NO.
—Sí que las ha metido en el saco, ¿verdad?
NO.
—Las ha metido usted en el saco.
SÍ.
—Ya sabía yo que las había metido en el saco. ¿De dónde las ha cogido?
ESTABAN TIRADAS POR AHÍ.
—En mi experiencia, los cochinillos enteros asados no están tirados por ahí sin más.
NADIE PARECÍA ESTAR USÁNDOLAS, ALBERT.
—Hace un par de chimeneas hemos pasado por ese restaurante grande y pijo…
¿DE VERAS? NO ME ACUERDO.
—Y me ha parecido que pasaba usted allí dentro más tiempo del normal, si no le importa que se lo comente.
¿EN SERIO?
—¿Cómo exactamente estaban comillas tiradas por ahí cerrar comillas?
SIMPLEMENTE… TIRADAS POR AHÍ. YA SABES. RECOSTADAS.
—¿En una cocina?
HABÍA CIERTA COCINEZ EN EL AMBIENTE, SEGÚN RECUERDO. Albert lo señaló con un dedo tembloroso.
—¡Le ha mangado la cena de la Vigilia de los Puercos a alguien, amo!
VA A SER COMIDA DE TODAS MANERAS —dijo la Muerte a la defensiva.— ADEMÁS, A TI TE PARECIÓ BUENA IDEA QUE YO PUSIERA A AQUEL REY DE PATITAS EN LA CALLE.
—Sí, bueno, aquello fue un poco distinto —dijo Albert, bajando la voz—. Pero, o sea, ¡Papá Puerco no baja por la chimenea y le afana el papeo a la gente!
LOS MENDIGOS LA VAN A DISFRUTAR, ALBERT.
—Bueno, sí, pero…
NO HA SIDO ROBAR. HA SIDO UNA SIMPLE… REDISTRIBUCIÓN. SERÁ UNA BUENA OBRA EN UN MUNDO MALO.
—¡No lo será!
ENTONCES SERÁ UNA MALA OBRA EN UN MUNDO MALO Y PASARÁ COMPLETAMENTE DESAPERCIBIDA.
—Sí, pero por lo menos podría haber pensado usted en la gente a quien le ha mangado el papeo.
YA LOS HE COMPENSADO, POR SUPUESTO. YO TAMBIÉN TENGO CORAZÓN. EN UN SENTIDO METAFÓRICO. Y AHORA, VOLEMOS HACIA EL CIELO.
—Estamos bajando, amo.
PUES ENTONCES, VOLEMOS HACIA EL SUELO.
* * *
Había… volutas. Binky las atravesó al galope con facilidad, salvo por el hecho de que no parecía moverse. Era como si estuviera colgando en medio del aire.
—Oh, yo —dijo el oh dios en tono débil.
—¿Qué? —preguntó Susan.
—Prueba a cerrar los ojos…
Susan cerró los ojos. Luego se llevó una mano a la cara.
—Todavía veo…
—Pensaba que era cosa mía. Normalmente es cosa mía solamente.
Las volutas se desvanecieron. Abajo había vegetación.
Y era extraña de verdad. Era verde. Susan había volado unas cuantas veces por encima de la campiña, e incluso por encima de ciénagas y selvas, y nunca había visto un verde tan verde como aquel. Si el verde fuera un color primario, sería así.
Y estaba aquella cosa que serpenteaba.
—¡Eso no es un río! —dijo ella.
—¿Ah, no?
—¡Es azul!
El oh dios se arriesgó a mirar hacia abajo.
—El agua es azul.
—¡Claro que no!
—La hierba es verde, el agua es azul… de eso me acuerdo. Son algunas de las cosas que sé sin más.
—Bueno, en cierto sentido… —Susan vaciló. Todo el mundo sabía que la hierba era verde y el agua era azul. Muy a menudo no era cierto, pero todo el mundo lo sabía del mismo modo que también sabían que el cielo era azul.
Cometió el error de levantar la vista al pensar aquello.
Estaba el cielo. Y era, en efecto, azul. Y debajo estaba la tierra. Que era verde.
Y en medio no había nada. Nada de espacio blanco. Nada de noche negra. Simplemente… nada, rodeando los bordes del mundo. Allí donde el cerebro decía que tendría que haber, pues bueno, el cielo y la tierra, encontrándose pulcramente en el horizonte, no había más que un vacío que atraía la curiosidad como si fuera un diente suelto.
Y estaba el sol.
Que estaba debajo del cielo, flotando sobre tierra.
Y era amarillo. Amarillo limón.
Binky aterrizó sobre la hierba que había junto al río. O al menos sobre la superficie verde. Tenía una textura más bien de esponja, o de musgo. La acarició con el hocico.
Susan bajó deslizándose del caballo, intentando no levantar la vista. Lo cual quería decir que miraba al azul intenso del agua.
