, señor Teatime!
—Té-a-tí-me —dijo Teatime, sin apartar la vista del mago.
—¡Eso mismo, señor!
—¿Y bien? —dijo Teatime—. Simplemente… libraos de ellos.
—Esto… uno de ellos es una chica, señor. Tampoco ahora Teatime apartó la vista. Hizo un gesto vago con la mano.
—Entonces libraos de ellos pero con cortesía.
—Sí, señor… sí, claro… —Alambrera tosió—. ¿No quiere averiguar por qué están aquí, señor?
—Cielos, no. ¿Por qué iba a querer algo así? Vete, venga.
Alambrera se quedó allí un momento y luego salió corriendo.
Mientras corría escalera abajo le pareció oír un chirrido, como el de una puerta vetusta de madera.
Se quedó blanco como la cera.
No es más que una puerta, dijo la parte sensata de la zona frontal de su cerebro. Hay cientos de ellas en este sitio, aunque ahora que lo pienso, ninguna de ellas chirriaba.
La otra parte, la parte que merodeaba en lugares oscuros cerca del principio de su columna vertebral, le dijo: Pero no es una de las de aquí, y tú lo sabes, porque ya sabes qué puerta es en realidad…
Llevaba treinta años sin oír aquel chirrido.
Soltó un pequeño sollozo y empezó a bajar los peldaños de cuatro en cuatro.
En los recodos y los rincones, las sombras se volvieron más oscuras.
* * *
Susan subió corriendo un tramo de escalera, arrastrando al oh dios detrás de ella.
—¿Sabes qué es lo que han estado haciendo? —preguntó—. ¿Sabes por qué han puesto todos esos dientes en un círculo? El poder… oh cielos…
* * *
—Me niego —dijo el jefe de camareros en tono firme.
—Mira, después de la Vigilia de los Puercos te compraré un par mejor…
—Han pedido dos más de Masa de Zapato, una de Purée de la Terre y tres más de Tourte a la Boue —dijo un camarero que entraba a toda prisa.
—¡Tartas de barro! —gimió el camarero—. No me puedo creer que estemos vendiendo tartas de barro. ¡Y ahora quiere usted mis botas!
—Con crema y azúcar, ojo. El auténtico sabor de Ankh-Morpork. Y de esas botas podemos sacar al menos cuatro raciones. Es justo. Los demás ya vamos todos en calcetines…
—La mesa siete dice que los filetes estaban muy buenos pero un poco duros —dijo un camarero mientras pasaba a toda pastilla.
—Vale. La próxima vez usa un martillo más grande y hiérvelos más tiempo. —El encargado se giró de nuevo hacia el afligido jefe de camareros—. Mira, Bill —le dijo, cogiéndole del hombro—. Esto no es comida. Nadie espera que sea comida. Si la gente quisiera comida se quedarían en casa, ¿no te parece? Vienen aquí por el ambiente. Por la experiencia. Esto no es cocina, Bill. Esto es cuisine. ¿Lo entiendes? Y siempre terminan volviendo.