Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—¿Y qué es todo esto? —preguntó Ojo de Gato, abriendo una caja—. Solo son papeluchos. —Lo tiró a un lado.

Dave el Normal suspiró. Estaba a favor de la solidaridad entre los de su clase, pero a veces Ojo de Gato le ponía de los nervios.

—Son títulos de propiedad —dijo—. Y son mejores que el dinero.

—¿El papel es mejor que el dinero? —dijo Ojo de Gato—. Ja, si se puede quemar no se puede gastar, eso es lo que yo digo.

—Espera —dijo Alambrera—. Yo he oído hablar de esas cosas. ¿El Hada de los Dientes tiene propiedades?

—De alguna manera tiene que sacarse los cuartos —dijo Dave el Normal—. Todos esos medios dólares de debajo de las almohadas.

—Si los robamos, ¿serán nuestros?

—¿Es una pregunta con truco? —dijo Ojo de Gato, con una sonrisita.

—Sí, pero… diez mil por cabeza ya no parece tantísimo después de ver esto.

—Él no va a echar en falta un…

—Caballeros…

Se giraron. Teatime estaba en la puerta.

—Estábamos… estábamos amontonando todo esto —dijo Alambrera.

—Sí. Lo sé. Yo os lo mandé.

—Eso es. Exacto. Usted lo mandó —respondió Alambrera, agradecido.

—Y hay tantísimo —dijo Teatime. Les dedicó una sonrisa. Ojo de Gato tosió.

—Tiene que haber miles —dijo Dave el Normal—. ¿Y qué pasa con todos estos títulos y cosas así? ¡Mire, este es de esa tienda de pipas que hay en el callejón de la Trampa de Dinero! ¡En Ankh-Morpork! ¡Yo compro el tabaco allí! ¡Y el viejo Dedal siempre se está quejando del alquiler!

—Ah. Así que habéis abierto las cajas fuertes —dijo Teatime en tono amable.

—Bueno… sí…

—Bien. Bien —dijo Teatime—. No os pedí que lo hicierais, pero… bien, bien. ¿Y cómo creíais que ganaba dinero el Hada de los Dientes? ¿Pequeños gnomos sacándolo de alguna mina? ¿El oro de las hadas? Pero ese oro se convierte en porquería por la mañana.

Se echó a reír. Alambrera se echó a reír. Hasta Dave el Normal se echó a reír. Y de pronto Teatime estaba encima de él, empujándolo hacia atrás de forma irresistible hasta que su espalda dio contra la pared.

Se produjo un movimiento borroso y Dave trató de parpadear y su párpado izquierdo le hizo de pronto ver las estrellas.

Tenía muy cerca el ojo bueno de Teatime, si es que se lo podía llamar bueno. La pupila era un punto. Dave el Normal podía distinguir a duras penas la mano del Asesino, a un costado de su propia cara.

Y la mano sostenía un cuchillo. La punta de la hoja solamente podía estar a la más minúscula fracción de un centímetro del ojo derecho de Dave el Normal.

—Sé que la gente dice que soy de los que matan nada más mirarte —susurró Teatime—. Y de hecho preferiría de largo matarte que mirarte, señor Lilywhite. Estás en un castillo de oro y planeas robar calderilla. Oh, cielos. ¿Qué voy a hacer contigo?

Se relajó un poco, pero su mano seguía sosteniendo el cuchillo junto al ojo abierto de Dave el Normal.

—Estás pensando que Banjo te va a ayudar —dijo—. Así es como ha sido siempre, ¿verdad? Pero yo le caigo bien a Banjo. Bien de verdad. Banjo es mi amigo.

Dave el Normal consiguió fijar la mirada más allá de la oreja de Teatime. Su hermano estaba plantado allí, con la cara inexpresiva que tenía siempre que estaba esperando otra orden o bien que apareciera un nuevo pensamiento.

—Si yo creyera que estabas pensando cosas malas de mí me pondría muy triste —dijo Teatime—. No me quedan muchos amigos, señor Dave el Normal.

Dio un paso atrás y sonrió con expresión feliz.

—¿Ya somos todos amigos? —dijo, mientras Dave el Normal se desplomaba—. Ayúdale, Banjo.

Obediente, Banjo avanzó pesadamente.

—Banjo tiene el corazón de un niño pequeño —dijo Teatime, mientras su cuchillo desaparecía en algún lugar de su ropa—. Y creo que yo también.

Los demás permanecían paralizados. No se habían movido desde el ataque. Dave el Normal era un hombre fornido, y Teatime era un palillo, pero había levantado a Dave del suelo como si fuera una pluma.

—Por lo que respecta al dinero, de hecho, yo no lo quiero para nada —dijo Teatime, sentándose en un saco de plata—. Es calderilla. Podéis repartíroslo, y no hay duda de que os dedicaréis tediosamente a reñir y traicionaros entre vosotros. Oh, cielos. Es terrible cuando se rompen las amistades.

