Papá Puerco (Mundodisco, #20) – Terry Pratchett

—Tiene que ir arriba, ¿sabe? Solamente espero que esto no acabe como aquella vez en Quirm en que la chica empezó a asaltar casas. Aquella historia todavía colea…

—¿Un informe a quién?

—Y están la escalera de mano y los alicates —continuó el hombre, en una letanía contra un mundo que no entendía lo que significaba tener que rellenar un informe AF17 por triplicado—. ¿Cómo puedo tener al día el inventario si la gente se dedica a llevarse el material? —Negó con la cabeza—. No sé, consiguen el trabajo, se creen que todo van a ser alegres noches soleadas, les viene un poco de mal tiempo y de pronto adiós muy buenas, Charlie, me voy a hacer de camarera en un sitio calentito. Y luego está lo de Ernie. Ya me lo conozco. Un traguito para quitarse el frío, luego otro para hacer compañía al primero y luego uno más por si los otros dos se pierden… Pues lo tengo que poner todo en el informe, ya sabe, ¿y quién se va a llevar las culpas? Yo se lo diré…

—Va a ser usted, ¿verdad? —dijo Susan. Estaba casi hipnotizada. Aquel hombre incluso tenía un flequillo preocupado y un bigotito preocupado. Y la voz sugería exactamente que tenían allí a un hombre que, si llegara el fin del mundo, se preocuparía por si le echaban la culpa a él.

—Eeeeexacto —dijo, pero en tono ligeramente resentido. No estaba dispuesto a permitir que una pizca de comprensión le alegrara el día—. Y las chicas no paran de quejarse del trabajo pero yo les digo que ellas lo tienen fácil, no es más que trabajo de escalerilla, ellas no tienen que pasarse las noches hundidas en una montaña de papeleo y encima poniendo de su bolsillo el dinero que falta, podría añadir…

—¿Usted da trabajo a las hadas de los dientes? —preguntó Susan rápidamente. El oh dios seguía estando vertical pero se le habían nublado los ojos.

El hombrecillo se pavoneó un poco.

—Más o menos —dijo—. Yo dirijo Recogidas y Entregas Al Por Mayor…

—¿Adonde?

Él se la quedó mirando. Las preguntas directas y certeras no eran su fuerte.

—Yo solamente me encargo de que los paquetes lleguen al carromato —balbuceó—. Cuando están en el carromato y Ernie ha firmado el GV19 que corresponde, entonces el trabajo está hecho, aunque como he dicho esta semana no ha aparecido y…

—¿Todo un carromato para un puñado de dientes?

—Bueno, también está la comida para los guardias, y… Oiga, ¿quién es usted, a todo esto? ¿Qué está usted haciendo aquí?

Susan puso la espalda recta.

—No tengo por qué aguantar esto —dijo en tono dulce, dirigiéndose a nadie en particular. Se volvió a inclinar hacia delante.

¿DE QUÉ CARROMATO ME ESTÁS HABLANDO, CHARLIE?

El oh dios se apartó con un sobresalto. El hombre del abrigo marrón salió disparado hacia atrás y se quedó con los brazos extendidos y la espalda pegada contra la pared del pasillo mientras Susan avanzaba.

—Viene los martes —dijo, jadeando—. Eh, ¿qué…?

¿Y ADONDE VA?

—¡No lo sé! Ya lo he dicho, cuando él ha…

—Firmado el GV19 correspondiente, el trabajo ya está hecho —concluyó Susan con su voz normal—. Sí. Ya lo ha dicho. ¿Cuál es el nombre completo de Violeta? Nunca me lo mencionó.

El hombre vaciló.

HE DICHO…

—¡Violeta Botellero!

—Gracias.

—Y Ernie también ha desaparecido —dijo Charlie, continuando más o menos en piloto automático—. Eso me huele a chamusquina. O sea, tiene mujer y todo. No será el primero que pierda la cabeza por trece dólares y unos tobillos bonitos, y por supuesto, nadie piensa en el menda que tiene que pagar el pato, o sea, imaginemos que a todos se nos mete en la cabeza escaparnos con una chavalita…

Le dedicó a Susan la mirada adusta de alguien que, si no fuera porque el mundo lo necesitaba, en ese mismo momento se estaría hartando de pintar jovencitas desnudas en alguna isla tropical.

—¿Qué hacen con los dientes? —preguntó Susan.

Él la miró, parpadeando. Un matón, pensó Susan. Un matón muy pequeño, débil y torpe, que no consigue atemorizar de verdad porque no hay casi nadie más pequeño y débil que él, así que se limita a hacer que la vida de todo el mundo sea ese poquito más difícil…

—¿Qué clase de pregunta es esa? —consiguió decir, a pesar de la mirada fija de ella.

—¿Nunca se lo ha preguntado usted? —dijo Susan, y añadió para sus adentros: Yo nunca me lo pregunté. ¿Acaso se lo ha preguntado alguien?