Dentro había peces de color naranja. No parecían del todo bien hechos, como si los hubiera creado alguien que realmente creyera que un pez se componía de dos líneas curvas, un punto y una cola triangular. Le recordaron a los peces esqueléticos del estanque silencioso de la Muerte. Unos peces que eran… adecuados a su entorno. Y ella los podía ver, a pesar de que el agua era básicamente un bloque de color que una parte de ella insistía en que debería ser opaco…
Se arrodilló y sumergió una mano. Tenía el mismo tacto que el agua, pero lo que se derramó entre sus dedos era color azul líquido.
Y de pronto entendió dónde estaba. La última pieza encajó en su sitio y el conocimiento floreció dentro de ella. Si se encontraban una casa, sabía cómo iban a estar exactamente ubicadas sus ventanas y cómo saldría el humo de la chimenea.
Era casi seguro que habría manzanas en los árboles. Y que serían rojas, porque todo el mundo sabía que las manzanas eran rojas. Y que el sol era amarillo. Y que el cielo era azul. Y que la hierba era verde.
Pero existía otro mundo, al que la gente que creía en él llamaba el mundo real, donde el cielo podía ser cualquier cosa desde blanco sucio hasta rojo crepuscular hasta amarillo de tormenta eléctrica. Y los árboles podían ser cualquier cosa desde ramas desnudas, meros garabatos sobre el fondo del cielo, hasta llamas rojas ante la escarcha. Y el sol era blanco o amarillo o anaranjado. Y el agua era marrón y gris y verde…
Los colores de aquí eran colores primaverales, y no de la primavera del mundo. Eran los colores de la primavera de la mirada.
—Esto es el dibujo de un niño —dijo ella.
El oh dios se dejó caer sobre el color verde.
—Cada vez que miro la separación me lloran los ojos —balbuceó—. Me siento fatal.
—He dicho que esto es el dibujo de un niño —dijo Susan.
—Oh, yo… Creo que se está pasando el efecto de la poción de los magos.
—He visto docenas de dibujos así —dijo Susan, sin hacerle caso—. Pones el cielo encima de todo porque el cielo está encima y cuando mides medio metro el cielo no tiene gran cosa a los lados de todas formas. Y todo el mundo te dice que la hierba es verde y que el agua es azul. Este es el paisaje que uno pinta de niño. Twyla pinta así. Yo pintaba así. El abuelo guarda algunos…
Se detuvo.
—Lo hacen todos los niños —murmuró—. Venga, vamos a encontrar la casa.
—¿Qué casa? —gimió el oh dios—. ¿Y puedes hablar un poco más bajito, por favor?
—Habrá una casa —dijo Susan, poniéndose de pie—. Siempre hay una casa. Con cuatro ventanas. Y el humo que sale de la chimenea está enroscado como un muelle. Mira, este sitio es como el país del ab… de la Muerte. No es una geografía real.
El oh dios caminó hasta el árbol más cercano y le dio un cabezazo como si confiara en que le fuera a doler.
—Pues duele como la geografía —murmuró.
—Pero ¿alguna vez has visto un árbol como ése? ¿Una gran burbuja verde encima de un palo marrón? ¡Si parece una piruleta! —exclamó Susan, tirando de él.
—No sé. Es el primer árbol que veo. Arrgh. Me ha caído algo en la cabeza. —Miró el suelo, parpadeando como un buho—. Es rojo.
—Es una manzana —dijo ella. Suspiró—. Todo el mundo sabe que las manzanas son rojas.
No había matorrales. Pero había flores, cada una de ellas con un par de hojas verdes. Crecían de forma individual, dispersas por la superficie verde.
Y entonces salieron de entre los árboles y allí, junto a un recodo del río, se encontraron con la casa.
No parecía muy grande. Tenía cuatro ventanas y una puerta. El humo salía de la chimenea enroscado como un sacacorchos.
—¿Sabes? Es curioso —dijo Susan, mirándola—. Twyla dibuja casas así. Y prácticamente vive en una mansión. Yo dibujaba casas así. Y nací en un palacio. ¿Por qué será?
—Tal vez son todas esta casa —murmuró el oh dios en tono angustiado.
—¿Qué? ¿Lo crees de verdad? ¿Todos los niños se dedican a dibujar esta casa? ¿La tenemos en la cabeza?
—A mí no me preguntes, solamente estaba dándote conversación —dijo el oh dios.
Susan vaciló. Las palabras «¿y ahora qué?» acechaban. ¿Tenía que ir y llamar a la puerta?
Y se dio cuenta de que aquello era pensar de forma normal…
* * *
En la atmósfera cargada de resplandores, estrépito y parloteo, un jefe de camareros lo estaba pasando mal. Aquella noche había un montón de gente y el personal debería estar trabajando al máximo, metiendo bicarbonato de soda en el vino blanco para generar burbujas muy caras y troceando las verduras muy pequeñas para que subieran de precio.
En lugar de eso, estaban todos reunidos y abatidos en la cocina.
—¿Adonde se ha ido todo el material? —gritó el encargado—. ¡Alguien ha vaciado también la bodega!
—William dice que ha notado un viento frío —dijo el camarero. Lo habían acorralado contra un infiernillo y ahora comprendía por qué se llama infiernillo mejor que nunca en su vida.
—¡Yo sí que le voy a dar un viento frío! ¿Es que no tenemos nada de nada?
—Bueno, tenemos una pizca de esto y aquello.
—No se dice una pizca de esto y aquello, se dice peu de ceci et de cela —lo corrigió el encargado.
—Sí, eso, sí. Y, ejem, y, ejem…
—¿No hay nada más?
—Ejem… Botas viejas. Botas viejas llenas de barro.
—¿Botas…?
—Viejas. A montones —dijo el camarero. Notó que la situación empezaba a calentarse.
—¿Cómo es que tenemos… calzado añejo?
—No lo sé. Simplemente ha aparecido, señor. El horno está lleno de botas viejas. Y la despensa también.
—¡Hay un centenar de clientes con reserva! ¡Y todas las tiendas estarán cerradas! ¿Dónde está el chef?
—William está intentando hacerle salir del excusado, señor. Se ha encerrado dentro y está teniendo uno de sus Momentos.
—Aquí se cuece algo. ¿Qué es eso que huelo?
—Soy yo, señor.
—Botas viejas… —murmuró el encargado—. Botas viejas… botas viejas… ¿Son de cuero? ¿No son zuecos ni botas de goma ni nada de eso?
—Parecen… botas, sin más. Y mucho barro, señor.
El encargado se quitó la chaqueta.
—Muy bien. ¿Tenemos algo de crema? ¿Cebolla? ¿Ajo? ¿Mantequilla? ¿Algunos huesos viejos de ternera? ¿Un poco de masa de repostería?
—Esto, sí…
El encargado se frotó las manos.
—Bien —dijo, cogiendo un delantal de un gancho de la pared—. ¡Tú, pon agua a hervir! ¡Mucha agua! ¡Y encuéntrame un martillo muy grande! ¡Y tú, pélame unas cebollas! El resto, empezad a organizar las botas. Quiero las lengüetas y las suelas fuera. Les vamos a servir… a ver… Mousse de la Boue dans une Panier de la Páte de Chaussures…
—¿Y de dónde vamos a sacar eso, señor?
—Mousse de barro en una cesta de masa de zapato. ¿Captas la idea? Nosotros no tenemos la culpa de que ni los quirmianos entiendan el quirmiano de restaurante. Al fin y al cabo, no es mentir.
—Bueno, sí que es un poco… —empezó a decir el camarero. Había recibido la maldición de la sinceridad a una edad muy temprana.
—Luego hay Brodequin róti Fagon Ombres… —El encargado suspiró al ver la expresión de pánico del jefe de camareros—. Bota de soldado cocinada al estilo de las Sombras —tradujo.
—Esto… ¿al estilo de las Sombras?
—En barro. Pero si hacemos las lengüetas por separado también podemos poner Languette braisée.
—También hay algunos zapatos de señora, señor —dijo un ayudante de chef.
—Bien. Añade al menú… a ver ahora… Solé d’une Bonne Femme… y… sí… Servís dans un Coulis de Terre en l’Eau. Lo cual viene a ser barro.
—¿Y los cordones, señor? —preguntó otro ayudante del chef.
—Bien pensado. Encuentra aquella receta que teníamos de espaguetis a la carbonara.
—¿Señor? —dijo el jefe de camareros.
—Yo empecé como chef —repuso el encargado, cogiendo un cuchillo—. ¿Cómo crees que pude pagar este sitio? Sé cómo funcionan las cosas. Si consigues que el aspecto y la salsa estén bien ya tienes el gato casi en el agua.
—Pero ¡todo van a ser botas viejas! —dijo el camarero.
—Ternera añeja de primera calidad —lo corrigió el encargado—. Las ablandaremos en un momento de nada.
—Además… además… no tenemos ninguna sopa…
—Barro. Y muchas cebollas.
—Y qué pasa con los postres…
—Barro. A ver si podemos hacer que caramelice, nunca se sabe.
—Ni siquiera encuentro el café… Aunque lo más probable es que no lleguen al café…
—Barro. Café de Terre —dijo el encargado con firmeza—. Auténtico café de molienda.
—¡Oh, eso lo van a notar, señor!
—No lo han notado hasta ahora —dijo el encargado lúgubremente.
—No nos va a salir bien, señor. Ni de milagro.
* * *
En el país del cielo en lo alto, Dave el Normal Lilywhite bajó las escaleras cargando con otro saco de dinero.
—Debe de haber miles aquí —dijo Alambrera.
—Cientos de miles —replicó Dave el Normal.