Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—Muy bueno, archicanciller.

—Caramba, ¿qué es esto que hay…? Anda, una copa de jerez. Bueno, beber por haber bebido, no hay nada perdido. —Se oyó un gluglú líquido en medio de la oscuridad.

—Creo que eso tenía que ser para Papá Puerco, señor.

—¿Y el plátano?

—Me imagino que lo ha dejado aquí para los cerdos, señor.

—¿Cerdos?

—Oh, ya sabe, señor. Pezuñín y Hocicón y Colmillo y Raicero. O sea —Ponder se detuvo, consciente de que un hombre adulto no debería ser capaz de recordar cosas como aquella—, eso es lo que creen los niños.

—¿Plátanos para los cerdos? Eso no es lo tradicional, ¿no? Yo habría puesto bellotas tal vez. O manzanas, o nabos.

—Sí, señor, pero al Bibliotecario lo que le gusta son los plátanos, señor.

—Una fruta muy nutritiva, señor Stibbons.

—Sí, señor, aunque por curioso que parezca, en realidad no es una fruta, señor.

—¿En serio?

—Sí, señor. Botánicamente hablando, es un tipo de pez, señor. De acuerdo con mi teoría, está relacionado clarísimamente con el pez aguja de Krull, señor, que por supuesto es también amarillo y se desplaza en grupos o bancos.

—¿Y vive en los árboles?

—Bueno, habitualmente no, señor. Es obvio que el plátano está explotando un nuevo nicho.

—Por todos los cielos, ¿en serio? Es curioso, pero nunca me han gustado mucho los plátanos y también he sospechado siempre un poco de los peces. Esto lo explicaría.

—Sí, señor.

—¿Atacan a los bañistas?

—No por lo que yo sé, señor. Por supuesto, podrían ser lo bastante listos como para atacar solamente a los bañistas que están lejos de tierra firme.

—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a los que están… arriba? ¿En los árboles, por así decirlo?

—Posiblemente, señor.

—Astutos, ¿eh?

—Sí, señor.

—Bueno, tal vez podríamos ponernos cómodos para esperar, señor Stibbons.

—Sí, señor.

En la oscuridad resplandeció una cerilla al encender Ridcully su pipa.

* * *

Los cantores de villancicos de Ankh-Morpork llevaban semanas ensayando.

Anaglypta Ablazos, organizadora del mejor y más selecto grupo de cantores de la ciudad, se refería a aquella costumbre como una ocasión perfecta para el compañerismo y el buen humor.

Nunca hay que fiarse de la gente que habla sin reparos del «compañerismo y el buen humor» como si fueran cosas que se pueden aplicar a la vida igual que una cataplasma. Les das la espalda un momento y son capaces de organizar un baile de las cintas, con lo cual, francamente, ya no queda más opción que echarse al monte.

Los cantores ya estaban en mitad del camino del parque, y en mitad de «La joven gallina sonrosada», en maravillosa armonía.[18] Sus latas para la colecta ya estaban llenas de donaciones para los pobres de la ciudad, o por lo menos para aquellos pobres que en opinión de la señora Ablazos eran adecuadamente pintorescos y no olían demasiado mal y de quienes se podía confiar en que dijeran «gracias». La gente había salido a sus puertas para escuchar. La luz anaranjada se vertía sobre la nieve. Los fanales relucían entre los copos temblorosos. Si se le pudiera levantar la tapa a la escena, dentro habría habido bombones. O por lo menos un surtido interesante de galletas.

La señora Ablazos había oído decir que cantar villancicos de puerta en puerta era un ritual muy antiguo, y no hacía falta que nadie le dijera lo que aquello quería decir, pero ella estaba segura de haber eliminado cuidadosamente todos aquellos elementos que pudieran ofender a un oído refinado.

Y solamente de forma gradual los cantores fueron percibiendo la discordancia.

A la vuelta de la esquina, tropezando y resbalando sobre el hielo, se acercaba otro grupo de cantores.

En el mundo hay gente que marcha al son de un tambor distinto. En el caso que nos ocupa, dicho tamborilero debía de haber recibido su educación musical en algún otro lugar, tal vez por parte de una especie distinta en otro planeta.

