—Y las pataletas —dijo Ponder Stibbons.
—Oh, las pataletas —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. No era una Vigilia de los Puercos de verdad si todo el mundo no tenía la vista clavada en paredes distintas.
—Los juegos eran lo peor —dijo Ponder.
—¿Peor que los niños pegándose entre ellos con sus juguetes, tú crees? No había una Vigilia de los Puercos como es debido sin ruedas y trozos de muñecas rotas por todas partes y sin todo el mundo lloriqueando. Incluyendo asalto y lesiones.
—Teníamos un juego que se llamaba Caza la Zapatilla —dijo Ponder—. Alguien escondía una zapatilla. Luego teníamos que encontrarla. Y después teníamos una pelea.
—No es mala del todo —dijo el conferenciante de Runas Recientes—, o sea, no es una Vigilia de los Puercos mala del todo a menos que todo el mundo lleve puesto un gorro de papel. Siempre hay ese momento, ¿verdad?, en que la horrible tía abuela de alguien se pone un gorro de papel y sonríe a todo el mundo porque está siendo muy bohemia.
—Me había olvidado de los gorros de papel —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Oh cielos.
—Y luego, más tarde, alguien sugiere un juego de mesa —dijo Ponder.
—Es verdad. Cuyas reglas no recuerda nadie exactamente.
—Lo cual no impide que alguien sugiera que se apuesten peniques.
—Y cinco minutos más tarde hay dos personas que ya no se hablarán durante el resto de su vida por culpa de dos peniques.
—Y algún niño espantoso…
—¡Lo sé, lo sé! Algún niño espantoso al que le han dejado quedarse despierto hasta tarde se lleva el dinero de todo el mundo por ser un pequeño empollón horrible y traicionero!
—¡Eso mismo!
—Ejem… —dijo Ponder, que tenía la poderosa sospecha de que él había sido aquel niño.
—Y no se olviden de los regalos —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos, como si estuviera leyendo alguna lista interna de espantos—. Lo… lo llenos de potencial que parecen cuando están envueltos en todo ese papel, lo cargados de posibilidades que están… y luego los abres y básicamente el papel de envoltorio era más interesante, y encima tienes que decir: «Qué bien pensado, qué bien me va a venir». Dar no es mejor que recibir, en mi opinión, simplemente es menos embarazoso.
—He descubierto —dijo el Prefecto Mayor— que a lo largo de los años he sido un exportador neto de regalos de la Vigilia de los Puercos…
—Oh, todo el mundo lo es —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos—. Uno se gasta una fortuna en los demás y lo que recibe después de quitar todo el papel es una zapatilla del color equivocado y un libro sobre el cerumen.
Ridcully permaneció sentado, lleno de asombro y horror. Siempre le había gustado la Vigilia de los Puercos, todas y cada una de sus partes. Le había gustado ver a sus parientes ancianos, había disfrutado de la comida, se le habían dado muy bien los juegos del tipo Persigue A Mi Vecino Por El Pasillo o Hurra Por el Alegre Hojalatero. Siempre era el primero en ponerse un gorro de papel. Tenía la impresión de que los gorros de papel le daban un aire festivo especial a la ocasión. Y siempre leía con mucha atención lo que la gente escribía en las tarjetas de la Vigilia y encontraba tiempo para algún pensamiento amable sobre los remitentes.
Escuchar a sus magos era como mirar a alguien que estuviera rompiendo a patadas una casa de muñecas.
—Por lo menos los refranes de las galletas de la Vigilia son divertidos, ¿no…? —se aventuró a decir.
Todos se giraron para mirarle y luego se dieron la vuelta otra vez.
—Si tiene usted el mismo sentido del humor que una percha de alambre —dijo el Prefecto Mayor.
—Oh, cielos —dijo Ridcully—. Entonces tal vez no exista Papá Puerco, si estáis todos ahí sentados con esas caras largas. ¡No es la clase de persona que permite que la gente esté tristona!
—Ridcully, no es más que algún viejo dios del invierno —dijo el Prefecto Mayor en tono cansino—. No es el Hada del Buen Humor ni nada parecido.
El conferenciante de Runas Recientes levantó la barbilla de las manos.
—¿Qué Hada del Buen Humor?
—Oh, es algo que solía mencionar mi abuela si era una tarde lluviosa y le estábamos atacando los nervios —dijo el Prefecto Mayor—. «Voy a llamar al Hada del Buen Humor como no…» —Se detuvo con expresión culpable.
El archicanciller se llevó una mano a la oreja en un gesto teatral que significaba: «Silencio. ¿Qué es eso que he oído?».
—Han sonado unas campanillas —dijo—. Gracias, Prefecto Mayor.
—Oh, no —gimió el Prefecto Mayor—. ¡No, no, no!
Escucharon durante un momento.
—Puede que nos hayamos librado —dijo Ponder—. Yo no he oído nada.
—Sí, pero es fácil imaginársela, ¿verdad? —dijo el decano—. En cuanto lo ha dicho, me ha venido una imagen a la cabeza. Va a tener una bolsa llena de juegos de formar palabras, para empezar. O bien sugerirá que salgamos al exterior porque es más saludable.
Los magos se estremecieron. No estaban en contra del exterior, simplemente se oponían al lugar que les correspondería en él.
—El buen humor siempre me ha deprimido —dijo el decano.
—Bueno, si aparece alguna maldita obsesa del buen humor yo no pienso aceptarlo, ni hablar —dijo el Prefecto Mayor, cruzando los brazos—. He soportado a monstruos y a trolls y a cosas verdes y enormes con dientes, así que no pienso quedarme sentado mientras una…
—¡¡Hola!! ¡¡Hola!!
Era una de aquellas voces que les leen historias apropiadas a los niños. Todas las vocales estaban hermosamente redondeadas. Y también se oyó cómo ocupaban su lugar los signos de admiración adicionales, nacidos de una especie de jovialidad desesperada y desesperante. Los magos se giraron.
El Hada del Buen Humor era bastante bajita y regordeta e iba vestida con una falda de tweed y unos zapatos tan sensatos que eran capaces de hacer su propia declaración de la renta. En muchos sentidos recordaba a la primera maestra que uno tiene en la escuela, esa que tiene una formación especial para tratar con la incontinencia nerviosa y con los niños cuya contribución al maravilloso mundo de compartir consiste mayormente en golpear repetidamente a una niña en la cabeza con un caballito de madera. De hecho, a aquella imagen contribuían el silbato con un cordel que tenía alrededor del cuello y también cierta impresión general de que se iba a poner a dar palmadas en cualquier momento.
Las alitas de gasa que se entreveían a su espalda eran probablemente solo un adorno, pero los magos continuaron mirando su hombro fijamente.
—Hola… —volvió a decir, aunque con mucha más incertidumbre. Les dedicó una mirada recelosa—. Sois unos chicos bastante grandes —dijo, como si ellos se hubieran hecho grandes para molestarla a ella. Parpadeó—. Mi trabajo es espantar todas esas penas —añadió, con pinta de estar siguiendo un guión aprendido de memoria. Pareció rehacerse un poco y continuó—: ¡¡Así pues, todos con la cabeza bien alta, y vamos a ver un montón de caras bien alegres y felices!!
Su mirada se encontró con la del Prefecto Mayor, que probablemente no había tenido una cara alegre y feliz en su vida entera. Su especialidad eran las caras hurañas y llenas de tedio. La que tenía puesta ahora habría ganado premios.
—Perdone, señora —dijo Ridcully—. Pero ¿eso que tiene en el hombro es un pollo?
—Es, ejem, es, ejem, es el Pájaro Azul de la Felicidad —dijo el Hada del Buen Humor. Su voz tenía ahora el tono ligeramente tembloroso de alguien que no termina de creerse lo que acaba de decir pero que va a continuar diciéndolo a pesar de todo, solamente por si acaso decirlo acaba haciendo que sea verdad.
—Le pido disculpas, pero es un pollo. Un pollo vivo —dijo Ridcully—. Acaba de cloquear.
—Pero sí que es azul —dijo ella a la desesperada.
—Bueno, eso por lo menos es verdad —admitió Ridcully, con toda la amabilidad que pudo—. Si lo pusieran en mis manos, supongo que me habría imaginado un Pájaro Azul de la Felicidad más aerodinámico, pero tampoco la puedo culpar a usted.
El Hada del Buen Humor carraspeó de los nervios y jugueteó con los botones de su discreta chaqueta de lana.
—¿Y si jugamos un jueguecito para ponernos a todos de buen humor? —propuso—. ¿Un juego de las adivinanzas, tal vez? ¿O un concurso de pintura? Podría haber un pequeño premio para el ganador.
—Señora, somos magos —dijo el Prefecto Mayor—. No estamos por el buen humor.
—¿Charadas? —sugirió el Hada del Buen Humor—. ¿O tal vez ya habéis estado jugando a eso? ¿Y a cantar canciones? ¿Quién se sabe «Al pasar la barca»?
Su sonrisa luminosa colisionó contra el ceño fruncido colectivo de los magos reunidos.
—¿No queremos ser el Señor Gruñón, a que no? —añadió ella en tono esperanzado.
—Pues sí —dijo el Prefecto Mayor.
El Hada del Buen Humor hizo un gesto de desánimo y luego se palpó frenéticamente las mangas sin forma hasta sacar un pañuelo hecho una bola. Se secó los ojos.
—Todo está saliendo mal otra vez, ¿verdad? —dijo, con la barbilla temblorosa—. Hoy en día nadie quiere estar de buen humor, y mira que yo lo intento. He escrito un libro de chistes y tengo tres cajas de ropa para charadas y… y… y siempre que intento alegrar a la gente todos parecen avergonzados… y mira que yo lo intento de verdad…
Se sonó la nariz estrepitosamente.
Hasta el Prefecto Mayor tuvo la elegancia de parecer avergonzado.
—Esto… —empezó a decir.
—¿Tanto daño haría que alguien alguna vez intentara estar un poquito de buen humor? —preguntó el Hada del Buen Humor.
—Esto… ¿en qué sentido? —quiso saber el Prefecto Mayor, sintiéndose fatal.
—Bueno, hay muchas cosas bonitas por las que estar de buen humor —respondió el Hada del Buen Humor, sonándose otra vez la nariz.
—Esto… ¿como las gotas de lluvia y las puestas de sol y esa clase de cosas? —propuso el Prefecto Mayor, consiguiendo cierto sarcasmo, aunque los demás se dieron cuenta de que no ponía todo su empeño—. Esto, ¿quiere que le preste mi pañuelo? Está casi limpio.
—¿Por qué no le das a la señora una copita de jerez? —dijo Ridcully—. Y un poco de maíz para su pollo.
—Oh, yo nunca bebo alcohol —dijo el Hada del Buen Humor, horrorizada.
—¿En serio? —dijo Ridcully—. Pues eso sí que nos pone a nosotros de buen humor. Señor Stibbons… ¿tendría usted la amabilidad de acercarse aquí un momento?
Lo atrajo hacia sí.
—Tiene que haber un montón de creencia chorreando por ahí para que se haya podido crear ella —dijo—. Yo le echo por lo menos noventa kilos. Si quisiéramos ponernos en contacto con Papá Puerco, ¿cómo lo podríamos hacer? ¿Echándole una carta por la chimenea?
—Sí, pero esta noche no, señor —dijo Ponder—. Esta noche está repartiendo.
—No hay forma de localizarlo, entonces —dijo Ridcully—. Mierda.
—Por supuesto, es posible que todavía no haya pasado por aquí —dijo Ponder.
—¿Por qué iba a pasar por aquí? —preguntó Ridcully.
* * *
El Bibliotecario se tapó con las mantas y se acurrucó.
En tanto que orangután, añoraba la calidez de la selva. El problema era que nunca había visto una selva, puesto que se había convertido en orangután cuando ya era un hombre adulto. Algo en su interior sabía lo de la selva, sin embargo, y no le gustaba en absoluto el frío del invierno. Pero también tenía alma de bibliotecario, con lo cual se negaba en redondo a permitir que se encendieran fuegos en la biblioteca. En consecuencia, las almohadas y las mantas desaparecían del resto de la universidad y terminaban formando una especie de capullo en la sección de referencia, que era donde el simio pasaba lo peor del invierno.
Se dio la vuelta y se arropó con las cortinas del tesorero.
Se oyó un crujido fuera de su nido y después unos murmullos.
—No, no encienda la lámpara.
—Me estaba preguntando por qué no le había visto en toda la tarde.
—Oh, en la víspera de la Vigilia de los Puercos siempre se acuesta temprano, señor. Ya hemos llegado… —Se oyó un frufrú de tela.
—Tenemos suerte. Todavía está vacío —dijo Ponder—. Parece que ha usado uno de los del tesorero.
—¿Cuelga uno todos los años?
—Eso parece.
—Pero un niño no es. Tal vez tenga cierta simplicidad infantil.
—Puede que sea distinto para los orangutanes, archicanciller.
—¿Crees que también lo hacen en la selva?
—No lo creo, señor. Para empezar, no hay chimeneas.
—Y tienen unas piernas muy cortas, claro. Están muy mal dotados en materia de calcetines, los orangutanes. Les iría de perlas si pudieran colgar guantes, claro. Si pudieran colgar sus guantes Papá Puerco tendría que hacer turnos dobles. Por lo largos que tienen los brazos.