—Bueno, ese no es mi trabajo. Yo solamente…

—Oh, sí. Ya lo ha dicho —dijo Susan—. Gracias. Ha sido usted de mucha ayuda. Muchas gracias.

El hombre miró, después dio media vuelta y bajó corriendo las escaleras.

—Porras —dijo Susan.

—Qué palabrota tan poco habitual —dijo el oh dios nerviosamente.

—Es tan fácil —dijo Susan—. Si quiero, puedo encontrar a cualquiera. Es cosa de familia.

—Oh. Eso es bueno.

—No. ¿Tienes alguna idea de lo difícil que es ser normal? ¿De las cosas que tienes que recordar? Cómo ir a dormir. Cómo olvidarse de cosas. Para qué sirven los pomos de las puertas.

¿Por qué preguntárselo a él?, pensó ella, mientras miraba la cara sorprendida del oh dios. Lo único normal para él es acordarse de vomitar lo que ha bebido otro.

—Oh, vamos —dijo, y se fue a toda prisa hacia la escalera.

Era tan fácil pasarse a la inmortalidad, montar el caballo, saberlo todo. Y cada vez que lo hacías, estabas haciendo que se acercara el día en que jamás podrías descabalgar y jamás podrías olvidar.

La Muerte era hereditaria.

Uno la heredaba de sus ancestros.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó el oh dios.

—A la Asociación de Jóvenes Paganos —respondió Susan.

* * *

El anciano de la casucha miró con incertidumbre el banquete que tenía desplegado delante. Se sentó en su taburete y se encogió sobre sí mismo como una araña en una llama.

—Tengo un poco de potaje de judías en el fuego —balbució, mirando a sus visitantes con los ojos entelados.

—Por todos los cielos, no se puede comer judías en la Vigilia de los Puercos —dijo el rey con una sonrisa enorme—. Da una mala suerte terrible comer judías en la Vigilia de los Puercos. ¡Caramba, sí!

—No lo sabía —dijo el anciano, mirándose el regazo con expresión desesperada.

—Pero nosotros le hemos traído un festín magnífico. ¿No se lo parece?

—Y apuesto a que está usted increíblemente agradecido —dijo el paje en tono cortante.

—Sí, bueno, claro, muy amable de su parte, señores —dijo el anciano, con una vocecilla del tamaño de un ratón. Parpadeó, sin saber muy bien qué hacer a continuación.

—El pavo apenas está tocado, todavía le queda muchísima carne —dijo el rey—. Y pruebe un poco de ese ánade silbón fabuloso relleno de hígado de cisne.

—… Es solo que yo prefiero un plato de judías y nunca he estado en deuda con ningún hombre ni con nadie —dijo el anciano, sin dejar de mirarse el regazo.

—Por todos los cielos, hombre, no tiene que preocuparse de eso —dijo el rey enérgicamente—. ¡Simplemente estaba yo mirando por la ventana y lo he visto a usted caminando por la nieve y le he dicho al joven Jermain aquí presente, le he dicho: «¿Quién es ese fulano?», y él me ha dicho: «Oh, es un campesino que vive junto al bosque», y yo le he dicho: «Bueno, a mí no me cabe más comida y al fin y al cabo estamos en la Vigilia de los Puercos», así que lo hemos metido todo en un fardo y ¡aquí estamos!

—Y supongo que estará usted patéticamente agradecido —dijo el paje—. Supongo que le habremos traído un rayo de luz al túnel oscuro que es su vida, ¿mmm?

—… Sí, bueno, claro, pero es que llevaba semanas guardándolas, y también hay unas patatas de asar bajo el fuego, las encontré en el sótano y los ratones apenas las habían tocado. —El anciano nunca levantaba la mirada por encima del nivel de las rodillas—. Y mi padre me educó para que nunca pidiera…

—Escuche —dijo el rey, levantando un poco la voz—. Esta noche he caminado kilómetros, y apuesto a que usted nunca ha visto comida como esta en su vida, ¿verdad?

Al anciano le rodaban por la mejilla lágrimas de vergüenza humillada.

—… Bueno, estoy seguro de que es muy amable por su parte, buenos señores, pero me da que no voy a saber cómo se comen los cisnes y esas cosas, pero si quieren un poco de mis judías nada más tienen que decirlo…

—Déjeme que me explique con absoluta claridad —le cortó el rey—. Esto es caridad de la Vigilia de los Puercos en su estado puro, ¿lo entiende? Y vamos a sentarnos aquí y supervisar la sonrisa de su cara mugrienta pero honrada, ¿ha quedado claro?

—¿Y qué se le dice a este rey tan bueno? —apuntó el paje. El campesino bajó la cabeza.

—Gracias.

—Muy bien —dijo el rey, reclinando la espalda en el respaldo de su asiento—. Ahora, coja su tenedor…

La puerta se abrió de golpe. Una figura imprecisa entró dando zancadas y rodeada de una nube de remolinos de nieve.

¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ?

El paje hizo el gesto de levantarse y desenvainar su espada. Nunca entendió cómo la otra figura había podido ponerse detrás de él, pero allí estaba, empujándolo con suavidad para que se volviera a sentar.

—Hola, hijo, me llamo Albert —dijo una voz junto a su oído—. ¿Por qué no guardas esa espada muy despacito? Antes de que alguien se haga daño.

Un dedo dio un golpecito al rey, que se había quedado demasiado pasmado para moverse.

¿QUÉ CREÉIS QUE ESTÁIS HACIENDO, SEÑOR?

El rey intentó concentrarse en la figura. Le pareció ver los colores rojo y blanco, pero también el negro.

Para el asombro secreto de Albert, el hombre se las apañó para ponerse de pie y erguirse de la forma más regia que pudo.

—¡Lo que está pasando aquí, sea usted quien sea, es caridad de la Vigilia de los Puercos de la de toda la vida! ¿Y quién…?

NO, NO LO ES.

—¿Cómo? ¿Cómo se atreve…?

¿ESTABAIS AQUÍ EL MES PASADO? ¿ESTARÉIS AQUÍ LA SEMANA QUE VIENE? NO. PERO ESTA NOCHE QUERÍAIS SENTIROS RECONFORTADO. ESTA NOCHE QUERÉIS QUE DIGAN: QUÉ BUEN REY ES.

—Oh, no, está volviendo a ir demasiado lejos… —murmuró Albert entre dientes. Volvió a empujar al paje para que se sentara—. No, tú quédate sentado, hijo. O jugaremos al pajecito más corto.

—¡Sea lo que sea, es más de lo que tiene! —espetó el rey—. Y lo único que nos ha mostrado es ingratitud…

SÍ, ESO LO ESTROPEA TODO, ¿VERDAD? La Muerte se inclinó hacia delante. MARCHAOS.

Para sorpresa del propio rey, su cuerpo tomó el control y lo hizo salir desfilando por la puerta.

Albert le dio unos golpecitos al paje en el hombro.

—Y tú también puedes ir largándote —dijo.

—… Yo no quería molestar, pero es que nunca le he pedido nada a nadie… —murmuró el anciano, en su pequeño y humilde mundo privado y con unas manos que se enredaban entre ellas de los puros nervios.

—Es mejor que me deje esto a mí, amo, si no le importa —dijo Albert—. Volveré en un momentito. —Los cabos sueltos, pensó, ese es mi trabajo. Atar los cabos sueltos. El amo nunca planea bien las cosas.

Alcanzó al rey fuera de la cabaña.

—Ah, estáis aquí, señor —dijo—. Antes de iros, solamente un momentito, es una cosilla de nada… —Albert se acercó al monarca perplejo—. Si alguien estuviera pensando en cometer una equivocación, ya sabéis, como tal vez mandar a los guardias aquí mañana, echar al viejo de su cabaña, meterlo en prisión, cualquier cosa por el estilo… bueeeno… Es la clase de equivocación que tendría que guardar como oro en paño porque iba a ser la última que cometiera. Es un aviso amistoso, ¿vale? —Se dio un golpecito en un costado de la nariz en gesto conspiratorio—. Feliz Vigilia de los Puercos.

Y volvió a entrar en la cabaña.

El banquete había desaparecido. El anciano estaba mirando la mesa vacía con los ojos empañados.

SOBRAS A MEDIO COMER, dijo la Muerte. NOSOTROS PODEMOS CONSEGUIR ALGO MEJOR. Metió la mano en el saco.

Albert le agarró el brazo antes de que él pudiera sacar la mano.

—¿Le importa que le dé un consejo, amo? A mí me criaron en un sitio así.

¿Y TE LLENA LOS OJOS DE LAGRIMAS?

—Más bien me llena las manos de cerillas. Escuche…

El anciano solamente fue vagamente consciente de una serie de susurros. Estaba sentado con los hombros encogidos, mirando fijamente la nada.

BUENO, SI ESTÁS SEGURO…

—Sé de lo que hablo, tengo experiencia, he roído esos huesos —dijo Albert—. La caridad no es darle a la gente lo que tú quieres darles, es darles lo que necesitan.

MUY BIEN.

La Muerte volvió a meter la mano en su saco.

FELIZ VIGILIA DE LOS PUERCOS. JO. JO. JO.

Sacó una ristra de salchichas. Y un taco de beicon. Y una tarrina pequeña de cerdo a la sal. Y un montón de tripas envueltas en papel engrasado. Sacó una morcilla. Sacó varias tarrinas más de artículos relacionados con el cerdo, asquerosos pero sabrosos y muy preciados en cualquier economía basada en el cerdo. Y luego, con un ruido blando y seco, dejó caer sobre la mesa…

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