Le dio una patada al saco. Se rompió. La plata y el cobre se derramaron en forma de chorro muy caro.

—Y os haréis los fanfarrones y lo gastaréis todo en bebida y mujeres —dijo, mientras ellos miraban cómo las monedas rodaban por todos los rincones de la sala—. La idea de invertir jamás pasará por vuestras pequeñas mentes maltrechas…

Hubo un estruendo procedente de Banjo. Hasta Teatime esperó con paciencia a que el gigante acabara de montar su frase. El resultado fue:

—Yo tengo una hucha de cerdito.

—¿Y qué harías con un millón de dólares, Banjo? —preguntó Teatime.

Otro estruendo. La cara de Banjo se contorsionó.

—¿Comprar… una… hucha más grande?

—Bien dicho. —El Asesino se puso de pie—. Vamos a ver cómo le va a nuestro mago, ¿de acuerdo?

Salió de la sala sin mirar atrás. Al cabo de un momento Banjo lo siguió.

Los demás evitaron mirarse a la cara. Alambrera dijo:

—¿Ha dicho que podemos coger el dinero y largarnos?

—No seas estúpido, coño, no andaríamos ni diez metros —dijo Dave el Normal, todavía agarrándose la cara—. Au, esto duele lo suyo. Creo que me ha cortado el párpado… Me ha cortado el maldito párpado.

—Entonces, ¡dejemos todo esto aquí y vayámonos! ¡No me apunté a esto para montarme en ningún tigre!

—¿Y qué vas a hacer cuanto Teatime vaya a por ti?

—¿Por qué se molestaría en seguir a gente como nosotros?

—Siempre tiene tiempo para sus amigos —dijo Dave el Normal amargamente—. Por el amor de los dioses, que alguien me traiga un trapo limpio o algo…

—Vale, pero… pero no puede buscar en todas partes.

Dave el Normal negó con la cabeza. Había hecho carrera en la universidad de las calles de Ankh-Morpork y se había licenciado vivo y con una inteligencia agudizada por la constante fricción. Solamente había que mirar a los ojos desparejos de Teatime para saber una cosa, que era la siguiente: que si Teatime quería encontrarte, no iba a ponerse a buscar por todas partes. Solamente buscaría en un sitio, que era el sitio donde estabas escondido.

—¿Cómo es que le cae tan bien a tu hermano?

Dave el Normal hizo una mueca. Banjo siempre había hecho lo que le decían, simplemente porque Dave se lo decía. Por lo menos hasta aquel momento.

Debió de ser aquel puñetazo en el bar. A Dave el Normal no le gustaba pensar en ello. Siempre le había prometido a su madre que cuidaría de Banjo, y Banjo había caído derribado como un árbol para leña. Y cuando Dave el Normal se había levantado para romperle la crisma desequilibrada a Teatime, se había encontrado de repente con que el Asesino ya estaba detrás de él, con un cuchillo en la mano. Delante de todo el mundo. Era humillante, vaya si no…

Y luego Banjo se había incorporado hasta sentarse, con cara de asombro, y había escupido un diente.

—Si no fuera porque Banjo está con él a todas horas, podríamos pillarlo entre todos —dijo Ojo de Gato.

Dave el Normal levantó la vista, sosteniéndose un pañuelo contra el ojo.

—¿Pillarlo entre todos? -preguntó.

—Sí, todo es culpa tuya —continuó Alambrera.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿no fuiste tú el que dijo, uau, diez mil dólares, me apunto?

Alambrera retrocedió.

—¡Entonces yo no sabía que iba a haber todo este rollo horripilante! ¡Quiero irme a casa!

Dave el Normal vaciló, a pesar de su dolor y su furia. Pese a lo mucho que Alambrera solía gimotear y gruñir, lo que acababa de decir no era propio de él. Estaban en un lugar extraño, eso era verdad, y todo aquel asunto de los dientes había sido muy… raro, pero él había estado con Alambrera en encargos que habían salido mal, con el Gremio de Ladrones y la Guardia persiguiéndolos al mismo tiempo, y lo había visto mantener bien la calma. Y eso que si el Gremio los hubiera atrapado, les habrían clavado las orejas a los tobillos y los habrían tirado al río. En opinión de Dave el Normal, que tenía unas opiniones simples y escritas sobre todo con lápices de colores mentales, no había nada más horripilante que aquello.

—Pero ¿qué os pasa? —dijo—. ¡Estáis actuando todos como niños pequeños!

* * *

—¿Crees que hará el reparto antes a los primates que a los seres humanos?

—Interesante pregunta, señor. Posiblemente se está refiriendo usted a mi teoría de que los humanos puedan de hecho haber descendido de los simios, claro —dijo Ponder—. Una hipótesis arriesgada que debería acabar con una ignorancia que ha durado siglos si el comité de becas pudiera decidirse a dejarme alquilar un barco y navegar hasta las islas de…

—Simplemente se me ha ocurrido que tal vez hacía el reparto por orden alfabético —dijo Ridcully.