En cabeza del grupo iba un hombre sin piernas montado en un carrito con ruedas que se dedicaba a cantar a voz en grito y a hacer chocar dos cacerolas. Se llamaba Arnold Ladeado. El que le empujaba era Ataúd Henry, cuya interpretación graznante de una canción completamente distinta estaba puntuada por ataques de tos fuera de compás. Lo acompañaba un hombre de aspecto perfectamente normal vestido con ropa rota y sucia pero cara, cuya agradable voz de tenor quedaba ahogada por el cuac cuac de un pato que tenía en la cabeza. Respondía al nombre de Hombre del Pato, aunque nunca parecía entender por qué, ni tampoco por qué siempre parecía estar rodeado de gente que al parecer veía patos donde no podía haber ninguno. Y por fin, remolcado por un perrillo gris sujeto con una correa, estaba Viejo Apestoso Ron, al que se solía considerar en Ankh-Morpork como el mendigo trastornado de los mendigos trastornados. Probablemente fuera incapaz de cantar, pero por lo menos estaba intentando soltar palabrotas siguiendo el compás, o compases.

Los cantores de villancicos se detuvieron para observarlos, horrorizados.

Ninguno de los dos grupos fue consciente, mientras los mendigos daban tropezones a sus anchas por la calle, de que unas manchitas negras y grises salían girando en espiral de los desagües y también de debajo de las baldosas y se alejaban zumbando hacia la oscuridad de la noche. La gente siempre ha tenido el mismo deseo imperioso de cantar y hacer repicar cosas durante la oscura colilla chupada del año, cuando todo tipo de suciedad psíquica ha estado aprovechando los largos días grises y las sombras profundas para merodear y crecer. Últimamente la gente había tomado la costumbre de cantar armoniosamente, lo cual estropeaba un poco el efecto. Los que realmente entendían del tema se limitaban a montar escándalo golpeando alguna cosa.

La verdad es que los mendigos no estaban tan versados en la práctica folclórica. Simplemente armaban jaleo con la esperanza bien fundada de que la gente les diera dinero para que pararan.

En alguna parte de lo que cantaban se podía distinguir a duras penas una canción consensuada.

Ya viene la Vigilia,
el cerdo está engordando,
dale un dólar a ese viejo que has encontrado
y si no tienes un dólar un centavo ya irá bien…

—Y si no tienes un centavo —cantó Viejo Apestoso Ron, en un solo al estilo tirolés—, entonces qufgfg tfgg dffg mmmmmmrn…

El Hombre del Pato, con gran presencia de ánimo, le había tapado la boca con la mano.

—Lo siento mucho —dijo—. Pero esta vez me gustaría que la gente no nos diera con la puerta en las narices. Y además, no encaja con la métrica.

Las puertas cercanas se cerraron de golpe igualmente. El otro grupo de cantores de villancicos huyó a toda prisa hacia algún lugar más salubre. «Paz y buena voluntad para todos los hombres» era una expresión acuñada por alguien que no había conocido a Viejo Apestoso Ron.

Los mendigos dejaron de cantar, salvo Arnold Ladeado, que solía vivir en su pequeño mundo personal.

—A la hora de partir, oh sí, ya está aquííí, haciendo revereeencias…

Luego el cambio que se produjo en el aire penetró incluso en su conciencia.

La nieve cayó en cascada de los árboles cuando los abanicó un viento que venía en contra. Hubo un remolino de copos y fue acaso posible, ya que las brújulas mentales de los mendigos no siempre apuntaban hacia la Realidad, que oyeran un breve fragmento de conversación.

—No es tan sencillo, amo, eso es lo único que le digo…

ES MEJOR DAR QUE RECIBIR, ALBERT.

—No, amo, simplemente es mucho más caro. No puede usted ir por ahí…

Cayeron varias cosas sobre la nieve.

Los mendigos se las quedaron mirando. Arnold Ladeado recogió del suelo con cautela un cerdo de azúcar y le arrancó el hocico de un mordisco. Viejo Apestoso Ron miró con recelo una bolsa cerrada que le había rebotado en el sombrero y luego la agitó junto a su oreja.

El Hombre del Pato abrió una bolsa de golosinas.

—Ah, ¿caramelos de menta? —dijo.

Ataúd Henry se desenrolló una ristra de salchichas que tenía alrededor del cuello.

—¿Quesejoda? —dijo Viejo Apestoso Ron.

—Es un cotillón —aclaró el perro, rascándose la oreja—. Hay que abrirlo.

Ron agitó la bolsa inútilmente por un extremo.

—Oh, dámela —dijo el perro, y agarró el otro extremo con los dientes.

—Caramba —dijo el Hombre del Pato, hurgando en un montón de nieve—. ¡Aquí hay un cerdo asado entero! ¡Y un plato enorme de patatas asadas, milagrosamente intactas! ¡ Y… mirad…! ¿Esto del frasco no es caviar? ¡Espárragos! ¡Paté de camarones! ¡Cielos! ¿Qué es lo que íbamos a comer para la Vigilia de los Puercos, Arnold?

—Botas viejas —dijo Arnold. Abrió una caja de puros caída y los lamió.

—¿Solamente botas viejas?

—No, no. Rellenas de barro, y acompañadas de barro asado. Barro del bueno, ojo. Lo he estado guardando.

—¡Ahora podemos darnos un banquete de ganso!

—Vale. ¿Podemos rellenarlo de botas viejas?

Se oyó un «pop» procedente del cotillón. Todos oyeron gruñir al perro cerebrillo de Viejo Apestoso Ron.

—No, no, no, el sombrero se pone en la cabeza y la tarjeta se lee.

—¿Mano de milenio y gamba? —dijo Ron, pasándole el trozo de cartulina al Hombre del Pato. El Hombre del Pato estaba considerado el intelectual del grupo.

Le echó un vistazo a la escritura.

—Ah, sí, vamos a ver… Dice: «Socorro Socorro Socorro Me He Caído en la Máquina de Hacer Cotillones Ya No Puedo Seguir Corriendo en este Rollito por Favor Sáquenm…». —Le dio la vuelta a la tarjeta varias veces—. Eso parece ser todo, salvo por las manchas.

—Siempre las mismas frases de toda la vida —dijo el perro—. Que alguien le dé una palmada en la espalda a Ron, ¿queréis? Si se ríe un poco más se va a… oh, ya lo ha hecho. En fin. Tampoco es nada nuevo.

Los mendigos pasaron unos minutos más recogiendo jamones, tarros y botellas que habían quedado hundidos en la nieve. Lo colocaron todo alrededor de Arnold en su carrito y se alejaron calle abajo.

—¿Cómo es que hemos conseguido todo esto?

—Es la Vigilia de los Puercos, ¿no?

—Sí, pero ¿quién ha colgado su calcetín?

—Yo no creo que tengamos ninguno, ¿no?

—Yo colgué una bota vieja.

—¿Eso cuenta?

—No sé. Se la comió Ron.

* * *

Estoy esperando a Papá Puerco, pensó Ponder Stibbons. Estoy a oscuras esperando a Papá Puerco. Yo. Un creyente en la Filosofía Natural. Puedo calcular la raíz cuadrada de 27,4 de cabeza.[19] No tendría que estar haciendo esto.

Tampoco es que hayamos colgado ningún calcetín. Tendría algún sentido si hubiéramos…

Se quedó rígido un momento y luego se quitó una sandalia puntiaguda y empezó a sacarse un calcetín. Le ayudó pensar que estaba probando científicamente una hipótesis interesante.

Desde la oscuridad, Ridcully dijo:

—¿Cuánto puede tardar?

—Se suele decir que todas las entregas están terminadas bastante antes de medianoche —dijo Ponder, y tiró con fuerza.

—¿Se encuentra bien, señor Stibbons?

—Estoy bien, señor. Bien. Esto… ¿No tendrá por casualidad una chincheta encima? ¿O quizás un clavito pequeño?

—Me parece que no.

—Ah, no pasa nada. He encontrado un abrecartas.

Al cabo de un momento Ridcully oyó el leve susurro de algo raspando en la oscuridad.

—¿Cómo se escribe «electricidad», señor?

Ridcully lo pensó un momento.

—¿Sabes? Me parece que no lo he escrito nunca.

Se volvió a hacer el silencio y luego se oyó un estrépito metálico. El Bibliotecario gruñó en sueños.

—¿Qué haces?

—Acabo de tirar sin querer la pala del carbón.

—¿Qué haces palpando la repisa de la chimenea?

—Oh, solamente… ya sabe, solamente… estoy mirando. Un pequeño… experimento. Al fin y al cabo, nunca se sabe.

—¿Qué es lo que nunca se sabe?

—Nunca se sabe… sin más, ya me entiende.

—A veces sí que se sabe —dijo Ridcully—. Yo creo que sé muchas cosas que no sabía en el pasado. Es asombroso cuántas cosas termina uno sabiendo, pienso a veces. A menudo me pregunto qué cosas nuevas voy a acabar sabiendo.

—Bueno, nunca se sabe.

—Eso está claro.

* * *

Muy por encima de la ciudad Albert se volvió hacia la Muerte, que parecía estar intentando evitar su mirada.

—¡Esas cosas no venían del saco! ¡Todos esos puros y melocotones en coñac y ese papeo con nombres extranjeros pijos!

SÍ QUE VIENEN DEL SACO.

Albert lo miró con aire sospechoso.

—Pero en el saco las ha metido usted antes, ¿verdad?

NO.

—Sí que las ha metido usted, ¿verdad? —bdeclaró Albert.

NO.

—Metió todas esas cosas en el saco.

NO.

—Las cogió de algún sitio y las ha metido en el saco.

Autore(a)s: