Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—¡Una cabeza de cerdo! —dijo el hombre con voz entrecortada—. ¡Entera! ¡Hace años que no como queso de puerco! ¡Y un cuenco de manitas de cerdo! ¡Y un tarro de grasa de asado de cerdo!

JO. JO. JO.

—Asombroso —dijo Albert—. ¿Cómo ha conseguido que la expresión de la cabeza de cerdo se parezca al rey?

CREO QUE HA SIDO ACCIDENTAL.

Albert dio unos golpecitos al hombre en la espalda.

—Venga, coma un huevo —dijo—. De hecho, coma dos. Creo que ahora nos tendríamos que ir yendo, amo.

¿NO HA SIDO BONITO? —dijo la Muerte, mientras los cerdos aceleraban.

—Oh, sí —dijo Albert, negando con la cabeza—. Pobre diablo. ¿Judías para la Vigilia? Traen mala suerte. No es una noche para que un hombre se encuentre judías en el plato.

TENGO LA SENSACIÓN DE QUE NACÍ PARA ESTE TRABAJO.

—¿En serio, amo?

ES BONITO HACER UN TRABAJO EN EL QUE LA GENTE TIENE GANAS DE VERTE.

—Ah —dijo Albert en tono sombrío.

NORMALMENTE A LA GENTE NO LE APETECE VERME.

—No, supongo que no.

SALVO EN CIRCUNSTANCIAS ESPECIALES Y MÁS BIEN DESAFORTUNADAS.

—Ya, ya.

Y CASI NUNCA ME DEJAN UNA COPA DE JEREZ.

—No, supongo que no.

DE HECHO, ME PODRÍA ACOSTUMBRAR A HACER ESTO.

—Pero no le va a hacer falta, ¿verdad, amo? —dijo Albert a toda prisa, mientras volvía a acechar en su mente la horrible perspectiva de quedarse como duendecillo Albert permanente—. Porque vamos a traer de vuelta a Papá Puerco, ¿verdad? Eso es lo que usted dijo que íbamos a hacer, ¿verdad? Y la joven Susan probablemente esté yendo de un lado para otro…

Sí. CLARO.

—Aunque usted no se lo haya pedido, claro. Los oídos nerviosos de Albert no detectaron ningún entusiasmo.

Oh, cielos, pensó.

SIEMPRE HE ELEGIDO EL CAMINO DEL DEBER.

—Sí, amo.

El trineo ganó velocidad.

TENGO UN CONTROL FÉRREO Y MIS PROPÓSITOS SON FIRMES.

—Pues entonces no hay problema, amo —dijo Albert.

No HAY NADA DE QUE PREOCUPARSE.

—Me alegro de oír eso, amo.

SI TUVIERA NOMBRE PROPIO, MI SEGUNDO NOMBRE SERÍA «DEBER».

—Bien.

Y SIN EMBARGO…

Albert se esforzó en oír y le pareció escuchar, justo al límite de lo audible, una voz que susurraba tristemente: Jo. Jo. Jo.

* * *

Se estaba celebrando una fiesta. Y parecía ocupar el edificio entero.

—Está claro que son unos jóvenes llenos de energía —dijo el oh dios con cautela, evitando una toalla mojada del suelo—. ¿Aquí se permite la entrada de mujeres?

—No —dijo Susan. Atravesó una pared que daba al despacho del encargado de mantenimiento del edificio.

Un grupo de jóvenes pasó a su lado, moviendo a pulso un barril de cerveza.

—Por la mañana os arrepentiréis —dijo Bilioso—. El alcohol fuerte engaña al beberlo, ¿sabéis?

Ellos lo colocaron sobre una mesa y quitaron el tapón a golpes.

—Alguien se va a encontrar mal después de todo eso —dijo, levantando la voz por encima del bullicio—. Espero que os deis cuenta. ¿Os parece inteligente eso de rebajaros al nivel de las bestias del campo…? Ejem… o al nivel al que descenderían si bebieran, quiero decir.

Ellos se alejaron, dejando una jarra de cerveza junto al barril.

El oh dios le echó un vistazo, la recogió y la olió.

—Ujj.

Susan salió de la pared.

—No ha estado aquí desde hace… ¿qué estás haciendo?

—Pensé ver qué sabor tenía la cerveza —dijo el oh dios en tono culpable.

—¿Precisamente tú no sabes a qué sabe la cerveza?

—No cuando baja, no. Ya es… bastante distinta cuando me llega a mí —dijo en tono amargo. Dio otro sorbo y luego otro más largo—. No entiendo por qué le gusta tanto a la gente —añadió.

Inclinó la jarra vacía.

—Supongo que sale de este grifo de aquí —dijo—. ¿Sabes? Por una vez en mi existencia me gustaría emborracharme.

—¿No lo haces siempre? —preguntó Susan, que en realidad no estaba prestando atención.

—No. Lo que me pasa siempre es que ya he estado borracho. Estoy seguro de haberlo explicado.

—No ha pasado por aquí desde hace dos días —dijo Susan—. Es raro. Y no ha dicho adonde se iba. La última noche que estuvo aquí fue la noche que figura en la lista de Violeta. Pero pagó su cuarto para la semana entera, y tengo el número de su habitación.

—¿Y la llave? —preguntó el oh dios.

—Qué idea tan extraña.

El cuarto del señor Lilywhite era pequeño. Aquello no era sorprendente. Lo sorprendente era lo limpio que estaba, el cuidado que habían puesto en hacer la camita, lo bien barrido que estaba el suelo. Costaba imaginar que allí viviera alguien, pero había unas cuantas señales. En la sencilla mesa de al lado de la cama había un retrato pequeño y más bien tosco de un bulldog con peluca, aunque mirado más de cerca era posible que fuera una mujer. Aquella hipótesis provisional derivaba de la inscripción «A un Buen Chico, de parte de su Madre», que el retrato tenía en el dorso.

Al lado del mismo había un libro. Susan se preguntó qué clase de libros compraría alguien con el historial de Banjo.

Resultó ser un libro de seis páginas, uno de esos que se supone que deben cautivar a los niños con la magia de la palabra impresa señalando cosas del tipo: Mira cómo corre Toby.

Había menos de diez palabras por página y sin embargo, cuidadosamente colocado entre las páginas cuatro y cinco, tenía un punto de lectura.

Susan regresó a la portada. El libro se llamaba Cuentos felices. Había un cielo azul y árboles y un par de niños imposiblemente rosados jugando con un perro de aspecto alegre.

Parecía que lo habían leído a menudo, aunque despacio.

Y aquello era todo.

Un callejón sin salida.

«No. Tal vez no.»

En el suelo junto a la cama, como si se le hubiera caído a alguien por accidente, había una moneda de medio dólar pequeña y plateada.

Susan la recogió y la lanzó al aire con gesto distraído. Miró al oh dios de arriba abajo. Se estaba pasando un trago de cerveza de un carrillo al otro y mirando el techo con cara pensativa.

Se preguntó sobre las posibilidades que tenía Bilioso de sobrevivir encarnado en Ankh-Morpork en plena Vigilia de los Puercos, sobre todo si se le pasaban los efectos de la cura. Al fin y al cabo, el único propósito de su existencia era tener dolor de cabeza y vomitar. No había muchos trabajos cualificados para los que aquellos fueran los principales requisitos.

—Dime —le pidió—, ¿has ido alguna vez a caballo?

—No lo sé. ¿Qué es a caballo?

* * *

En las profundidades de la biblioteca de la Muerte se oyó un chirrido.

No era un ruido fuerte, pero pareció más fuerte de lo que los simples decibelios sugerían en el silencio furtivo y lleno de garabatos de los libros.

Se suele decir que todo el mundo lleva un libro dentro. En esta biblioteca todo el mundo estaba dentro de un libro.

El chirrido aumentó de volumen. Tenía cierta cualidad rítmica y circular.

Libro tras libro, estante tras estante… y en cada uno de ellos, en la página del ahora en perpetuo movimiento, una pluma invisible iba escribiendo la narración de cada vida…

El chirrido dobló la esquina.

Salía de lo que parecía un edificio muy destartalado de varios pisos de altura. Parecía más bien una torre de asedio, abierta por los lados. En la base, entre las ruedas, había un par de pedales conectados a engranajes que movían el armatoste.

Susan se agarró a la barandilla de la plataforma superior.

—¿No puedes darte prisa? —apremió—. Todavía no hemos pasado de los Bi.

—¡Llevo una eternidad pedaleando! —jadeó el oh dios.

—Bueno, la A es una letra muy popular.

Susan levantó la vista hacia las estanterías. La A, entre otras cosas, incluía Anón. Toda aquella gente que, por una u otra razón, nunca había obtenido oficialmente un nombre.

Solían corresponderles libros cortos.

—Ah… Bo… Bod… Bog… gira a la izquierda…

La torre de la biblioteca chirrió pesadamente al doblar el siguiente recodo.

—Ah, Bo… mierda, los Bot están a por lo menos veinte estantes de altura.

—Oh, qué bien —dijo el oh dios en tono lúgubre.

Tiró de la palanca que movía la cadena de transmisión de un piñón a otro y empezó a pedalear de nuevo.

Muy pesadamente, la torre chirriante empezó a desplegarse hacia arriba como un telescopio.

—Bien, ya hemos llegado —gritó Susan hacia abajo, después de unos minutos de lento ascenso—. Aquí… vamos a ver… Aabana Botellero…

—Supongo que Violeta estará mucho más allá —dijo el oh dios, probando a usar la ironía.

—¡Avanza!

Balanceándose un poco, la torre avanzó por la letra B hasta que:

—¡Para!

La torre se balanceó mientras el oh dios colocaba de una patada el freno de bloqueo contra una rueda.

—Creo que es ella —dijo una voz desde lo alto—. Vale, ya puedes bajar.

Una rueda enorme con pesos enormes de plomo giró lentamente mientras la torre volvía a plegarse como un acordeón, crujiendo y chirriando. Susan bajó trepando el último trecho.

—¿Y aquí está todo el mundo? —preguntó el oh dios mientras ella hojeaba el libro.

—Sí.

—¿Los dioses también?

—Todo lo que esté vivo y tenga conciencia de sí mismo —dijo Susan sin levantar la vista—. Esto es… raro. Parece que está en alguna clase de… cárcel. ¿ Quién querría encerrar a un hada de los dientes?

—¿Alguien con una dentadura muy sensible?

Susan retrocedió unas cuantas páginas.

—Es todo… capuchas tapándole la cabeza y gente cargando con ella y esas cosas. Pero… —pasó una página— dice que el último trabajo que hizo fue Banjo y… sí, consiguió el diente… y entonces le pareció que tenía a alguien detrás y… hay un trayecto en carromato… y alguien le quita la capucha… y hay un terraplén… y…

—¿Todo eso está en un libro?

—Es la autobiografía. Todo el mundo tiene una. Va escribiendo tu vida sobre la marcha.

—¿Y yo tengo una?

—Supongo que sí.

—Oh, cielos. «Se levantó, vomitó, quiso morirse.» No debe de ser una lectura muy fascinante. Susan pasó la página.

—Una torre —dijo—. Está en una torre. Por lo que pudo ver, era alta y blanca por dentro… pero ¿no por fuera? No le pareció real. Estaba rodeada de manzanos, pero tampoco… le parecieron bien hechos. Y un río, pero tampoco estaba bien. El río tenía pececitos… pero estaban encima del agua.

—Ah. La contaminación —dijo el oh dios.

—Me parece que no. Aquí dice que ella los vio nadar.

—¿Nadar por encima del agua?

—Así es como creyó verlo.

—¿En serio? No habrá estado comiendo aquel queso mohoso, ¿verdad?

—Y había un cielo azul pero… debe de haberse equivocado con esto… dice que solamente había cielo azul en lo alto…

—Sí. Es el mejor sitio para el cielo —dijo el oh dios—. Cuando lo tienes debajo, eso es que tienes problemas.

Susan pasó una página hacia delante y hacia atrás.

—Quiere decir… cielo en lo alto pero no en los bordes, creo. Nada de cielo en el horizonte.

—Perdona —dijo el oh dios—. No llevo mucho en este mundo, lo reconozco, pero creo que hay que tener cielo en el horizonte. Así es como se sabe que es el horizonte.

A Susan la empezó a invadir una sensación de familiaridad, aunque sutil, una sensación que se escondía rápidamente detrás de las cosas cada vez que intentaba concentrarse en ella.

—Yo ya he visto este sitio —dijo ella, dando unos golpecitos en la página—. Si tan solo se hubiera fijado más en los árboles… Dice que tenían los troncos marrones y las hojas verdes y aquí pone que le parecieron raros. Y…. —Se concentró en el párrafo siguiente—. Flores. Creciendo en la hierba. Con pétalos grandes y redondos.

Se volvió a quedar mirando al oh dios sin verlo.

—No es un paisaje de verdad —dijo.

—A mí no me parece demasiado irreal —dijo el oh dios—. Cielo. Arboles. Flores. Peces muertos.

—¿Troncos marrones? En la realidad son casi siempre de una especie de color gris mohoso. Solamente se ven troncos de árboles marrones en un sitio —dijo Susan—. Y es el mismo lugar donde el cielo solamente está en lo alto. El azul nunca llega hasta el suelo.

Levantó la vista. En la otra punta del pasillo estaba una de las ventanas muy altas y muy delgadas. Con vistas a los jardines negros. Arbustos negros, hierba negra, árboles negros. Peces esqueléticos que nadaban en las aguas negras de un estanque, debajo de los nenúfares negros.

Había color, en cierto sentido, pero era la clase de color que se conseguiría si uno pudiera proyectar un haz de luz negra a través de un prisma. Había matices de tonos, y de vez en cuando uno se podía convencer a sí mismo de que ese negro era un púrpura muy oscuro o un azul de medianoche. Pero era básicamente todo negro, bajo un cielo negro, porque aquel era el mundo que pertenecía a la Muerte y no había más que decir.

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