Downey se sentó y pensó mientras Winvoe permanecía de pie y se preocupaba.
—Nos lo quedamos —dijo.
—Pero…
—Gracias, señor Winvoe. Es mi decisión —dijo Downey. Se quedó mirando al vacío un momento y luego sonrió—. ¿Está todavía en el edificio el señor Teatime?
Winvoe retrocedió un paso.
—Yo creía que el Consejo había acordado expulsarlo —dijo en tono envarado—. Después de aquel asunto de…
—El señor Teatime no ve el mundo de la misma forma que otra gente —dijo Downey, recogiendo el dibujo de su escritorio y mirándolo con cara pensativa.
—Bueno, ciertamente, creo que en eso lleva usted razón.
—Por favor, hágalo subir.
El Gremio atraía a toda clase de gente, pensó Downey. Se encontró a sí mismo preguntándose cómo había llegado a atraer a Winvoe, por ejemplo. Costaba imaginarlo apuñalando a alguien en el corazón, no fuera a ser que manchara de sangre la cartera de la víctima. Mientras que el señor Teatime…
El problema era que el Gremio cogía a niños y les daba una educación espléndida y de paso les enseñaba a matar, de forma limpia y desapasionada, por dinero y por el bien de la sociedad, o por lo menos de aquella parte de la sociedad que tenía dinero, ¿y qué otra clase de sociedad existía?
Pero muy de vez en cuando uno descubría que le había salido alguien como el señor Teatime, para quien el dinero era una mera distracción. El señor Teatime tenía una mente realmente brillante, pero era brillante igual que lo es un espejo roto, lleno de facetas maravillosas e irisadas, pero a fin de cuentas también roto.
El señor Teatime disfrutaba demasiado con lo suyo. Y también con lo de los demás.
Downey había decidido en privado que muy pronto el señor Teatime se iba a topar con un accidente. Igual que mucha gente que carecía de moral, el señor Downey sí tenía principios, y Tea-time le repelía. El asesinato era un juego meticuloso, que normalmente se jugaba contra gente que conocía las normas o que por lo menos se podía permitir los servicios de quienes las conocían. Un asesinato limpio era algo muy satisfactorio. Lo que supuestamente no tenía que haber era placer en matar de forma sucia. Esas cosas daban que hablar a la gente.
Por otro lado, la mente retorcida como un sacacorchos de Teatime era la herramienta ideal para tratar con algo como aquello. Y si no lo… bueno, entonces no era culpa de Downey, ¿verdad?
Concentró su atención en el papeleo durante un rato. Era asombroso cómo se le acumulaba. Pero había que tratar con ello. Al fin y al cabo, no eran unos vulgares matones…
Llamaron a la puerta. Dejó a un lado el papeleo y se reclinó en su asiento.
—Entre, señor Teatime —dijo. Nunca estaba de más intimidar un poco al otro.
Pero de hecho la puerta la abrió uno de los sirvientes del Gremio, manteniendo cuidadosamente en equilibrio la bandeja del té.
—Ah, Cárter —dijo lord Downey, reponiéndose de forma magnífica—. Déjelo en esa mesa de ahí, ¿quiere?
—Sí, señor —dijo Cárter. Se giró y asintió con la cabeza—. Perdone, señor, iré a por otra taza de inmediato.
—¿Cómo?
—Para su visitante, señor.
—¿Qué visitante? Oh, cuando el señor Teati…
Se detuvo. Se giró.
Había un joven sentado en la esterilla de la chimenea jugando con los perros.
-¡Señor Teatime!
—Se pronuncia «té-a-tí-me», señor —dijo Teatime, con solamente un matiz de reproche—. Todo el mundo lo dice mal, señor.
—¿Cómo ha hecho eso?
—Lo he hecho bastante bien, señor. En el último metro me chamusqué un poquito, claro.
En la esterilla de la chimenea había algunas piedras de hollín. Downey se dio cuenta de que las había oído caer, pero no le habían parecido nada fuera de lo normal. Nadie podía bajar por la chimenea. Había una gruesa reja firmemente instalada en la parte alta del tiro.
—Pero hay una chimenea cegada detrás de la vieja biblioteca —dijo Teatime, leyendo al parecer sus pensamientos—. Los tiros están conectados por debajo de los barrotes. Ha sido un paseíto, señor.
—¿En serio…?
—Oh, sí, señor.
Downey asintió. La tendencia de los edificios antiguos a ser laberintos de tiros de chimeneas cegadas era un dato que uno aprendía al principio de su carrera. Y luego, se dijo a sí mismo, uno lo olvidaba. Nunca estaba de más intimidar al otro… Se le había olvidado que aquello también lo enseñaban.
—Parece que le cae bien a los perros —dijo.
—Me llevo bien con los animales, señor.
La cara de Teatime era joven y abierta y amistosa. O por lo menos sonreía todo el tiempo. Pero el efecto quedaba estropeado para la mayoría de la gente por el hecho de que solamente tenía un ojo. Algún accidente no explicado le había hecho perder el otro, y el globo desaparecido había sido sustituido por una bola de cristal. El resultado era desconcertante. Pero lo que preocupaba más al señor Downey era el otro ojo del hombre, el que uno podía más o menos llamar normal. Jamás había visto una pupila tan pequeña y afilada. Teatime miraba el mundo a través del ojo de una aguja.
Descubrió que se había vuelto a cobijar detrás de su escritorio. Aquello pasaba con Teatime. Uno siempre se sentía más feliz si tenía algo que se interpusiera entre uno y él.
—¿Le gustan los animales? —preguntó—. Tengo por aquí un informe que dice que clavó usted al perro de sir George al techo.
—No lo podía tener ahí ladrando mientras yo trabajaba, señor.
—Hay gente que lo habría drogado.
—Oh. —Teatime pareció abatido durante un momento, pero luego sonrió—. Pero cumplí a rajatabla con el contrato, señor. De eso no hay duda, señor. Comprobé la respiración de sir George con un espejo según las instrucciones. Está en mi informe.
—Sí, claro. —Parece ser que para entonces la cabeza del hombre ya estaba a varios metros de su cuerpo. Era terrible pensar que Teatime pudiera no ver nada incongruente en aquello.
—¿Y… los sirvientes? —preguntó.
—Tenía que evitar que me sorprendieran, señor.
Downey asintió, medio hipnotizado por la mirada de cristal y la pupila diminuta. Sí, había que evitar que lo sorprendieran a uno. Y pasaba a menudo que un Asesino tuviera que afrontar una competencia profesional bastante dura, posiblemente incluso por parte de gente entrenada por los mismos maestros. Pero un anciano y una doncella que tan solo habían tenido la mala suerte de estar en la casa en aquellos momentos…
En realidad no había ninguna norma, tuvo que admitir Downey. Sucedía simplemente que, a lo largo de los años, el Gremio había desarrollado cierta ética y sus miembros solían trabajar de forma muy pulcra, llegando al punto de cerrar las puertas al salir y limpiando a medida que trabajaban. Hacer daño a gente indefensa era peor que una transgresión del tejido moral de la sociedad, era una violación de las buenas maneras. Era incluso peor que eso. Era de mal gusto. Pero era cierto que no había ninguna norma.
—No hice nada malo, ¿verdad, señor? —preguntó Teatime, con aparente nerviosismo.
—Esto… le faltó elegancia —dijo Downey.
—Ah. Gracias, señor. Siempre me gusta que me corrijan. Lo recordaré la próxima vez.
Downey respiró hondo.
—Es sobre eso que quiero hablarle —dijo. Sostuvo en alto el dibujo de… ¿cómo lo había llamado aquella cosa? ¿El Gordo?—. Por pura curiosidad, ¿qué le parecería inhumar a este… caballero?
Cualquier otro, no le cabía duda, se habría carcajeado. Habría dicho cosas como: «¿Es una broma, señor?». Teatime se limitó a inclinarse hacia delante con expresión de curiosidad concentrada.
—Difícil, señor.
—Cierto —admitió Downey.
—Necesitaría tiempo para preparar un plan, señor —continuó Teatime.
—Por supuesto, y…
Llamaron a la puerta y Cárter entró con otra taza y un platillo. Asintió respetuosamente en dirección a lord Downey y volvió a salir sigilosamente.
—Ya, señor —dijo Teatime.
—¿Perdone? —dijo Downey, momentáneamente distraído.
—Que ya he pensado en un plan, señor —dijo Teatime, con paciencia.
—¿De veras?
—Sí, señor.
—¿Así de rápido?
—Sí, señor.
—¡Por los dioses!
—Bueno, señor, ya sabe que nos animan a que nos planteemos problemas hipotéticos…
—Oh, sí. Un ejercicio muy valioso… —Downey se detuvo y luego pareció escandalizado—. ¿Quiere decir que de verdad ha dedicado tiempo a pensar en cómo inhumar a Papá Puerco? —preguntó en tono débil—. ¿De verdad se ha sentado y ha pensado en cómo hacerlo? ¿De verdad le ha dedicado su tiempo libre al problema?
—Oh, sí, señor. Y también al Pato del Pastel del Alma. Y al Hombre de la Arena. Y a la Muerte.
Downey volvió a parpadear.
—¿De verdad que se ha sentado y ha estado pensando en cómo…?
—Sí, señor. He reunido un expediente bastante interesante. En mi tiempo libre, claro.
—Quiero que esto me quede claro, señor Teatime. ¿Usted… se ha… dedicado… a estudiar formas posibles de matar a la Muerte?
—Solamente como hobby, señor.
—Bueno, sí, hobbies, sí, yo antes coleccionaba mariposas —dijo Downey, recordando aquellos primeros momentos de placer incipiente propiciado por el uso del veneno y los alfileres—. Pero…
—En realidad, señor, la metodología básica es exactamente la misma que se usaría con un humano. Oportunidad, geografía, técnica… Lo único que hay que hacer es trabajar con los datos que se conozcan sobre el individuo en cuestión. Por supuesto, en el caso de este se sabe mucho.
—Y ha encontrado usted una forma, ¿verdad? —dijo Downey, casi fascinado.
—Oh, hace mucho tiempo, señor.
—¿Cuándo, si puedo preguntarlo?
—Creo que fue una Noche de la Vigilia de los Puercos mientras estaba tumbado en mi cama, señor.
Por los dioses, pensó Downey, y pensar que yo solamente trataba de oír los cascabeles del trineo.
—Caramba —dijo en voz alta.
—Puede que tenga que comprobar algún detalle, señor. Le agradecería el acceso a alguno de los libros que hay en la Biblioteca Oscura. Pero sí, creo que puedo ver el esquema general.
—Y sin embargo… esta persona… hay quien diría que es técnicamente inmortal.
—Todo el mundo tiene su punto débil, señor.
—¿Hasta la Muerte?
—Oh, sí. Por supuesto. Ya lo creo.
—¿En serio?
Downey volvió a tamborilear con los dedos en el escritorio. No era posible que el chico tuviera un plan de verdad, se dijo a sí mismo. Ciertamente tenía una mente retorcida. ¿Retorcida? Era prácticamente una hélice, pero el Gordo no era un simple objetivo más que vivía en una mansión de alguna parte. Era razonable dar por sentado que alguien habría intentado cazarlo antes.
Aquello le alegraba. Teatime fracasaría, y es posible que incluso fracasara de forma fatal si su plan era lo bastante estúpido. Y tal vez el Gremio perdería el oro, pero tal vez no.
—Muy bien —dijo—. No me hace falta saber cuál es su plan.
—Casi mejor, señor.
—¿Qué quiere decir?
—Porque no tengo intención de contárselo, señor. Se vería usted obligado a desaprobarlo.
—Me asombra que tenga usted tanta confianza en que pueda funcionar, Teatime.
—Me limito a pensar en el problema de forma lógica, señor —dijo el chico. En su voz había cierto reproche.
—¿Lógica?
—Supongo que simplemente veo las cosas de forma distinta a otra gente —dijo Teatime.
* * *
Era un día tranquilo para Susan, aunque de camino al parque Gawain pisó una grieta en la acera. A propósito.
Uno de los muchos terrores conjurados por el método fácil de la anterior institutriz con los niños había sido los osos que esperaban en la calle para comérselo a uno si pisaba las grietas.
Susan había adoptado el hábito de llevar el atizador debajo de su recatado abrigo. Con una sola paliza solía bastarle. Los monstruos se quedaban asombrados de que alguien más pudiera verlos.
—¿Gawain? —dijo ella, echando un vistazo a un oso nervioso que acababa de verla y que ahora estaba intentando alejarse como si la cosa no fuera con él.
—¿Sí?
—Has pisado deliberadamente en esa grieta para que yo tenga que darle una tunda a una pobre criatura que lo único malo que ha hecho es querer arrancarte los brazos y las piernas.
—Estaba dando brincos…
—Claro. Los niños de verdad no van dando saltitos a menos que hayan tomado drogas. Él le dedicó una sonrisa.
—Si te pillo otra vez haciendo gracias como esa te haré un nudo con los brazos detrás de la cabeza —dijo Susan desapasionadamente.
Él asintió y se fue a empujar a Twyla para hacerla caer del columpio.
Susan se relajó, satisfecha. Era su descubrimiento personal. Las amenazas ridículas no les preocupaban en absoluto, pero les hacían obedecer. Sobre todo las que abundaban en detalles gráficos.