Se oyó un golpeteo al caer el hollín por la chimenea apagada.

—Ese debe de ser él, ¿no te parece? —continuó Ridcully—. Oh, bueno, supongo que hemos de acercarnos a ver…

Algo aterrizó sobre las cenizas. Los dos magos permanecieron de pie y en silencio en medio de la oscuridad mientras la figura se incorporaba. Se oyó un susurro de papel.

VAMOS A VER…

Se oyó un repiqueteo cuando a Ridcully se le cayó la pipa de la boca.

—¿Quién demonios eres tú? —preguntó—. ¡Señor Stibbons, encienda una vela!

La Muerte retrocedió un paso.

SOY PAPÁ PUERCO, CLARO. EJEM. JO. JO. JO. ¿QUIÉN ESPERARÍAIS QUE BAJASE POR LA CHIMENEA EN UNA NOCHE COMO ESTA?

—¡No, no lo eres!

LO SOY. MIRAD. ¡LLEVO LA BARBA Y EL COJÍN Y TODO!

—¡Pues su cara se ve extremadamente flaca!

YO NO… YO… ESTOY MAL DE SALUD. ES POR… SÍ, ES POR TODO EL JEREZ. Y LAS PRISAS. ESTOY UN POCO ENFERMO.

—Yo diría que enfermo terminal. —Ridcully agarró la barba. Se oyó un «tuing» al romperse el cordel—. ¡Es una barba falsa!

NO ES VERDAD —dijo la Muerte a la desesperada.

—¡Aquí están los ganchos para las orejas, que precisamente a ti deben de haberte planteado algún problema, por cierto!

Ridcully sostuvo en alto la prueba incriminatoria.

—¿Qué hacías bajando por la chimenea? —continuó—. No me parece de muy buen gusto, que digamos.

La Muerte esgrimió un trozo de papel pequeño y mugriento a modo de defensa.

CARTA OFICIAL A PAPÁ PUERCO. AQUÍ PONE…—Empezó, y luego volvió a mirar el papel.— BUENO, PONE BASTANTE COSAS, DE HECHO. ES UNA LISTA LARGA. SELLOS DE BIBLIOTECA, LIBROS DE REFERENCIA, LÁPICES, PLÁTANOS…

—¿El Bibliotecario le ha pedido esas cosas a Papá Puerco? —preguntó Ridcully—. ¿Por qué?

NO LO SÉ —dijo la Muerte. Era una respuesta diplomática. Mantuvo tapada con el dedo una alusión al archicanciller. La palabra «urraca» en idioma orangután era un garabato bastante interesante.

—Tengo muchos en el cajón de mi escritorio —meditó Ridcully—. Estoy encantado de dárselos a cualquiera con la condición de que pueda demostrar que ya ha gastado el viejo.

¿TIENEN QUE DEMOSTRARTE LA AUSENCIA DE UN LÁPIZ?

—Por supuesto. Si le hacían falta materiales esenciales solamente tenía que acudir a mí. No encontrarás ni un solo hombre que te diga que soy un tipo poco razonable.

La Muerte examinó la lista con cautela.

ESO ES EXACTAMENTE CIERTO —confirmó, con precisión antropológica.

—Salvo en el caso de los plátanos, claro. Yo nunca tendría pescado guardado en mi escritorio.

La Muerte examinó la lista y luego volvió a mirar a Ridcully.

¿BIEN HECHO? —dijo, confiando en que aquella fuera la respuesta correcta.

Los magos saben cuándo van a morir.[20] Ridcully no tenía ninguna premonición de aquella clase, así que para horror de Ponder le clavó el dedo a la Muerte en el cojín.

—¿Por qué tú? —preguntó—. ¿Qué le ha pasado al otro tipo?

SUPONGO QUE TENDRÉ QUE CONTÁRTELO.

* * *

En la casa de la Muerte, un susurro de arena al moverse y el tintineo más tenue posible de cristal desplazado, en algún lugar de la oscuridad del suelo…

Y en las sombras secas, el olor intenso a nieve y un ruido de cascos.

* * *

Sideney estuvo a punto de tragarse la lengua cuando Teatime apareció a su lado.

—¿Estamos avanzando?

—Gnk…

—¿Perdón? —dijo Teatime. Sideney recobró la compostura.

—Ejem… más o menos —dijo—. Creemos que hemos abierto… esto… una cerradura.

Hubo un destello en el ojo de Teatime.

—Tengo entendido que hay siete, ¿no? —dijo el Asesino.

—Sí, pero… son medio mágicas y medio reales y medio no están… o sea… hay partes de ellas que no existen todo el tiempo…

El señor Brown, que había estado trabajando en una de las cerraduras, dejó su ganzúa.

Autore(a)s: